HISPANIA NOVA                 NÚMERO 1 (1998-2000)

EDUARDO GONZÁLEZ CALLEJA, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid
La violencia política y la crisis de la Democracia republicana (1931-1936)

Resumen: Desde el comienzo del régimen republicano, fuerzas de derecha e izquierda pretendieron derribarlo por la fuerza. En este artículo, el autor argumenta que la crisis española de los años treinta consistió en el planteamiento de una serie de problemas de orden interior, y que el ambiente internacional actuó sólo como un catalizador de las tensiones preexistents, anejas al proyecto reformista iniciado en 1931. En este sentido, la violencia no fue una causa, sino una manifestación parcial del conflicto suscitado entre fuerzas progresivas y fuerzas conservadoras. El trabajo pasa revista a una serie de factores anejos a las manifestaciones de violencia política (lenguajes, símbolos, medios de difusión, recursos de movilización política, organizaciones armadas, etc.), y propone una periodización de la violencia política a lo largo del período republicano.

Palabras claves: España. Segunda República. Violencia. Historia social y política.

Abstract: Since the beginning of the Republican regime, right and left forces attempted to overthrow il by force. In this article, the author argue that the Spanish crisis of the thirties was based on a series of domestic problems, and that the international atmosphere only acted as a catalyst of the previous strains associated to the reformist policy that had begun in 1931. In this sense, political violence was not a cause, but a partial expression of a conflictive situation that put face to face progressive force against conservative forces. This work review a series of factors related with political violence (lamguages, symbols, mass-media, resources of political mobilization, organizations for armed struggles, etc.), and a suggests a chronology of the phenomenon during the Second Republic.

Key Words: Spain. Second Republic. Violence. Social and Political History.

1. Introducción: generalidad y especificidad del "caso español"



     Desde el comienzo del régimen republicano, fuerzas de derecha e izquierda pretendieron derribarlo por la fuerza. Los intentos de golpe cívico-militar de 1932 y 1936; la constante subversión anarquista en el "ciclo revolucionario" de 1931-1933; las revoluciones proletaria y catalanista de octubre de 1934; los contínuos preparativos insurreccionales de monárquicos y fascistas, etc., son muestras palpables del acoso constante a que se vio sometida la República, sustentada de facto en una estrecha base social, y que sobreviviría gracias a una legitimidad precariamente mantenida entre el reformismo, la represión y un frágil consenso entre fuerzas políticas con relaciones poco estables. Sin embargo, no se puede interpretar la crisis de la IIª República como un hecho excepcional dentro del agitado contexto político internacional de los años treinta. Por el contrario, el fenómeno español presenta una serie de características similares a otras experiencias políticas vividas en la Europa de entreguerras. Como los casos de Portugal, Italia, Alemania, Austria, Checoslovaquia, etc., el acoso y derribo de la experiencia republicana española debe enmarcarse en un proceso más general de crisis del parlamentarismo demoliberal, abierto tras la Primera Guerra Mundial y evidenciado por las dificultades de los sistemas políticos pluralistas para asimilar sin traumas la efervescencia ideológica subyacente a la "crisis de la conciencia europea" y las disfunciones políticas y sociales que trajo consigo el definitivo ingreso de las masas en la vida colectiva de las naciones. Las alternativas no democráticas dibujadas entonces fueron la revolución comunista, propuesta por un sector nada desdeñable de las organizaciones obreras, y la eventualidad contrarrevolucionaria, ya fuera en su acepción de régimen autoritario, corporativo y modernizador o en una alternativa dictatorial de masas con un carácter declaradamente fascista.

     La especificidad del caso español puede resultar chocante si no se analizan con cierto detenimiento los profundos problemas y conflictos previos al período republicano, y el modo en que el nuevo régimen decidió afrontarlos. A diferencia del resto de las democracias más o menos formales que nacieron y murieron en los años de entreguerras, la IIª República española no era el resultado directo de una derrota o de una victoria militar exterior, aunque sí puede interpretarse como el fruto tardío de un sentimiento nacional herido tras el Desastre de 1898, y que figura en los prolegómenos de la reacción política e intelectual previa a la constitución del nuevo régimen. Parte de la peculiaridad del "caso español" puede residir en lo tardío de la culminación de su proceso de reforma sociopolítica (al menos tres decenios desde los primeros atisbos de problemas graves en el sistema monárquico), y en la especial incapacidad del régimen republicano en dotarse de un sistema político eficaz que estableciera las bases de una nueva hegemonía social e ideológica. Por otra parte, el punto álgido del enfrentamiento dialéctico revolución/reacción llegó a nuestro país con una década de retraso respecto de las grandes oleadas revolucionarias y contrarrevolucionarias de inicios de los años 20. Este desfase contribuyó a agudizar los efectos del conflicto en España, puesto que el cambio democrático se producía en una coyuntura de crisis económica y en una etapa de exacerbación creciente de las tensiones ideológicas entre fascismo y antifascismo. Pero la explicación de la "crisis española de los años treinta" como un episodio más de la intervención extranjera (fascista o comunista) no explica en absoluto el cuadro general de dificultades del régimen republicano. A pesar de los encomiables esfuerzos de algunos historiadores por demostrar lo contrario, la crisis de la IIª República consistió en una sucesión de problemas de estricto orden interior, donde el ambiente internacional no ejerció un influjo directo ni decisivo, sino que actuó como un reflejo que catalizó polémicamente las tensiones preexistentes, anejas al proceso reformista y rectificador en el que se empeñó sucesivamente el régimen del 14 de abril. La implicación extranjera pudo ser decisiva durante la guerra, pero resultó insignificante durante la República.

     A inicios de los años 30, el problema de la violencia política y de la actitud insurreccional estaba aún en plena vigencia en medio mundo. En España, la rebelión armada fue intentada en varias ocasiones durante la Dictadura y el último año de régimen monárquico, como el más eficaz instrumento subversivo que pudiera permitir la proclamación inmediata y sin transacciones de un régimen reformador cuya estabilidad quedase garantizada por una nueva alianza de clases. Sin embargo, resulta paradójico (y muy ilustrativo de ulteriores comportamientos políticos) que la lucha violenta contra el régimen primorriverista y posteriormente contra la Monarquía, fuera encabezada de forma dominante por los sectores políticos del "antiguo régimen" marginados por el dictador: representantes de la vieja política oligárquica y altos mandos del Ejército, nada vinculados en talante y objetivos con las aspiraciones sociales modernizadoras de la burguesía ilustrada y la clase obrera, y sólo preocupados por evitar el "dérapage" del movimiento subversivo hacia actitudes francamente revolucionarias en lo social. A las confusas y heterogéneas conspiraciones antidictatoriales sucedió la polémica sobre la táctica revolucionaria a seguir[1]. Por fin, pareció llegarse a un consenso para el derrocamiento de la monarquía mediante un proceso insurreccional militar apoyado por una huelga general. Sin embargo, y a pesar de la inoperancia de los aparatos represivos del Estado, la división en el seno de las Fuerzas Armadas y del movimiento obrero, y la limitada capacidad de arrastre político de la pequeña burguesía republicana dieron al traste con el movimiento insurreccional de diciembre de 1930. Vistas estas condiciones de mutua debilidad (que volverían a repetirse, aunque en sentido inverso y con diferentes correlaciones de fuerza en la primavera de 1936), no resulta del todo extraordinario que el advenimiento de la República democrática se produjera pacífica y sorpresivamente tras una consulta electoral que tenía oficialmente un limitado alcance político, pero que muchos, incluidos los propios monárquicos, percibieron como un verdadero plebiscito sobre la continuidad del régimen[2].

     Respecto a la naturaleza revolucionaria de las transformaciones que trajo consigo el triunfo republicano, nada más complicado que discernir si se produjo un cambio estructural cualitativo completo anejo al concepto tradicional de "gran revolución", "revolución social" o "total". Creemos que, como mínimo, ese cambio de régimen puede considerarse revolucionario al menos en lo político por la evidente quiebra de la legalidad preexistente (previa quiebra de la hegemonía ideológica), la sustitución abrupta de la élite política de gobierno (al menos en los primeros meses y a nivel superior e intermedio), el esbozo de una nueva base social de apoyo y la inexistencia efectiva de una transmisión de poderes que pudiera entenderse como una transferencia normal y legal de soberanía. En suma, consideramos que, con todas sus limitaciones, el proceso de traspaso de poder acaecido en España en 1931 tuvo contornos más revolucionarios (aunque esta revolución resultara "incompleta") que reformistas o "transicionales". Las reformas se suelen realizar bajo el liderazgo de la clase dominante para mantener o ampliar el poder cuando la presión social, política o espiritual-ideológica ejercida por los estratos y clases subalternos se hace más fuerte[3]. La "transición" se consuma cuando existe un acuerdo tácito para el relevo de las élites y la sustitución o reformulación de un proyecto hegemónico por otro más adecuado al desarrollo histórico de esa sociedad. Por contra, en una revolución los viejos sectores dominantes se muestran incapaces de ejercer un papel director, y los nuevos grupos ascendentes forjan nuevas condiciones de acuerdo con un programa político alternativo y unos intereses socioeconómicos, políticos e ideológicos contrapuestos. Y, lo que no es menos importante, el Gobierno constituido no consensúa un trasvase pacífico del poder sino que tiene la voluntad de hacer frente con la fuerza armada a las reivindicaciones de los sectores ascendentes. Finalmente, resulta un grave error pensar que un proceso revolucionario se inicia y culmina de forma fulgurante. En la historia tenemos ejemplos de revoluciones que cubrieron todas sus etapas en cuestión de días (las "trois glorieuses" francesas de 27-29 de julio de 1830), meses (el "febrero" y "octubre" rusos), años (la "gran revolución" de 1789-1799) o décadas (la revolución China de 1911-1949) [4]. En España, la revolución no se desencadenó de forma abrupta el 13-14 de abril de 1931, sino que tenía profundas causas subyacentes marcadas por el declive del régimen restauracionista desde inicios de siglo, y había iniciado su cuenta atrás con el establecimiento de la Dictadura de Primo de Rivera y la ruptura de la legalidad constitucional; factores desencadenantes a medio plazo de la crisis final de la Monarquía.

 

2. Los rasgos esenciales de la violencia política en el período republicano


     La historiografía más conservadora ha solido atribuir al desorden público y la violencia un papel de causa determinante en la precipitación de la crisis que condujo a la guerra civil. Nada más erróneo si observamos períodos históricos cercanos a éste donde la violencia político-social adquirió un parecido auge sin degenerar por ello en una solución semejante. Más adaptada a la realidad nos parece la presentación de la violencia, no como una causa, sino como una manifestación parcial del conflicto suscitado ante la pervivencia de una serie de problemas estructurales fruto de una revolución burguesa incompleta o deficientemente culminada y que, arrastrados durante décadas por España, la IIª República intentó solucionar precisamente durante el período de decadencia del capitalismo liberal clásico. Como complemento a esta definición de la violencia como expresión de una situación de conflicto prolongado motivado por un deficiente proceso de modernización, no debe desdeñarse la interpretación de "tiempo medio", justificada por la especial situación de enfrentamiento político e ideológico a escala mundial durante el período de entreguerras, y ejemplificada de forma incompleta en el enfrentamiento entre fascismo y antifascismo.

     A pesar de las plásticas descripciones de meritorios historiadores y observadores extranjeros de nuestra tragedia nacional, los españoles de 1931 no tenían ningún componente biológico o psíquico que les convirtiera en personas especialmente agresivas, por lo que su comportamiento político violento debe ser estudiado más bien en relación con problemas estructurales y coyunturales, tanto específicos de España como reflejo de la situación europea en esos años de entreguerras. Puede resultar ocioso repetir que la polarización y la radicalización de posturas políticas durante la República -ejemplificada en los procesos parciales de "fascistización" y "bolchevización" que experimentaron determinados partidos y organizaciones de izquierda y derecha- se enmarcan en un ambiente generalizado de crisis mundial, con recrudecimiento de los problemas políticos (cuestionamiento del sistema liberal-democrático por nuevas fuerzas), sociales (ansias de democratización anejas a la generalización de la política de masas, secuelas sociodemográficas de la Gran Guerra, movilidad social descendente motivada por la crisis), económicos (reconversión de posguerra y crisis del 29, con secuelas de paro y proletarización), nacionales (expansionismos, irredentismos, separatismos), filosófico-ideológicos (irracionalismo, totalitarismo), etc. En esta tesitura, el recrudecimiento generalizado de la lucha armada y de la violencia política no es la esencia o consecuencia fundamental del problema, sino el reflejo o síntoma de una compleja situación conflictual.

     El fenómeno de la violencia política en la España de los años treinta responde al planteamiento de una crisis producto de la ruptura del orden social forjado en la Restauración, y también consecuencia de la llegada a nuestro país de la era de la política de masas, con sus manifestaciones adyacentes de politización, propaganda, agitación y expresión violenta de la conflictividad. En ese aspecto, la crisis española no es sino un episodio más de la crisis global del capitalismo y su estructura política durante el período de entreguerras, y la violencia aneja es el exponente de una especial virulencia de la lucha de clases en esta determinada coyuntura histórica.

     A estas alturas, parece llegado el momento de explicar qué entendemos por violencia en política. Podríamos definirla como el combate físico y los llamamientos intelectuales a la acción coercitiva por parte de las entidades, grupos o partidos cuya intención última es la conquista, la conservación o la reforma del Estado y por consecuencia del poder político. Esta definición provisional abarca desde las doctrinas y las teorías de la violencia hasta la violencia subliminal y física, siempre que éstas se manifiesten en el en el campo de la estructura política. Engloban, por tanto, las actitudes de ofensa al sistema como de defensa del mismo a través de la coerción legal o ilegal y el Estado de excepción. Consideramos que un estudio sobre la conflictividad sociopolítica y la crisis de la democracia en la España de los años treinta debe detenerse de forma obligada en el estudio del proceso ideológico-político de la violencia, ejemplificado en la actitud de clases, partidos, organizaciones, dirigentes o intelectuales orgánicos. Es decir, todo ese complejo conglomerado de circunstancias que generaron en ciertos sectores una verdadera actitud social de rebeldía, un talante insurreccional y una "cultura de la violencia" que perjudicó a la legitimidad de la República tanto o más que las propias acciones armadas. Desde esa perspectiva, pasaremos revista a una serie de factores íntimamente relacionados, que consideramos esenciales para entender la intensidad y el desarrollo de la violencia política durante el período en cuestión:

     1) Uno de los hechos más significativos que acompañó la existencia de la IIª República Española fue la proliferación de lenguajes y simbologías violentos que apelaban a la acción armada como mecanismo válido de intervención en la vida pública. Este fenómeno de la violencia política generalizada, organizada y teorizada responde a un ambiente de crisis global como el que se desarrolló en Europa en el período de entreguerras. En España tuvo tal magnitud que prácticamente no existió grupo o partido político que no tratara de elaborar, en un momento u otro de su trayectoria táctica, una formulación subversiva dirigida al triunfo de sus ideales. Y, lo que es más importante, muchos de ellos parecieron hacer girar en torno a la violencia su estrategia política, e incluso por ella justificaron el conjunto de su ideario.

     Bien es cierto que no siempre la teoría y la praxis iban de la mano, pero su influencia se dejó sentir en la aparición de milicias, grupos paramilitares e incluso bandas armadas. La formulación de una teoría de la violencia es independiente de que ésta no funcione en la práctica o no sea divulgada y asumida por las bases. Una de las explicaciones de la falta de instrumentación adecuada de la violencia política es la carencia de proyectos históricos de clase para la revolución o la contrarrevolución que fueran socializados y ejecutados por un segmento significativo de la comunidad política. En el caso español, la aceptación generalizada de pautas violentas de comportamiento no vino acompañada -salvo las inevitables excepciones- de una elaboración doctrinal rigurosa y explícita de la dirección a la que llevaba dicha violencia. Todo lo más, se tradujeron artículos y estudios extranjeros ceñidos en su mayoría a aspectos puramente técnicos (Neuberg o Landsberg para el comunismo, Malaparte para el fascismo), o se glosaron las teorías clásicas, como sucedió en la izquierda con Marx, Lenin y Trotski y en la derecha con Maurras y la doctrina de resistencia a la tiranía del derecho público cristiano. En la mayoría de los casos, los líderes políticos carecían del bagaje teórico suficiente para marcar sus objetivos revolucionarios o contrarrevolucionarios y arbitrar los medios necesarios para el triunfo de sus postulados. Resulta significativo que ningún autor español publicase una obra que tratase específicamente sobre la teoría de la violencia como factor de transformación social, aunque los artículos al respecto son cuantiosos, pero demasiado sujetos al dictado de la política coyuntural. Quizás la excepción a estos planteamientos sobre la pobreza doctrinal de los llamamientos políticos a la violencia la representen la CNT y la Federación Anarquista Ibérica (FAI), con una tradición subversiva que se remontaba al blanquismo y el bakuninismo[5]; grupos fascistas como las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista (JONS) y Falange Española (FE) -con específicas formulaciones de la violencia íntimamente ligadas al conjunto de su ideología[6] y el Requeté tradicionalista, donde la violencia y la insurrección formaban parte fundamental y específica de su clásico acervo político-cultural[7]. Pero aún en aquellas organizaciones que no concretaron sus ansias antidemocráticas y desestabilizadoras en la creación de grupos claramente paramilitares -caso de la Juventud de Acción Popular (JAP)- proliferaron alusiones a la violencia y a la destrucción del sistema pluralista por medios extralegales, aunque fueran consignas plagadas de lugares comunes y en flagrante contradicción con la doctrina oficial del partido que le dió cobijo[8]. El PSOE mostró de forma especialmente notoria las contradicciones entre su reformismo estratégico y su táctica coyuntural de ataque a la legalidad republicana mediante un movimiento insurreccional para el que no estaba ni doctrinal ni orgánicamente preparado[9]. En definitiva, las razones por las que los distintos grupos políticos fomentaron o enunciaron esta subcultura -que no ideología- de la violencia son distintas según los casos: la derecha lo hizo para obstaculizar la política progresista del gobierno republicano-socialista mediante el fomento de la desobediencia civil, y en 1934 para incitar a sus bases a una acción tanto defensiva (unión cívica) como ofensiva (paramilitarización) que lograra poner dique a la amenaza revolucionaria. Como contrapartida, los partidos obreros crearon sus grupos de acción para defenderse de los presuntos ataques de una derecha a la que suponían crecientemente fascistizada, y las organizaciones de corte nacionalista periférico intentaron conservar su identidad y sus cotas de autogobierno mediante la amenaza del recurso a la acción armada. Sin embargo, tras esta aparente diversidad de motivaciones subyace un mismo razonamiento y una misma actitud psicológica: la desconfianza respecto a las intenciones del contrario como recurso de autoafirmación del propio colectivo y sus valores, y el reconocimiento de la incapacidad del sistema democrático para solventar estas diferencias o amenazas por los cauces estrictamente legales.

     2) Esta subcultura de la confrontación física por motivos políticos fue divulgada de forma general o selectiva a través de una gran variedad de medios de difusión del discurso violento. En todo caso, el papel del partido resulta determinante como canalizador y filtrador de esta información a través de sus líderes máximos y subalternos y sus medios de difusión interna: periódicos, boletines, folletos, reuniones, cursillos de capacitación y adoctrinamiento, etc. En un partido sujeto a un caudillaje de corte autoritario, la comunicación adopta un modo jerárquico y únivoco. Siguiendo un poco la imagen de la estrella de mar, la comunicación fluye verticalmente desde el centro (líderes de opinión) y de allí a los restantes miembros de la estructura, aislados entre sí, a través de un contacto verbal que distorsiona necesariamente el mensaje[10]. Bajo estas peculiares relaciones entre élite y masas, no es de extrañar el lenguaje violento empleado por los líderes y su peculiar difusión y empleo: los periódicos conservadores resaltaron los párrafos más exaltados de los dirigentes obreros como prueba anticipada de sus intenciones violentas, incitando a sus lectores a prevenirse contra un estallido revolucionario considerado como inminente. Como contrapartida, la prensa de izquierda destacó los excesos verbales de los líderes derechistas como justificación para el desarrollo de un frente de defensa antifascista. En todo caso, y gracias a este complejo juego de deformaciones y tergiversaciones, fue cada vez mayor la población que, al menos moralmente, respondía al mensaje de sus líderes y apoyaba la defensa de sus intereses e ideales a través de la acción armada ilegal. En general, las ambiguas afirmaciones políticas de los líderes de los partidos eran percibidas por su partidarios más radicales como una incitación a acabar con la democracia, y por sus adversarios como una advertencia para la defensa del régimen, que corría el riesgo de ser definitivamente conquistado por actores políticos considerados como antirrepublicanos. El apoyo o justificación de las acciones violentas, al proclamar repetidamente la identificación entre juventud y partido, fue muy clara en las instancias rectoras del PSOE, Falange, CEDA, Partido Comunista, etc., y conllevó que el electorado interpretase ciertos excesos verbales como concesiones lógicas y naturales al idealismo maximalista de una juventud que, al fín y al cabo, llevaba el peso y los sinsabores de la acción política cotidiana. Las concentraciones de masas según el modelo europeo (tras los sucesos de Berlín en 1933, y París y Viena en 1934) no tenían únicamente la virtualidad de publicitar un mensaje violento dirigido a los correligionarios o afines, sino que muchas veces actuaron también como advertencia hacia el enemigo potencial. Mítines como los de Mestalla y Comillas en 1935, concentraciones y demostraciones como la de la JAP en El Escorial en abril de 1934, los aplecs religioso-patrióticos del carlismo, el desfile de escamots en Montjuïc ante Macià el 22 de octubre de 1933 y de las milicias de la Federación de Juventudes Socialistas (FJS) y la Unión de Juventudes Comunistas de España (UJCE) en el Stadium Metropolitano el 14 de septiembre de 1934, o las reuniones campestres falangistas mostraron un carácter subliminalmente violento al pretender intimidar al adversario a través de la ocupación simbólica del espacio público. Esta intención resultó especialmente evidente durante la primavera-verano de 1934, donde las movilizaciones adquirieron un valor subliminal de advertencia o de acción preventiva ante la apertura del "período revolucionario".

     Entre los instrumentos de divulgación de esta violencia estructural destaca también la actitud de la prensa y de los otros medios de comunicación. En general, la gran prensa conservadora dedicada a la información general (ABC, El Debate, Informaciones) no animó directamente a la violencia, pero difundió y magnificó los problemas de orden público (especialmente durante la primavera de 1936) como muestra de la debilidad de la República, justificación de la autodefensa iniciada por los partidos políticos de derecha o ratificación de la necesidad de una "reconducción" política en sentido autoritario. Una actitud más expeditiva mostraban la prensa satírica (desde la derechista Gracia y Justicia a la anticlerical La Traca) y los pequeños periódicos de partido o grupúsculo tipo JAP, Arriba (falangista), a.e.t. (carlista), Mundo Obrero (comunista) o Renovación (socialista), más doctrinarios, agresivos y propensos al insulto personal. Pero, en general, su tirada de éstos últimos era demasiado reducida y sus lectores eran sujetos convencidos de antemano de estos razonamientos radicales. Por otro lado, no existieron publicaciones que divulgaran con verdadera eficacia una doctrina de la violencia bien trabada. Por ejemplo, Acción Española (considerada como paradigma del órgano ideológico del antirrepublicanismo militante basado en la formulación teórica de una alternativa contrarrevolucionaria y restauradora inspirada en L'Action Française y el movimiento legitimista galo) no tiraba sino unos pocos miles de ejemplares que consumía discretamente la intelligentsia monárquica sin lograr en ningún momento que sus sutiles elaboraciones teoricas contrarrevolucionarias -ejemplificadas en los crípticos y farragosos llamamientos a la rebeldía a través de citas de autoridad como Tomás de Aquino- pudieran actuar de catalizador del tan cacareado "estado de opinión" general previo a la restauración monárquica. Por su parte, la prensa de izquierda obrera magnificó o censuró espectacularmente acciones y declaraciones de tipo violento, como lo muestran contínuamente los titulares de La Tierra, Mundo Obrero o CNT, pero en otras ocasiones su tónica fue más moderada, como en el caso de El Socialista y sus ásperas polémicas con el largocaballerista Claridad. No se puede, pues, desdeñar la vital importancia de la gran prensa en la configuración de un ambiente político determinado, sobre todo si tenemos en cuenta que seguía siendo el principal órgano de difusión de información, a pesar de que la radio aumentaba espectacularmente su audiencia y cobertura. Los choques violentos durante la venta de periódicos de partido son buena muestra de la vital importancia que para las organizaciones políticas tenía este tipo de propaganda.

     Las obras impresas suponían un órgano de difusión escasamente eficaz: obras como las ya citadas de Neuberg y Landsberg no discurrían sino por muy reducidos canales semiclandestinos; las formulaciones sobre la rebeldía de Castro Albarrán encontraron dificultades para su divulgación incluso en el ámbito de la propia Iglesia católica, y los escritos de Maurras o Malaparte, de Nin o Abad de Santillán no eran sino lecturas para iniciados. Sin embargo, resulta indudable que las tiradas económicas de editoriales como Cénit, Zeus o Javier Morata, los escritos demagógicos de "El Caballero Audaz", Joaquín Pérez Madrigal y Luis de Tapia o los burdos alegatos antirrepublicanos del escatológico doctor Albiñana, debieron tener mayor eco en capas más amplias de la población. Papel más destacado tuvieron los pasquines, octavillas, carteles y folletos, desde los de tirada muy amplia a nivel nacional a los lanzados en los barrios o localidades (sobre todo en período electoral) respecto a problemas específicos. Las proclamas y los manifiestos políticos repartidos en las calles como sueltos de periódicos o fijados en los muros en momentos políticos clave suponían un vital vínculo de información entre la organización política y el afiliado, simpatizante o mero curioso. Pero también fueron un motivo de colisión callejera constante, que dejó durante la República un sangriento rastro de víctimas.

     Una forma de comunicación política colectiva cuyo estudio durante el período republicano ha sido propuesto muy sagazmente por Santos Juliá es el puro y simple rumor[11] que se mostró capaz de catalizar actitudes políticas, ya sea inhibiendo acciones colectivas programadas de antemano (caso del falso rumor sobre el inminente apoyo militar en las huelgas generales insurreccionales de diciembre de 1930 y octubre de 1934), ya sea como "rumor director" condicionando y determinando la realización efectiva de las mismas (falso rumor sobre el asesinato por elementos alfonsinos de un taxista en mayo de 1931, lo que motivó el asalto al Círculo Monárquico Independiente y la ulterior quema de conventos; rumor recurrente de los caramelos envenenados por damas de caridad en mayo de 1936, etc.). El rumor tuvo un papel nada desdeñable en la exacerbación de la conciencia de peligro o en la caracterización negativa de rival, pero su creación y difusión requieren determinadas condiciones objetivas, como la inestabilidad o la incertidumbre políticas, un estado de crispación o ansiedad colectiva o un deficiente servicio de los medios habituales de comunicación, ya sea por su limitada cobertura como por la escasa fiabilidad de las informaciones que divulga. Los rumores surgieron en España porque la vida política de los años 30 se caracterizó por la permanente inseguridad, incertidumbre y fluidez de los cambios; la percepción hostil del adversario político, y la pervivencia de determinados mitos convencionales (el del envenenamiento masivo maquinado por los religiosos es un buen ejemplo de persistencia secular de una actitud mítica propia del anticlericalismo popular) en la conciencia colectiva. No cabe duda además que el rumor se difunde más rápidamente y cobra mayor verosimilitud si actúa en un "humus" de estereotipos, clichés y prejuicios que fomentan la mutua hostilidad. En tal caso, puede transformarse en el desencadenante de una acción violenta de imprevisibles consecuencias.

     En suma, el discurso político o metapolítico, salpicado de alusiones a la violencia, actuó por estos y otros medios sobre una población deficitaria en cultura política, para la que la participación activa en la cosa pública era un hecho aún novedoso. Los mensajes agresivos y sus canales de difusión influyeron de forma notable en la conformación paulatina de ese estado de crispación y exclusión premonitorio de la guerra civil.

     3) Tras la caída de un régimen monárquico caracterizado en términos generales por la apatía y la manipulación de las masas, la República se caracterizó desde el primer momento por un alto nivel de movilización política, que afectó en un muy corto lapso de tiempo a un sector muy importante de la población, especialmente la más jóven. La participación creciente de la juventud en la política era patente desde fines de siglo en toda Europa con la aparición de asociaciones estudiantiles de carácter ultranacionalista (por ejemplo, los Wandervogel alemanes), y cobró un nuevo impulso en la primera posguerra mundial gracias al carácter emulativo de los movimientos excombatientes. En España, los primeros síntomas de "agitación" juvenil pudieron observarse desde inicios de siglo en partidos como el carlista, el maurista o el republicano radical, hasta resultar evidente en el ámbito estudiantil o en el nacionalismo catalán durante la Dictadura y la "Dictablanda". La politización de la juventud, con todo su correlato de conflicto generacional latente o patente, produjo indudables efectos radicalizadores y violentos, que fueron instrumentalizados por los diversos líderes partidistas como medio de presión política. Este aluvión de nuevos militantes provocó en todos los partidos y organizaciones un menor nivel de socialización política, un mayor peligro de fraccionamiento e indisciplina y, en consecuencia, la necesidad de reafirmar el "leadership" carismático (caso de Gil Robles, Calvo Sotelo, Primo de Rivera o Largo Caballero) y de elaborar un mensaje político simplista y beligerante, capaz de dar satisfacción inmediata a las aspiraciones y reivindicaciones de estos jóvenes activistas ajenos a la cultura y a los métodos de la democracia pluralista. Como contrapartida, las uniones coyunturales de masas, como la Alianza Obrera, la CEDA, el Bloque Nacional o el Frente Popular tendieron a dar a los líderes la sensación irreal de un poder que no era sino una ficción difícilmente controlable en momentos críticos como 1934 o 1936[12].

     El papel de la organización (partido político, federación o confederación de partidos, movimiento, alianza, bloque, o sindicato) resultó determinante en la formación del activista violento, que era en general residente en la gran ciudad; había despertado a la pasión política recientemente y logrado de forma temprana una cierta independencia económica, junto a unos criterios políticos más radicales que le enfrentaban o distanciaban netamente del tradicional ámbito familiar. La Casa del Pueblo, el Círculo, la sede, el casino, el Radio o el sindicato pasaban a ser su segundo hogar, y los líderes políticos sus verdaderos "guías espirituales" y modelos de comportamiento. El intenso activismo político se confundía crecientemente con su vida privada, al tiempo que el ocio (excursiones, deportes, lecturas, reuniones, campañas, etc.) era administrado casi totalmente (o totalitariamente) por la organización hasta que el joven militante (o miliciano) consideraba la doctrina política no sólo como un proyecto de transformación objetiva de la sociedad, sino como un verdadero credo de valores personales por el que merecía la pena morir o matar. El ambiente de cerrada camaradería que impregnaba estas organizaciones juveniles favorecía esta actitud fanática, al igual que la jefatura y la disciplina se imponían sobre la propia y simple doctrina de partido. De suerte que entre este universo activista creció la íntima convicción de que se era más perfecto militante cuanto más obediente y disciplinado, siguiendo escrupulosamente las directrices de la organización y archivando todo espíritu crítico bajo los dictados irrevocables de la jerarquía y el liderazgo carismático. Un aumento del dogmatismo produce un aumento correlativo de la creencia en la infalibilidad de una élite glorificada e idealizada, y fortalece la creencia en causas únicas, negándose a admitir otras causas. La obediencia al jefe inmediato propia del comunismo más ortodoxo, la beatificación del activista perseguido y del preso social en los medios anarquistas, la camaradería militar falangista, el culto a los "mártires de la tradición" en el carlismo o la tajante afirmación japista de que "el Jefe no se equivoca nunca" son muestras variadas de este especial clima en que vivía el activista violento, donde la "falsa conciencia" ideológica había impregnado de tal manera y de forma tan especial sus actitudes vitales más íntimas que puede hablarse sin incurrir en error de una verdadera "subcultura" del activismo político juvenil.

     4) Una consecuencia de esta movilización política fue la creciente transformación de los partidos en organizaciones de combate, capaces de batir al enemigo político en todos los frentes, incluído el callejero. A medida que la confrontación entre revolución y contrarrevolución se iba haciendo más intensa, se fue imponiendo una acción violenta más organizada y extensa. Surgió así la milicia política como formación de corte paramilitar (es decir, con organización, disciplina, jerarquía, instrucción y parafernalia castrenses sin pertenecer a una institución armada oficial) compuestas de forma voluntaria por ciudadanos civiles, e inspiradas por doctrinas político-ideológicas específicas, bajo el control más o menos estricto de un partido u organización similar (movimiento, coalición, federación de partidos, etc.), cuya misión era la eliminación física del rival ideológico. Su fin último, declarado explícitamente o no, era el asalto al poder mediante un golpe de Estado o una insurrección, o la lucha armada permanente y en sus diversas modalidades, aunque de hecho solían ser instrumentos de acción política semilegal, centrados en la protección y defensa de la organización que le daba cobijo, el ataque circunstancial a las formaciones rivales y la propaganda de un movimiento que en determinada coyuntura no desdeñaba la lucha electoral y parlamentaria dentro del régimen demoliberal. Sus miembros se reunían por la base en grupos muy pequeños de estructura predominantemente piramidal y jerárquica (enlaces verticales que permitían una más rápida movilización y mayor seguridad en la acción), susceptibles de aglutinarse en unidades mayores, y divididos por lo común en un ejército activo y una reserva para tareas de apoyo. Aunque la célula pase por ser una entidad organizativa de origen socialdemócrata y comunista y la milicia sea desarrollada preferentemente por el fascismo, ambas suelen complementarse en la movilización "civil" y "militar" de los partidos que renuncian a los métodos legales de lucha y realizan sus actividades de captación de masas en secreto.

     Una milicia no surge ex nihilo, sino en una tesitura caracterizada por la incapacidad de los mecanismos gubernamentales de reforma, control y represión en solventar o al menos canalizar legalmente una situación de crisis y conflicto social traducida en intensa polarización política. El tradicional monopolio estatal de la coerción y la violencia deja lugar entonces a una peculiar y contradictoria "generalización" y "privatización" de las mismas por parte de los diversos grupos político-ideológicos, decididos a mantener núcleos armados cuyo objetivo es subvertir, reformar o defender el sistema en crisis de legitimidad. Para llegar a esta circuntancia también resulta imprescindible la existencia o creación de un ambiente de tensión y crispación que justifique la acción política violenta, ya sea revolucionaria o contrarrevolucionaria. Serán precisamente los llamamientos ideológicos a la rebeldía los que actúen de "puente" entre una situación de confuso descontento y su canalización o "socialización" en la dirección de la violencia paraestatal organizada mediante un instrumento político apropiado.

     La República en paz fue el período donde el panorama de las milicias se mostró más confuso. Aún persisten dudas incluso sobre la fecha de creación de algunas organizaciones, forzadas inevitablemente a llevar una vida semiclandestina. La proliferación de grupúsculos políticos y su confluencia activa en la calle fomentó de por sí esta confusión en cuanto a su naturaleza y actividades. Igualmente se plantean problemas para calificar a algunas organizaciones de lucha como verdaderas milicias, o bien adscribirlas a algún otro tipo de lucha armada. Resulta preciso entonces distinguir entre milicias y grupos armados, definidos éstos como organizaciones minoritarias, mal pertrechadas, ilegales y de muy escaso valor militar, que fueron las que prevalecieron durante la República -salvo, quizás, el Requeté tradicionalista- y que no alcanzaron realmente el rango de milicias hasta el estallido de la guerra civil[13]. El origen de estas organizaciones paramilitares solía estar en grupos juveniles deportivos o excursionistas (caso de los "mendigoxales" del nacionalismo vasco); células conspiratorias o activistas so capa de actividades deportivas o culturales (origen de los escamots de Estat Català o tapadera de las milicias socialistas) o bien en secciones de protección en diferentes ámbitos (las Milicias Antifascistas Obreras y Campesinas -MAOC- del Partido Comunista y los grupos de autodefensa anarquistas en el laboral; las escuadras falangistas del Sindicato Español Universitario -SEU- en el universitario) y mantenimiento del orden en las reuniones políticas (JAP, Requeté carlista). No todas las organizaciones político-sociales contaron con milicias, pero ello no significa que sus proclamas carecieran de alusiones a la violencia. Algunas simplemente dejaban este cometido a sus secciones juveniles, que si bien no formaban milicias "sensu stricto", sí desempeñaban una función en muchas ocasiones similar.

     El grado de compromiso de "los que siguen la lucha" aumenta a medida que se suceden los fracasos en la acción callejera o insurreccional y consiguientemente aumenta la represión. Sin embargo, ésto no acarreó un aumento de la preparación técnica de los grupos paramilitares durante la República. La participación de instructores militares (Castillo, Faraudo o Galán para las milicias obreras; Rada, Arredondo o Ansaldo para las falangistas; Varela, Redondo o Sanz de Lerín para las carlistas), resultó anecdótica salvo para éstos últimos, cuya intensa y tradicional militarización se complementó incluso con el adiestramiento de algunos jefes del Requeté en Italia gracias a un acuerdo secreto con Mussolini[14]. Las acciones "militares" protagonizadas por estos grupos armados eran minoritarias en relación con funciones como la protección de locales, mítines y dirigentes, y sobre todo las actividades de propaganda (venta de prensa, fijación de carteles y otros tipos de difusión política callejera), siempre unidas de forma indisoluble con la propia acción violenta. Ello no quiere decir que, en ocasiones especiales, de ese grupo de jóvenes activistas no se destacara una minoría especializada en la acción violenta callejera, que durante la guerra nutriría los cuadros de oficiales y suboficiales milicianos y provisionales. La crónica escasez de activistas decididos a realizar misiones de ofensiva o represalia provocó la necesidad de recurrir eventualmente a pistoleros profesionales sin ideología o cuadrillas de matones extraídas de los grupos más marginales de la sociedad. Esta posibilidad fue utilizada sobre todo por la patronal desde la época del Sindicato Libre y por los grupos fascistas y pseudifascistas desde su mismo nacimiento: legionarios licenciados del Tercio fueron reclutados por Albiñana para nutrir la "partida de la porra" del PNE o por Primo de Rivera para reforzar la "primera línea" de Falange.

     ¿Cuáles fueron los ámbitos habituales del conflicto político y de su organización material y táctica? La confrontación violenta entre opciones político-ideológicas afectó a gran cantidad de actividades. Entre los ámbitos conflictivos más habituales durante el período republicano figuran los centros docentes de enseñanza media y superior, donde desde fines de los años 20, y debido a una mayor democratización de la enseñanza que se tradujo en creciente politización, entraron en liza agrupaciones progresistas como la Federación Universitaria Escolar (FUE) y conservadoras de carácter confesional como la Asociación de Estudiantes Católicos (AEC) o las cofradías jesuíticas de los "luises" y los "kotskas". El activismo juvenil durante los años 30 encontró así su lugar natural de expresión en las aulas y los campus, lugares preferentes de reclutamiento de las minorías activistas de los partidos, y por ello sujetos a una especial tensión ideológica y propagandística. En segundo lugar el barrio, ámbito mínimo de actuación y organización políticas, donde los conflictos suscitados por acciones de propaganda y contrapropaganda -la "conquista de la calle" era la consigna general de casi todos los grupos activistas de proclividad violenta- se sumaban a los habituales conflictos interpersonales ligados a unos ámbitos de sociabilidad similares o coincidentes, a pesar de las divergencias ideológicas. Por último, el ámbito laboral (explotación agrícola, taller, fábrica, oficina o almacén) era el habitual campo de batalla donde dirimían sus diferencias -no siempre de forma pacífica y apolítica- los sindicatos de clase, los sindicatos "amarillos" y la patronal. Según las informaciones de que disponemos, las coyunturas o acontecimientos en que surgieron de forma habitual los hechos violentos fueron también aquellos en los que se produjo este fenómeno de concurrencia y cercanía entre opciones políticas rivales: mítines o conferencias "reventados" por grupos hostiles y choques callejeros entre propagandistas durante las campañas electorales; enfrentamientos durante los conflictos laborales; violencias de week-end entre grupos "excursionistas" de diversas obediencias políticas; provocaciones durante manifestaciones y marchas en fechas de marcado simbolismo político como el 14 de abril, el 1º de mayo o el 1º de agosto (día comunista), etc.
 
     3. Un intento de periodización de la violencia política durante la IIª República

     Los grupos que rechazaban el sistema liberal-democrático centraron su actuación en el ataque al adversario, bien para no perder su situación de privilegio y hegemonía material o ideológica (como sucedía con los partidos monárquicos y amplios sectores de la CEDA), bien para acabar drásticamente con esa situación de desigualdad, como ocurrió en las organizaciones obreras más radicales o radicalizadas. Si en un principio la oposición al régimen era multipolar tanto por la derecha como por la izquierda, la propia trayectoria de la República iría subsumiendo los conflictos parciales de hegemonía y la polémica respecto a la esencia del régimen político en un verdadero conflicto de dominación donde se dirimía en futuro sistema socioeconómico a través de un proceso de radicalización bipolar en torno a los principios de revolución y contrarrevolución.

     Para intentar arrojar un poco de luz en torno a las eventuales opciones tácticas de carácter violento a lo largo de la República, y poder establecer una periodización básica, nos apoyaremos en el gráfico adjunto. Este "crisograma", especie de "encefalograma" del nivel de apoyo político que gozaba el régimen en determinadas coyunturas clave no tiene pretensiones de gran exactitud cronológica o de sutileza analítica, pero trata de estimar las líneas generales de la actitud mayoritaria de las grandes formaciones políticas según cuatro posturas convencionales básicas: lealtad, semilealtad, deslealtad y hostilidad manifiesta. Los límites y contornos de estas posturas (disfrute del poder, colaboración institucional, participación condicionada en el sistema, conspiración o subversión y rebelión) son, en la mayoría de las ocasiones, bastante borrosos o permeables y, en todo caso, casi imposibles de datar en una fecha fija, por lo que estas líneas de separación deben verse siempre como una franja o un umbral flexible caracterizado por la indeterminación cronológica.


El sistema de partidos y su evolución respecto a la lealtad al régimen republicano

LEYENDA

A = MANIFIESTAMENTE HOSTIL 1 = Proclamación de la República, 14 de abril de 1931
B = Umbral de conspiración 2 = Quema de conventos, 10 de mayo de 1931
C = DESLEAL 3 = Eleciones a Constituyentes, 28 de junio de 1931
D = Umbral de participación en el sistema 4 = Sucesos de Sevilla, julio de 1931
E = SEMILEAL 5 = Debate cuestión religiosa, 3 de octubre de 1931
F = Umbral de colaboración institucional 6 = Insurrección CNT, 1-5 de enero de 1932
G = LEAL 7 = "Sanjuanada", 10 de agosto de 1931
H = Umbral de colaboración institucional 8 = Casas Viejas, 12 de enero de 1933
I = SEMILEAL 9 = Dimisión de Azaña, 12 de septiembre de 1933
J = Umbral de participación en el sistema 10 = FE, 20 de octubre de 1933
K = DESLEAL 11 = Elecciones, 19 de noviembre de 1933
L = Umbral de conspiración 12 = Insurrección CNT, 8-13 de diciembre de 1933
M = MANIFIESTAMENTE HOSTIL 13 = Ley rabassaire
= CNT-FAI 14 = Revolución de octubre de 1934
= PCE 15 = Bloque Nacional, 22 de noviembre de 1934
= ERG-EC 16 = Reunión de FE en Gredos, 16-17 de mayo de 1935
= PSOE-UGT 17 = Dimisión de Lerroux, 22 de noviembre de 1934
= AR-IR 18 = Gobierno Portela, 14, 12 de diciembre de 1935
= PRR 19 = Triunfo del FP, 16 de febrero de 1936
= AN-AP-CEDA 20 = Conspiración militar, 8 de marzo de 1936
= PNV 21 = Ilegalización de Falange, 13 de marzo de 1936
= FE-JONS 22 = Azaña presidente, 28 de mayo de 1936
= CT 23 = Alzamiento militar, 18 de ejulio de 1938
= Alfonsinos-RE

     De forma ideal, un sistema perfectamente institucionalizado que gozara de un amplio consenso acogería a las formaciones políticas dentro de la franja central del espectro, mientras que un régimen caracterizado por una aguda crisis de legalidad y legitimidad mostraría las tendencias centrífugas de un sector significativo del sistema de partidos, que se situaría en los márgenes más alejados y, por tanto, más conflictivos. El estudio de la correlación de fuerzas y actitudes políticas en el período republicano nos permite constatar la existencia de graves oscilaciones en el conjunto de sistema, y una escasa constancia de las organizaciones políticas en la franja de colaboración directa en el mismo. La permanente polarización de tendencias parlamentarias era en parte fruto del tipo de sistema electoral, que obligaba a coaliciones de amplio espectro y al apoyo en tendencias extremistas.

     El análisis de conjunto de estas actitudes partidarias respecto al régimen nos permite esbozar una cronología de la conflictividad, la radicalización y la polarización políticas basada en los tres ciclos clásicos de la trayectoria vital de la IIª República: un primer período que va desde abril de 1931 a noviembre de 1933, caracterizado en esencia por la pervivencia o agudización de actitudes subversivas heredadas en gran parte de la época monárquica, con la charnela en el golpe militar fallido de agosto de 1932. Un segundo tracto cronológico entre el triunfo electoral derechista de 1933 y la victoria frentepopulista de febrero de 1936, caracterizado por el rearme político-ideológico de la derecha y la agudización de la polémica fascismo/antifascismo, con su eje en los procesos revolucionarios de octubre de 1934. Por último, la desigual oleada violenta de la primavera de 1936, donde la estabilización del régimen se hace imposible por un evidente proceso de polarización (evidente en la concentración de trayectorias según el gráfico anterior) de las actitudes de los grupos de izquierda en torno a posiciones semileales respecto a una República de la que sólo se exigía una profundización de sus postura reformista y antifascista, y la "dérive" de los sectores conservadores, de extrema derecha y fascistas hacia un umbral de conspiración que es la antesala del golpe de Estado de julio. Aunque en el período de la "primavera trágica" de 1936 se constata una convergencia de los grupos de izquierda hacia actitudes de semilealtad y lealtad, la perspectiva resulta engañosa, puesto que a la derecha la respuesta es una convergencia paralela hacia actitudes de manifiesta hostilidad. No era una estabilización del régimen lo que se intuía tras el triunfo del Frente Popular, sino una última y definitiva polarización política; un acopio de fuerzas y un recuento de efectivos antes de la guerra civil.

     1) Período abril 1931- noviembre 1933.- Desde la perspectiva de la violencia política organizada, este tracto cronológico con la cesura en el golpe militar de agosto de 1932 se caracteriza por la pervivencia de una buena parte de las amenazas subversivas que ya se habían perfilado durante la crisis final de la Restauración, y por la inicial debilidad y descoordinación de la respuesta antirrepublicana de los sectores conservadores. Tan solo en lo que respecta a la continuidad de los problemas estructurales que aquejaban a España como a la persistencia de ciertas actitudes políticas, podríamos abonarnos a la, por otra parte, discutible teoría que presenta la IIª República como una última fase de la Restauración. Lo cierto es que, en lo que respecta a la conflictividad política, el 14 de abril representa mejor una etapa integrada en un continuum de estrategias partidarias a medio plazo, definidas por el alcance (reformista, continuista, rupturista) que se quiere dar al proceso de modernización emprendido, que una simple frontera estanca entre unos usos políticos oligárquicos caracterizados por la desmovilización popular y otros de tipo democrático de masas.

     La República hubo de soportar desde el primer momento la oposición frontal de los grupos extremistas marginados también en el sistema de la Restauración. Los anarcosindicalistas, opuestos a todo régimen de tipo burgués, habían actuado muy esporádicamente durante la Dictadura y el último año de la Monarquía, pero ya entonces habían demostrado su escasa proclividad a las grandes alianzas y su afición por las acciones subversivas en solitario. Tras el 14 de abril, y al hilo de la radicalización impuesta por la FAI, la CNT se convirtió en el grupo desleal más desestabilizador del período, protagonizando tres grandes intentonas insurreccionales (enero de 1932, enero y diciembre de 1933) y erosionando con su "putschismo" y su automarginación del juego político el potencial reformador de los gobiernos republicano-socialistas. Por otra parte, el tradicionalismo- carlismo, opuesto a todo régimen liberal y laico, se había dividido una vez más durante la Dictadura entre la tentación colaboracionista y la conspiración. Tras un compás de espera en los primeros pasos de la República (como también sucedió en 1868), la CT comenzó a mostrar una manifiesta hostilidad durante la discusión de los artículos constitucionales referidos al "status" de la Iglesia católica en el nuevo régimen, y aprovechó las primeras reacciones contrarrevolucionarias culminadas el 10 de agosto de 1932 para poner a punto su brazo paramilitar e intentar un proceso de convergencia estratégica con los alfonsinos, en el que no se descartaba una solución definitiva al pleito dinástico.

     Otra herencia envenenada de la Restauración fue la división permanente del Ejército y la actitud militarista de un sector del mismo. El papel del Ejército como poder arbitral no fue entonces ni sería durante la República muy diferente del ejercido por la Reichswehr durante la República de Weimar. Su ruptura con el régimen monárquico -paralela a la de un sector nada desdeñable de la clase política del viejo régimen- había dado al traste con el Trono, pero la alianza subversiva entre grupúsculos castrenses y los políticos "monárquicos sin rey" no se rompió con la proclamación de la República, sino que se mantuvo como factor residual hasta la acción fallida de Sanjurjo en Sevilla. El 10 de agosto fue el último pronunciamiento clásico de la historia contemporánea española, tanto por su modo de ejecución como por las evidentes deudas políticas contraídas con viejos políticos "constitucionalistas" como Melquíades Alvarez o Burgos y Mazo. Estas figuras del pasado, en contacto con otros prohombres republicanos como Lerroux (que también podríamos considerar como un tribuno más cercano a los caducos usos políticos restauracionistas que a la joven democracia republicana) trataron de "reconducir" a la República hacia un derrotero ultraconservador o incluso pactista con las fuerzas monárquicas. Misión imposible en la que estos mismos políticos habían fracasado en 1930-31, al aceptar sin miramientos las reglas del juego que imponía el propio rey y su entorno palaciego. El fracaso de este redressement republicano en sentido conservador (causa que luego retomaría Lerroux en el segundo bienio y políticos como Miguel Maura y el Partido Nacional Republicano de Felipe Sánchez Román durante el Frente Popular) trajo consigo el definitivo ocaso del pronunciamiento convencional como modelo subversivo válido para civiles y militares. Desde entonces, el modelo de intervención militarista violenta adoptaría los contornos, más técnicos y expeditivos, del golpe de Estado.

     Respecto a la debilidad inicial del conservadurismo, desde abril de 1931 la derecha había quedado alejada temporalmente del poder político y marginada virtualmente de los principios y valores representados por el nuevo régimen, aunque conservaba buena parte del poder socioeconómico y, cuestión no menos importante, el control real de ciertas instancias inferiores del aparato estatal, sobre todo en el ámbito rural[15]. En respuesta a lo que percibían como "sectarismo republicano", las fuerzas sociales conservadoras optaron por un neutralismo fatalista del que no saldrían hasta inicios de 1933, cuando del seno de AP se desgajó un sector inequívocamente monárquico. El fracaso del pronunciamiento de Sanjurjo, además de dividir aún más al Ejército, pareció otorgar la hegemonía dentro del conglomerado derechista al accidentalismo colaboracionista de la CEDA. Los hechos del 10 de agosto y sus secuelas con la fundación de RE fueron hechos que aclararon el hasta entonces confuso panorama de la derecha, permitiendo la reorganización de la opción antirrevolucionaria en tácticas diferenciadas. Mientras tanto, tras la euforia postgolpe que permitió una efímera estabilización del sistema con medidas como la reforma agraria y el Estatuto catalán, la coalición reformista en el poder comenzó a hacer agua por la polémica con las organizaciones obreras respecto al alcance y ritmo de las reformas, las crecientes reticencias del republicanismo lerrouxista en su colaboración institucional y el negativo eco público que tuvo el affaire de Casas Viejas.

     2) Período noviembre 1933-febrero 1936.- En esta segunda etapa, con la cesura en la coyuntura revolucionaria de octubre de 1934, aparecieron nuevas estrategias de subversión, sin que las anteriores hubieran desaparecido por completo: el fascismo, el radicalismo nacionalista catalán y el predominio de las tendencias maximalistas en el socialismo reformista. El ascenso al poder de Hitler a inicios de 1933 y la profundización en la coyuntura económica depresiva por los efectos de la crisis del 29, distorsionaron en cierto modo el juego político republicano, e intensificaron el combate dialéctico entre fascismo y antifascismo. Una polémica apasionada y sumamente violenta que llegaba a España con diez años de retraso y no era el verdadero reflejo de la situación política del país. En efecto, tanto el fascismo como el comunismo fueron movimientos minoritarios hasta 1936. En concreto, la supuesta "amenaza fascista" (dejando aparte el pintoresco PNE, las lucubraciones intelectualoides del grupo de "La Conquista del Estado" y la maniobra propagandística fallida de la aparición de "El Fascio") no aparecería de forma clara hasta inicios de 1934 con la creación de FE de las JONS. Es decir, durante cerca de un año la polémica fascista se construyó prácticamente sobre agua de borrajas, pero cobró tal intensidad en imágenes y símbolos (la "fascistización" frecuentemente mimética de varios movimientos de derecha y la respuesta beligerantemente antifascista de las formaciones de izquierda) que no debe ser minusvalorada para entender tanto el triunfo de la derecha a fines de 1933 como la reacción obrera en 1934 y el Frente Popular.

     La actitud conspirativa y paramilitar del sector más radical del nacionalismo catalán (la JEREC) contaba con amplios antecedentes en el catalanismo de izquierda de los años veinte[16]. Nunca fue una opción claramente mayoritaria en el seno de la Esquerra, y su recrudecimiento (con rasgos que algunos autores califican de "fascistizados") sólo puede entenderse en el contexto de furibunda contrarreforma que caracterizó al "bienio negro". El mantenimiento del pacto constitucional que vinculaba a Cataluña con el resto del Estado era cuestionado cuando uno de los signatarios parecía derivar hacia una "república de derechas" que destruiría poco a poco las cotas de autogobierno tan costosamente logradas. La defensa del régimen del Estatuto como "el último poder republicano que resiste en España" fue muy similar a la numantina resistencia mostrada por el gobierno bávaro a su control por Hitler en 1933. Por otra parte, la radicalización de la clase obrera ante el fracaso del reformismo y el cuestionamiento de los logros socioeconómicos obtenidos durante el primer bienio llevaron a un período de verdadera efervescencia violenta entre el invierno y fines del verano de 1934, momento en que, según Salas Larrazábal y Aróstegui[17], tanto derechas como izquierdas se plantearon seriamente la organización de grupos paramilitares. Por lo tanto, la estructuración de las milicias marxistas (comunistas y socialistas) se hizo aproximadamente en la misma época que la de las milicias fascistas o fascistizadas, si exceptuamos la secular tradición insurreccional teórica y práctica que atesoraba el Requeté.

     Los sucesos de octubre no pueden interpretarse sino como una insurrección preventiva contra la entrada de la CEDA en el Gobierno, que era percibida por derechas e izquierdas como la antesala para una toma semilegal del poder político íntegro, tal como había sucedido en Italia, Alemania y Austria. La revolución, con su correlato de víctimas (en Asturias se produjeron oficialmente 1.196 muertos y 2.078 heridos, y entre 10 y 30.000 arrestos, con secuela de torturas, malos tratos y ejecuciones ilegales) y su perdurable eco en el imaginario popular a través de la campaña pro-amnistía, significó un serio aviso para el régimen republicano: las organizaciones proletarias se habían planteado por primera vez "en serio" y en solitario -salvo la especialísima situación catalana- la conquista del poder mediante la lucha armada revolucionaria según la concepción marxista, espoleada como en muchos otros países por el temor, justificado en mayor o menor medida, de la llegada del fascismo al poder. Pero la decisiva lealtad de los cuerpos armados del Estado, la movilización antirrevolucionaria de la derecha en bloque y la cruenta represión posterior confirmaron en muchas mentes la inevitable necesidad de recurrir a la unidad obrera y a la violencia insurreccional con órganos rectores idóneos y medios materiales suficientes para conseguir sus objetivos transformadores y para evitar que en España se produjese la absoluta aniquilación de las organizaciones obreras, como habían hecho otros regímenes autoritarios y fascistas. Aunque en España no se transformó el sistema político en este sentido (pero tras octubre hubo presiones y conciliábulos para ello) y la gestión de los gabinetes cedorradicales pueda ser calificada como contrarreformista antes que contrarrevolucionaria, cabe afirmar que el régimen fracasó en la resolución de la crisis subsiguiente a la revolución. Tras octubre no vino un período de estabilización y reequilibramiento, sino que durante todo 1935 se vivió en una situación de "tregua armada" (veleidades fascistizantes de la CEDA; ensayos de unión contrarrevolucionaria permanente de la derecha a a través del Bloque Nacional; perfeccionamiento de los instrumentos oficiales y extraoficiales de coerción; automarginación de las organizaciones obreras del juego político; formación del Frente Popular, etc.), donde resultaba imposible recomponer un mínimo consenso democrático mientras que ambos sectores políticos polarizados siguieran considerando la República parlamentaria como un medio para sus aspiraciones partidistas y no como un fín en sí misma.

     Desde el punto de vista del orden público y de la violencia política, 1935 fue un año de transición y espera, donde se clarificó el panorama político merced a una creciente polarización ("frontismo" y "bloquismo") y donde los planes insurreccionales de la derecha fueron en principio aplazados y luego retomados ante el inevitable declive del posibilismo cedista. En ese año las eventuales salidas al impasse político eran: 1) la represión indiscriminada del movimiento obrero y la creación de un régimen autoritario similar al austríaco o al húngaro, o una vuelta paulatina a la monarquía como en Grecia; 2) el mantenimiento de una actitud social moderadamente reformista que hubiera recuperado a la izquierda en el sistema político y hecho creíble el ralliement de la derecha con respecto al régimen; alternativa poco factible dado el talante mayoritariamente antirreformista del cedismo y las invencibles suspicacias de las organizaciones obreras; 3) Un adelantamiento de la política "de centro" extraparlamentaria tutelada desde la Presidencia de la República, que no hubiera sino precipitado los acontecimientos de 1936, y 4) una union sacrée de los grupos republicanos burgueses, que hubiera decretado una amnistía y la reintegración de los vencidos de octubre al sistema político. Tarea casi imposible por la falta de voluntad colaboradora de las organizaciones del centro del espectro político: a la izquierda un Azaña dedicado por entero a la "recuperación de la República" del primer bienio, y a la derecha un Lerroux impotente, acosado por su particulares "casos Stavisky" (los affaires del Straperlo y Tayá-Nombela) y escéptico respecto a que la CEDA apoyase o permitiese una salida sociopolítica de carácter netamente progresivo. Quizás esta última alternativa hubiera evitado la polarización vivida durante la primavera de 1936 y la formación del propio Frente Popular. Por el contrario, las fuerzas políticas en el poder optaron por la inoperancia del bienio "estéril" e "imbécil" denunciado por José Antonio Primo de Rivera, mientras que, con el recuerdo de octubre aún fresco en el ánimo de las izquierdas, la virtual desaparición del centro-derecha con la crisis del Partido Radical y la marginación del sector más contemporizador y reformista del cedismo representado por Jiménez Fernández, las fuerzas políticas se concentraron en dos núcleos cada vez más amplios y enfrentados, que consideraban la violencia como un instrumento válido de acción. Sin embargo, ambos campos -y no sin tensiones subversivas cada vez más enfocadas hacia el Ejército- persistieron en la lucha legal a la espera de un refrendo electoral que les permitiera emprender una verdadera reforma de la totalidad del sistema político. En 1935 no se produjo, en fin, el deseado reequilibramiento, sino un descanso en la porfía política violenta, que se sometió al veredicto último de las urnas en febrero de 1936. El fracaso de las salidas posibles a la crisis política es lo que llevaría al golpe militar como última alternativa. El desmoronamiento de la democracia española puede achacarse de este modo a la semilealtad respecto al régimen de unos partidos socialistas y cristianos que en otros países de Europa habían afirmado sin ambages su lealtad al sistema democrático, y a la incapacidad del republicanismo burgués en lograr la institucionalización del régimen captando para su causa a más amplios sectores sociales. Como dice Linz, la quiebra de la democracia republicana pudo deberse menos a tradiciones antidemocráticas típicamente españolas que a una coyuntura histórica determinada de desprestigio del sistema representativo y de existencia de otras alternativas políticas a la crisis. Roto el consenso básico del sistema, la conquista del poder se percibía ya como una cuestión de fuerza, no como el fruto de la leal competencia política. La incapacidad de conseguir estos objetivos por medios "políticos" (incluídos en éstos la violenta interpartidaria) señaló el origen del enfrentamiento armado a gran escala.

     3) Período febrero-julio 1936.- Las elecciones de febrero confirmaron la polarización de la vida política republicana, en un proceso que ya resultaba evidente desde 1934. La victoria del Frente Popular creó expectativas que eran percibidas como una amenaza concreta y tangible por la derecha, y como una vuelta al insuficiente reformismo del primer bienio por cierta izquierda. El nuevo equipo gobernante hubo de soportar de nuevo las tensiones entre las transformaciones cautas y la impaciencia revolucionaria que llevó a la fragmentación múltiple del PSOE y a su virtual anulación como fuerza política. Mientras tanto, los sindicatos UGT y CNT y las juventudes socialistas y comunistas lograban un acuerdo de unidad de acción antifascista. Si bien es cierto que en algunos sectores obreros se manifestaban claras actitudes de superación de la legalidad que el Gobierno hubo de aceptar (liberación espontánea de presos, ocupación masiva de tierras, readmisión forzosa de los despedidos en octubre, etc.), existen indicios más que suficientes para asegurar que el conjunto de las organizaciones obreras habían decidido otorgar un apoyo coyuntural a la República mientras que ésta estuviese sometida a la amenaza fascista y transigiese con un "minimum" de reformas. Para este cometido exclusivamente defensivo se reemprendió el desarrollo de las milicias de izquierda, que se manifestaron con toda libertad por las calles de Madrid el 1º de mayo, aunque su estructura y su preparación seguirían siendo muy deficientes dos meses y medio después.

     En el otro campo, la derecha alcanzó su momento culminante de radicalización antirrepublicana, y optó por el refugio en actitudes violentas de carácter defensivo y provocativo que tuvieron como correlato natural acciones similares de carácter antifascista protagonizadas las formaciones integradas en el Frente Popular[18]. Uno de lo grupos que más había contribuido a la crispación del ambiente político en años anteriores -la JAP- se diluyó en la extrema derecha y el fascismo al comprobar el alejamiento de posibilidades para la conquista del poder. Falange, tras ser ilegalizada a mediados de marzo por los reiterados actos terroristas de su "primera línea", se despeñó por la vertiente conspiratoria y pistoleril. Pero la "fascistización" (entendida como reacción violentamente contrarrevolucionaria) no permitió a la derecha organizar una movilización popular o un instrumento paramilitar propio que permitieran la recuperación del poder por sus propias fuerzas, sino que la obligó a echarse en brazos de una intervención militar como exponente del último acto de su fracaso en estructurar una alternativa de masas que, instrumentalizando la violencia política, hubiera sido capaz de decidir a su favor el intenso conflicto de dominación abierto con la República.

     El proceso de radicalización violenta de la derecha y la izquierda resultaba ya irreversible, a pesar de los tardíos intentos de reconducción institucional del conflicto, como los llamamientos a una "dictadura republicana" en junio de 1936 y los ensayos de convergencia centrista (conversaciones de Prieto con Larraz e intento de un gobierno de amplia coalición). Cualquier hecho coactivo o delictivo, por mínimo que fuera, era magnificado y politizado por ambos bandos. Todo ello produjo un generalizado estado de miedo y ansiedad que aceleró la espiral de represalias y contrarrepresalias, en medio de contínuos llamamientos a la resolución de los problemas por la fuerza. El impacto psicológico acumulativo de estos desórdenes, la proclamada beligerancia del Gobierno contra el fascismo y las manifestaciones de unos líderes políticos que no diferenciaban formas legítimas e ilegítimas de expresión de reivindicaciones, contribuyeron a despertar el miedo en las clases sociales poseedoras y la prevención en una izquierda que ya veía a la CEDA, Falange, Renovación Española, y Requetés como unidades especializadas de un mismo ejército contrarrevolucionario[19]. El temor a la guerra civil provocó la violencia preventiva de unos y la repuesta defensiva de otros, en una espiral que condujo en definitiva a ese fin no deseado. Tanto la derecha como cierta izquierda comprendieron que era imposible la destrucción de la democracia parlamentaria mediante la movilización legal de las masas o la exclusiva acción subversiva de sus milicias y grupos pistoleriles. No quedaba mas que el Ejército para decidir en este "empate de incapacidades" insurreccionales. En consecuencia, las organizaciones de derecha renunciaron a su particular "división del trabajo contrarrevolucionario" y establecieron -no sin esfuerzo- un pacto tácito de oposición frontal al régimen que al poco tiempo se materializaba en una conspiración de viejo estilo tutelada y dirigida por parte de las Fuerzas Armadas.

     Tras octubre de 1934, las Fuerzas Armadas habían revalorizado lo suficiente su papel político y legitimado su intervención en crisis de Estado como para recibir propuestas de golpe por parte de Gil Robles y Calvo Sotelo a fines de 1935, aunque entonces no hubo acuerdo porque los políticos no estaban dispuestos a asumir desde un principio la responsabilidad de un movimiento y porque el Ejército seguía dividido y en posición mayoritariamente "attentista". Tras el intento de "golpe blando" de Franco ante Portela Valladares en la madrugada del 17 de febrero de 1936, durante la primavera el Ejército abandonó sus escúpulos legalistas. Después de conciliar los proyectos de la UME con los de la junta de generales, las Fuerzas Armadas impulsaron no sólo su propio proyecto insurreccional, sino toda una alternativa contrarrevolucionaria independiente, basada en un confuso pero largamente gestado plan de ordenación autoritaria de la sociedad. Pero al transformarse en un actor más del juego político (lo que le enajenó todo tipo de simpatías de la izquierda, que le veía como un poder sectario), el Ejército exigió que todos los demás proyectos insurreccionales de la derecha se subordinaran a su estrategia y futuro diseño de Estado. Condición que, a pesar de la crisis de representación de determinados partidos, no se obtuvo sin dificultades. mientras que la violencia política, inducida por el recrudecimiento del conflicto social o provocada para crear el ambiente propicio a una "intervención salvadora" de las Fuerzas Armadas, alcanzaba cotas cuantitatiuva y cualitativamente muy elevadas. El sinuoso plan insurreccional castrense pasó por el aplazamiento a mediados de abril de un intento de golpe encabezado por el general Rodríguez del Barrio y la organización desde fines de mayo de la conjura definitiva bajo la supervisión "técnica" del general Mola. Gracias a su concienzuda dirección del complot, la corporación militar aglutinó en su seno las diferentes vías conspirativas y proyectos insurreccionales civiles, que hubieron de plegarse a un plan subversivo y de reorganización del Estado formulado bajo parámetros casi exclusivamente castrenses que, en principio, no iban mucho más allá de la proclamación de una dictadura militar en un régimen temporal de excepción[20]. Comenzada la rebeldía por parte del Ejército, no quedaba sino que los dos bandos reorientaran sus proyectos políticos y apoyaran masivamente esta actitud violenta, transformando lo que se pretendía fuera un "cuartelazo" o un movimiento militar rápido en una guerra donde la movilización social jugaría un papel decisivo. Linz diferencia entre crisis de la democracia (fenómeno más complejo, causado por el ascenso del fascismo o el comunismo como alternativas de masas) y quiebra de un proceso de democratización, menos violento y menos represivo, precipitado por un golpe militar. La confusión entre uno y otro término fue el craso error de los militares y de los dirigentes derechistas conjurados: creyeron solucionar el problema con un simple pronunciamiento, y se encontraron ante la firme resistencia de importantes organizaciones sociales y políticas comprometidas en mayor o menor medida en la preservación de una democracia débil y contestada, pero considerada por grandes masas de población como el mal menor frente a la amenaza de una segunda dictadura. Los erróneos cálculos respecto al potencial subversivo de las Fuerzas Armadas y la capacidad de respuesta del bloque revolucionario-reformista desembocarían a fin de cuentas en el fracaso del golpe y en el inicio de la guerra civil.
 
     4. Recapitulación final: el fracaso de la violencia política en el naufragio de la República

     Para Linz, la entera historia de la República puede ser considerada como un declive ininterrumpido, reflejo del crecimiento del número y la fuerzas de las oposiciones leales y semileales, prontas a colaborar con fuerzas desleales antes que a hacer frente común en un esfuerzo de estabilizar el régimen21. La creciente disminución de la base de apoyo del régimen comenzó ya con la ruptura de la coalición antimonárquica tras el triunfo electoral del 12 de abril de 1931. La discusión del texto Constitucional impulsó a los márgenes del sistema a toda la derecha no republicana, mientras que los partidos nacionalistas siempre oscilaron entre la semilealtad (PNV) y la lealtad condicionada (ERC). El gabinete social-azañista pudo haber operado cambios radicales y destruído las bases de fuerza de la oposición, pero las reformas simbólicas (estatuto catalán, cuestión religiosa) agudizaron la tensión sin conseguir llevar a buen término reformas estructurales de orden socioeconómico. Más adelante se produjeron dos hechos clave que enajenaron a la República el vital apoyo de las masas: la desconexión paulatina del PSOE respecto a los principios constitutivos del régimen (desde 1933) y el paso de la semilealtad a la deslealtad de la CEDA en la primavera de 1936. En ese momento, la legitimidad de la República reposaba en una inestable coalición entre la izquierda burguesa (única superviviente de la paulatina laminación de los partidos republicanos de clase media) y un movimiento obrero cuya lealtad quedaba condicionada al compromiso gubernamental de profundas reformas sociales, políticas y económicas.

     La República sólo suponía un valor absoluto para los minoritarios partidos republicanos burgueses, que precisamente por ello no crearon milicias ni se mostraron partidarios de su formación por parte de otros partidos, ni siquiera bajo la evocadora denominación de "milicia nacional republicana". Su creencia -que luego se reveló errónea- era que la potenciación de los aparatos coercitivos del Estado y su adaptación a la nueva situación política iban a resultar suficientes para la defensa del régimen y poner coto a una situación de creciente violencia. En contrapartida, la legalidad republicana valía muy poco para ciertos partidos y facciones que no dudaron en pregonar la lucha contra el adversario, no solo en las urnas, sino sobre todo en la calle. Mientras tanto, la violencia era aceptada por amplias capas de la opinión pública española como un arma política más. En determinados ámbitos partidistas se desarrolló y alentó desde las alturas una verdadera subcultura de la fuerza bruta y de la acción expeditiva contra el adversario que suplía en forma de mentalidad específica la falta de una doctrina, filosofía o teoría compleja de acción política. Los llamamientos a ese respecto fueron simplistas y maniqueos, y la elaboración teórica -más copiada del extranjero que fruto de la propia constatación de la situación española- quedaba en un lugar secundario respecto a las consignas, clichés y prejuicios de cada grupo.

     Ni la reforma, ni la reacción ni la revolución lograron superar a su favor el conflicto de dominación planteado durante el período 1931-36. Ante la enajenación de la lealtad de un sector de los órganos del Estado, el régimen republicano no supo o no pudo articular su estrategia reformista, canalizándola a través de eficaces instrumentos de consenso y una política flexible de orden público que "calmara" el extremismo político suscitado por la radicalización de la derecha y las exigencias sociales de una izquierda obrera en realidad nada dispuesta a una revolución social inmediata a la altura del verano de 1936. Por su parte, ni las corrientes revolucionarias y las contrarrevolucionarias fueron capaces de conseguir una eficaz instrumentalización política de la violencia al servicio de un proyecto revolucionario o frente a él durante el período 1917-1936, por su propia debilidad organizativa y por la carencia de proyectos históricos de clase claros y factibles que pudieran suponer una alternativa al frágil sistema de consenso liberal parlamentario y posibilitaran la implantación de un sistema de dominación estable. Las posibilidades de real subversión violenta del sistema por parte de la derecha y la izquierda no corrieron parejas a su proceso de radicalización. Si en 1931 el dilema se centraba entre reforma entendida como cambio estructural gradual y no revolucionario y reacción entendida como exclusiva vuelta a la situación de hegemonía anterior al 14 de abril, en 1936 y tras sendas intentonas subversivas (bien entendido que de muy diverso carácter y motivaciones) en 1932 y 1934, la disyuntiva ya se centraba en el recurso expeditivo a la revolución entendida como cambio profundo de estructuras y la contrarrevolución según la entendía De Maistre, es decir, como la elaboración de un régimen de autoridad nuevo que imposibilitase toda posible recaída en los "excesos revolucionarios". Fuera o no cierto este dilema según fue percibido y difundido por los líderes políticos del momento, la polarización se hizo evidente a través de la crisis de representación que afectaba a los partidos "moderados" del sistema (el radicalismo, el socialismo y el cedismo, sin contar con el siempre reducido eco social del republicanismo de izquierdas) y la consecuente radicalización de posturas políticas, como el paso de la mayoría contrarrevolucionaria cedista a actitudes de rebeldía activa o pasiva cercanas al fascismo, o la tan mencionada y menos entendida "bolchevización" del partido socialista, que en realidad encubría un apoyo táctico a un régimen demoliberal reformista.

     Al tiempo que se desarrollaba el complejo proceso de polarización que hemos analizado, se percibió la incapacidad de los proyectos de reacción o revolución en volcar a su favor este "equilibrio catastrófico" mediante una acción subversiva de largo alcance. Y lo que resulta más significativo, la revolución y el reformismo quedaron subsumidos en 1936 en una misma alianza coyuntural a través del frentepopulismo, que a pesar de todo tampoco logró el éxito en ese conflicto de dominación. Sin embargo, la radicalización contrarrevolucionaria tampoco permitió a la derecha organizar una movilización de masas o un instrumento paramilitar propio que permitieran la recuperación del poder por sus propias fuerzas, sino que la obligó a echarse en brazos de una intervención militar como exponente del último acto de su fracaso en estructurar una alternativa de masas que, instrumentalizando la violencia política, hubiera sido capaz de decidir a su favor el intenso conflicto de dominación abierto con la República. Este fracaso en la radicalización violenta de la derecha dejó el camino abierto a otra modalidad de resolución del conflicto: el golpe militar clásico y tras su fracaso por la briosa respuesta de las organizaciones obreras, una cruel guerra civil, que no fue el "efecto" de una era de violencia, sino la consecuencia de una situación de conflictividad imposible de canalizar y que liberó la violencia de forma brusca e incontrolada por canales extrainstitucionales.

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21.- LINZ, Juan J., o. c., 382.