HISPANIA NOVA                 NÚMERO 1 (1998-2000)

     SAGRARIO ARNAUT BRAVO, sanaut@unavarra.es, Universidad Pública de Navarra.
     Memorias de una guerra: el marqués de La Habana en Cuba (1874-1875)

Resumen: A través del acercamiento a la visión que recoge uno de los protagonistas de los acontecimientos de la Guerra de los Diez Años, se nos introduce en el papel que jugaron los capitanes generales de Cuba en el desarrollo de los acontecimientos políticos, económicos y militares; en las deficiencias militares de ambos bandos; en el juego de intereses personales; en el desconocimiento de la realidad cubana por parte de España, etc. La óptica personal del Marqués de La Habana sobre todos esos puntos es un eslabón más de una cadena en la que resulta especialmente difícil engarzar las múltiples visiones que sobre el problema cubano se fueron desarrollando a lo largo del siglo XIX. Con un discurso y un trasfondo marcado por su preparación militar, intentará dar respuestas justificadas a su labor como Capitán General y Gobernador de la Isla en el período de abril de 1874 a marzo de 1875, contraponiendo sus explicaciones a las dadas por la prensa española de la época.
Palabras claves: Guerra de Cuba, Marqués de la Habana, Memorias militares.

Abstract: By considering the insights into events that one of the protagonists in the Ten Years War presents we see the role that the Captains General of Cuba played in the unfolding of political, economic and military developments, in the military insufficiencies of both sides in the war, in the interplay of personal interests, and in Spain's unfamiliarity with Cuban reality, etc.. The personal views of the Marquis de la Habana regarding all of these points are just one of many visions of the Cuban problem elaborated throughout the XIXth century; multiple links in a chain that are extraordinarily difficult to connect. In a manner and discourse marked by his military background, he attempts to justify his work as Captain General and Governor of the island in the period from April 1874 to March 1875, and in doing so he contrasts his views with those of the Spanish press of the period.
Key Words: War in Cuba, Marquis de la Habana, Military memoirs

Introducción

        En las páginas siguientes se analizará la visión personal del Marqués de La Habana sobre una guerra que comenzó en el mes de octubre de 1868 como un movimiento insurreccional más, y acabó con la Paz de Zanjón de 1878, poniendo de manifiesto que el problema cubano seguía pendiente de una resolución política.

        Coincidiendo con el inicio de esta guerra se sucedieron el "Grito de Lares" (23 de septiembre) en Puerto Rico y "La Gloriosa" (30 de septiembre) en España. Estas dos rebeliones, junto con la cubana, dieron paso a un período en la historia de España cargado de confusión, contradicciones, guerras dentro y fuera de las fronteras peninsulares y luchas por el poder. Se planteaba, especialmente para la oligarquía peninsular, la necesidad de actuar en dos frentes concretos: acabar con la insurrección en Cuba y derrotar la revolución en España para instaurar de nuevo la monarquía.

        Sobre este contexto y a lo largo de esos diez años de guerra se fue afianzando en la propia Cuba la idea separatista, frente a las propuestas de los mismos criollos de anexión a los E.E.U.U. o bien la de autonomía manteniendo estrechos vínculos con España. Entre tanto, en la península, no se llegó a consolidar una propuesta reformista que apostara por una transición pacífica de la colonia hacia el autogobierno. El Marqués de La Habana, ante tales opciones, se presenta como el fiel ejecutor de las órdenes emanadas de los gobiernos españoles que se habían decantado por impedir cualquier variación sustancial del status de Cuba.

        A partir de la restauración de la monarquía española en la figura de Alfonso XII, la situación en España y en Cuba se fue normalizando, si bien dicho cambio parece que estuvo más relacionado con la comprensión de que se había llegado a un punto en el que aquella lucha no era otra cosa que una "lucha entre dos impotencias: la cubana por vencer a España y la española por derrotar a Cuba"[1]

        "Las antiguas leyes de Indias mandaban á los vireyes y capitanes generales que al cesar en sus cargos diesen á sus sucesores una "Memoria" de sus actos políticos y administrativos y del estado en que dejaban el país que habian gobernado (....). Aquellas "Memorias" quedaban archivadas (...). Pero cuando la libertad es la base de nuestras actuales instituciones; cuando la publicidad, así en las Cortes como en la prensa, es su natural y primera consecuencia, no se concibe el funesto error de echar un velo sobre las cuestiones que más pueden afectar los altos intereses de la patria"[2]. Con esta convicción, el marqués de La Habana concluye sus memorias sobre la situación de Cuba durante su tercer mandato como Capitán General de la Isla. En este párrafo deja entrever dos cuestiones fundamentales para el desenvolvimiento del propio imperio español: las atribuciones de los capitanes generales dentro del imperio, y la libertad de expresión como instrumento de crítica y de formación o deformación de la opinión pública española sobre este tema. Desde su punto de vista el juego de intereses político-económicos que se moverán tanto desde Cuba como desde España terminará por convertir a la prensa y a la oficialidad del ejército en dos instrumentos, quizá los más visibles, de la lucha por el poder político.

        Así pues, militares y corresponsales de guerra intentaron hacer valer su particular forma de ver la guerra cubana, las razones de su origen y de las derrotas del ejército español, y de las posibles salidas al conflicto. Por su parte, los gobiernos que se fueron sucediendo en estos años, desde la lejanía física y emocional, dieron muestras de su desinterés, incomprensión e incapacidad para dar respuestas a las demandas cubanas. Para encubrir tales deficiencias la opción seguida fue, a juicio del marqués de La Habana, la de dejar hacer.

        Como era de esperar, esa falta de autoridad favoreció el ascenso del partido español en detrimento de los responsables militares en la Isla. Para Gutierrez de la Concha esa sumisión a los intereses económicos de la oligarquía caribeña había conducido al estado en el que se encontraba Cuba en 1874. Su reflexión, por tanto, se encamina a justificar la independencia y el aumento de la autoridad del Capitán General de Cuba frente a los intereses partidistas. Sin embargo, la realidad en la propia metrópoli tendía hacia la pérdida progresiva del prestigio militar y la necesidad de limitar la fuerte presencia del ejército en la vida política del país, en especial desde la I República.

        A partir de este esquema mental de Gutierrez de la Concha y de la compleja situación política y social de España, este capitán general recupera la práctica histórica de las "Memorias" o informes. Por medio de ellas, intentará restablecer un diálogo más directo con los responsables máximos del poder político e indirectamente con el resto de la nación. Este tipo de informes son una buena demostración partidista de la valía personal, militar y política de ciertos altos mandos, que de esta forma intentan justificar sus cargos y la necesidad que el propio Estado tiene de ellos para su sostenimiento.

        Sobre esta tradición subyacente, el marqués de La Habana interpreta su nombramiento por tercera vez como capitán general de Cuba como una compensación a su buena gestión allí donde se la ha encomendado una misisón y como la valoración oficial y pública a sus numerosas cualidades. Siendo así su apreciación de los hechos no va a escatimar en autoelogios de los que hace partícipes a otros oficiales destinados en Cuba como los brigadieres Pedro Zea, Valera, Ezponda y Sabas Marín[3]. La confirmación por parte de estos militares de todo cuanto dice de su persona le llevan a afirmar con rotundidad: "Siempre la verdad ha guiado mi pluma en la exposición de los hechos y he procurado que un espíritu de completa imparcialidad me haya llevado en mis apreciaciones sobre cuestiones de un interés nacional, y que debo esperar que así sean apreciadas, independientemente de todo espíritu político"[4].

        Si bien es cierto que su descripción de las campañas militares que se suceden entre 1870 y marzo de 1875 se ajusta a las recogidas en la historiografía actual sobre ellas, también lo es su insistencia en dejar claras sus cualidades personales. Como militar se define como buen estratega y observador, recto, patriota, decidido y con autoridad. Como civil, reúne las cualidades de la tolerancia, la predisposición a la negociación y al trabajo en equipo, y el respeto a unos principios y valores fundamentales como el de la honestidad. En síntesis, era un buen gestor en las facetas militar, económica y política. Todo ello no estaba reñido con su ambición por aumentar su poder y por permanecer al margen de las decisiones del gobierno peninsular de turno, y con sus problemas para entender las demandas de los insurrectos cubanos. No oculta, totalmente, estas limitaciones, por cuanto pueden hacerse extensibles a otros muchos militares y civiles españoles, y por la plena convicción de que Cuba era clave para España desde todos los puntos de vista: "por la riqueza que encierra, por el comercio que sostiene dando vida á una marina no militar que desapareceria con la independencia de tan floreciente emporio, por la suma de capitales que no cesa de enviar á nuestros pueblos dando valor á la propiedad y fomentando en ellos la industria y la agricultura, y por otras y otras ventajas que proporciona á la metropoli"[5].

        Militar por encima de todo, responde a las órdenes emanadas por el gobierno correspondiente. Se mantuvo, no obstante, muy reacio todavía a defender la opción reformista que apostaba por una transición pacífica hacia el autogobierno cubano. Dentro de este marco general intentará imprimir a su gobierno en la isla caribeña su sello personal, que fue discutido, especialmente, por no ser un total reflejo de un patriotismo que comenzaba a quedarse trasnochado.

La figura del capitán general de Cuba y el marqués de La Habana

        Conviene partir de la situación peculiar y de las connotaciones que rodeaban el cargo de Capitán General en Cuba para comprender las decisiones y las críticas que recoge Gutierrez de la Concha en su Memoria. Alejado de los gobiernos españoles, con autoridad sobre los asuntos militares, económicos y de organización política, y con una educación castrense, el comportamiento de los capitanes generales se fue asemejando, desde el reinado de Fernando VII, al de los antiguos virreyes. A ese proverbial aumento de su autoridad contribuyó el desconocimiento de la realidad cubana y el desinterés por las cuestiones internas de la Isla por parte del gobierno metropolitano. De su actuación dependerían, en gran medida, las relaciones coloniales y la defensa de los intereses de unos grupos u otros de la élite antillana. Ello va a propiciar que no siempre coincidan los objetivos de los gobiernos metropolitanos con los de las élites cubanas y/o españolas con intereses en el Caribe, y con los de los propios capitanes generales. Estas contradicciones venían dadas por la propia inestabilidad política de España, por los intereses particulares creados en torno a la riqueza azucarera y por no contar, el ya mermado imperio español, con otra "joya".

        Por su parte, el puesto de capitán general de Cuba significaba para la elite militar española una palanca de acceso al poder en sus carreras políticas y militares, y un medio idóneo para incremantar sus patrimonios[6]. De esta forma se van aproximando a lo largo del siglo XIX los intereses de los grupos de poder económico cubano y los castrenses. Esta confluencia de intereses quedó más o menos oculta bajo el manto de un patriotismo que canalizaba todas sus actuaciones en función de la defensa de la unidad del territorio nacional[7]. En suma, entre 1869 y 1875 la oligarquía peninsular de Cuba pone y quita capitanes generales, les modifica su residencia, desobecede leyes y presiona para establecer otras, y mantiene un sistema de financiación de la guerra tremendamente lucrativo para ella, en tanto que los capitanes generales satisfacen las demandas de dicha oligarquía o intentan ejercer alguna influencia sobre ella.

        Como cabía esperar, el marqués de La Habana era plenamente consciente de la autoridad civil y militar que en él se concentraba y el control fáctico del propio cargo sobre la situación política, el sistema productivo y social y sobre los excedentes económicos que se enviaban a España. Igualmente, era consciente del enorme poder político de la oligarquía peninsular en Cuba y de las rivalidades internas de la propia élite antillana, dividida entre la opción independentista y la propeninsular, organizada esta última en torno al partido español en Cuba y al Casino de La Habana. Estas rivalidades, fruto de la progresiva radicalización política cubana, condujeron a situaciones comprometidas dentro del devenir bélico, ya que no siempre el grupo proespañolista sirvió a los intereses de España y de su representante, el capitán general, sino a intereses particulares y económicos. Su poder en todos los ámbitos adquirió tal envergadura que durante la Guerra de los Diez años podemos hablar de tres centros de decisión: el independentista, localizado en la zona oriental de la Isla, el español o del capitán general y el del partido españolista.

        Sobre este contexto político el marqués de La Habana proponía como la única solución viable para armonizar tantos intereses contrapuestos el empleo de "una gran fuerza de autoridad ante los elementos perturbadores"[8]. Autoridad del capitán general Gutierrez de la Concha que debía dirigirse hacia tres frentes fundamentalmente: el control de los españolistas, el acercamiento a los insurrectos por vías no militares y la regulación de la situación de desorden económico y social. Cualquiera de estas actuaciones requería de un amplio margen de libertad a la hora de tomar decisiones y un conocimiento preciso de la peculiar realidad política y militar cubana. Nada más llegar a Cuba en abril de 1874, estaba plenamente convencido de que su experiencia en el mismo cargo en los años cincuenta era la mejor garantía para alcanzar el éxito en los tres frentes marcados.

        Ya en sus memorias de 1852, Gutierrez de la Concha hacía referencia a uno de los problemas más graves para la estabilidad socio-política de la isla de Cuba: la formación del partido españolista, con unos intereses no siempre coincidentes con los de la metrópoli. La desconfianza que siente hacia este grupo de poder la resume en los siguientes términos: "Todas las consideraciones que merece hasta la exageración del sentimiento nacional en los buenos españoles, deben desaparecer tratándose de los que pretenden especular en provecho propio con ese sentimiento, pues tanto ó más daño hacen á España éstos y los malos funcionarios públicos, que los que abiertamente conspiran contra el Gobierno, porque contra estos últimos están las leyes y la fuerza, que no siempre pueden aplicarse á los que de aquel modo disfrazan sus malas pasiones. Error grave, por tanto, seria en el que gobernase en Cuba el no apelar en casos dados y en circunstancias difíciles á las facultades extraordinarias de que el gobernador capitan general está y deberá estar siempre revestido"[9].

        Este tipo de comentarios es evidente que le habían granjeado numerosos enemigos dentro de la Isla antes de acceder a su puesto en abril de 1874. Su análisis de la situación en esa fecha no difería del de mediados del siglo, sin embargo no estaba tan seguro de encontrar la manera de restablecer la armonía entre esta minoría poderosa de los propeninsulares y el poder del capitán general. La propia inestabilidad política española no le ayudaba en este propósito, de modo que recurrió, según nuestro parecer, a una estrategia indirecta de acercamiento: los éxitos militares con el Cuerpo de Voluntarios[10].

        Para el marqués de La Habana el Cuerpo de Voluntarios eran "la representación viva de aquel partido español"[11], el mejor apoyo a la labor del capitán general, el garante de los éxitos militares y un foco de atracción para jóvenes y población de color que de otra forma se hubieran alistado en el bando de los insurrectos. Su entusiasmo por estos "cuerpos" se fundamentó en las experiencias anteriores[12], de manera que era preciso su reorganización sobre aquellas bases y no sobre las tropelías, abusos y subordinación a ciertos sectores propeninsulares, tal y como sucediera entre 1868 y 1872. La confianza depositada en ellos se traducía en alabanzas como: "teniendo un batallon de voluntarios, nada tenia que temer de las partidas enemigas perseguidas por nuestras tropas"[13].

        Este apoyo y confianza, en ocasiones casi desmedido, hay que entenderlo dentro de un contexto militar especial. Cuando llega Gutierrez de la Concha a Cuba el avance de las tropas insurrectas hacia el Centro y, sobre todo, hacia las Villas parecía difícil de detener por la nuevas tácticas de guerra que estaba empleando el dominicano Máximo Gómez. Las reiteradas peticiones a España del envío urgente de soldados dejaban claro que no era posible contar con el número idóneo de batallones para vencer a los independentistas. Así pues, las operaciones militares de las tropas españolas iban a contar con el respaldo de los cuerpos de voluntarios, mejor adaptados a las condiciones de la isla caribeña y a un tipo peculiar de guerra de guerrilla.

        Los éxitos militares que se fueron cosechando con la labor conjunta del ejército regular y los cuerpos de Voluntarios frente a las tropas de Máximo Gómez, que se batían en retirada de las Villas y el Centro, le hicieron creer que el apoyo de los proespañolistas a su gestión iba a ser unánime. Sin embargo, miembros del Casino de La Habana y el partido español siguieron insistiendo en la necesidad de destituir al marqués de La Habana en favor del retorno del conde de Valmaseda. Es así como el marqués no pudo cumplir su deseo de plegar a los españolistas a su autoridad e, indirectamente, a las decisiones del Gobierno español; al contrario, se puso de manifiesto que los acontecimientos y las decisiones tomadas en Cuba por este grupo dominante iban a afectar cada vez con mayor intensidad en la evolución política y económica de la metrópoli.

        Paralelamente, Gutierrez de la Concha se propuso un acercamiento a los insurrectos (su segundo frente) a través de medios o estrategias no militares, ya que tenía muy presente que los líderes del movimiento independentista eran también españoles o descendientes de peninsulares y, por lo tanto, patriotas descontentos. Ese medio de acercamiento podía ser la devolución de los bienes embargados en los años anteriores, porque había "exaltado pasiones, había producido conflictos gravísimos en que se hollaba el principio de autoridad y el respecto á las leyes; escenas lamentables que hacian perder á muchos la esperanza de vivir seguros á la sombra del gobierno español y avivaban el espíritu de insurrección en vez de apaciguarle"[14].

        Con el inicio de la Guerra se procedió al embargo de los bienes (casas, esclavos, ingenios azucareros, cafetales, ganado, etc.) de los ricos criollos que se habían sublevado contra el poder español. Con estos bienes se generó un fabuloso negocio que favoreció de nuevo a una minoría muy implicada en el control de la vida económica de la isla, la corrupción y los fraudes. Es así como, de nuevo, el marqués de La Habana es censurado por esta propuesta por quienes se habían enriquecido de forma tan ilícita y no estaban dispuestos ni a suavizar las penas de prisión y de embargo, ni a proponer un diálogo con los insurrectos y ni mucho menos a devolver las confianzas perdidas en "la lucha de los partidos"[15].

        Este nuevo fracaso de su propuesta de apaciguamiento progresivo y de acercamiento de posiciones entre los bandos enfrentados a través de la intermediación del representante del gobierno español, el capitán general, no impedirá que, cumpliendo con las funciones encomendadas, proceda a estabilizar la situación militar y a controlar el caos financiero y económico en la que se hallaba Cuba[16].

        Cuando se inicia la Guerra de los Diez años, la situación de la Hacienda española y del Tesoro cubano distaba de ser desahogada. La década de los años sesenta esquilmó un Tesoro cubano que anualmente enviaba a la metrópoli importantes sumas de dinero (depresión mundial desde 1866, paralización de negocios, campañas expansionistas en México y Sto. Domingo, etc.). En tales circunstancias, el recurso español dirigido a financiar la guerra fue el de hacer recaer sólo sobre la hacienda cubana la responsabilidad financiera del conflicto militar. Las autoridades cubanas, aconsejadas por los grupos dominantes, decidieron emitir moneda fiduciaria, en vez de actuar sobre el sistema fiscal[17]. La consecuencia inevitable fue una abultada deuda pública, estimada por Gutierrez de la Concha en torno a cuatro millones de pesos en billetes mensuales. Este sistema estaba dando lugar a la incesante depreciación de los billetes emitidos, unas fuertes fluctuaciones del cambio oro-billetes, el progresivo atesoramiento de oro, una gran vulnerabilidad del crédito de la hacienda cubana y una revalorización desmesurada del oro[18].

        Por su parte, este mismo sistema de financiación de la guerra estaba generando pingües beneficios a los grupos financieros y comerciales que controlaban, por aquel entonces, las actividades bancarias y el suministro de bienes y tropas al ejército. Entre tanto, el contingente militar permanecía durante más de seis meses sin percibir sus pagas, con ranchos diarios escasos e inadecuados, con hospitales militares en los que se "carece de lo necesario para la asistencia del soldado, sin enfermeros que quieran asistirlos, puesto que á nadie se le paga"[19]. Como era de esperar de esta situación tan deplorable desde el punto de vista financiero y social, el ejército español distaba mucho de ser poderoso, disciplinado y entusiasta de la causa nacional. Era un cuerpo militar tan maltrecho como lo pudiera estar el de los insurrectos, con el agravante de no estar adaptado a las condiciones climáticas caribeñas. "La guerra misma era en la gran Antilla menos importante que el conflicto dichosamente conjurado (la subida brusca del precio del oro"[20].

        Para reordenar semejante desorden financiero, el marqués de La Habana propuso el aumento de la presión tributaria y la recaudación de los impuestos en oro y no en billetes depreciados. Por iniciativa del intendente Cortés Llanos se planteó la promulgación de un "impuesto del 10 por 100 sobre utilidades para la amortización" de billetes y del "impuesto del 2,5 por 100 al año sobre el capital". El efecto inmediato de semejante medida fue "la baja repentina del precio del oro, que del 196 por 100 bajó al 80, haciéndose operaciones hasta el 62 por 100 cuando aún no estaban en curso de ejecución las medidas tomadas para la amortización de billetes"[21]. Otro bloque de medidas que acompañaría a estas dos importantes decisiones fueron, por un lado, la paralización de la emisión de dinero fiduciario; por otro lado, el establecimiento de una serie de garantías eficaces para reducir la deuda pública, y la nivelación, en la medida de lo posible, de los presupuestos; y, por último, la sustracción de una proporción variable de los sueldos de los militares para sufragar los gastos de guerra.

        La respuesta de los poderosos grupos financieros y comerciales no se hizo esperar y se comenzaron a reunir en Juntas para determinar la política económica y financiera que se debería seguir en contra de la propuesta del capitán general. El entramado de relaciones entre estos grupos y los gobiernos peninsulares se volvió a poner en marcha para justificar la destitución de quien iba en contra de unos intereses particulares que se presentaban como nacionales, ya que la guerra coincidió con la caída del precio del azúcar ante la competencia de la remolacha azucarera europea y la necesidad de modernizar las explotaciones a costa de la desaparición de la mano de obra esclava[22]. Esta realidad no debió ser del todo desconocida por el marqués de La Habana, sin embargo hace recaer en otras razones las reticencias al cumplimiento de tales medidas de urgencia: "Las dificultades que la cobranza de aquellas contribuciones ofreció en un principio, no pasaron de lo que debia esperarse en un país que lleva seis años de querra y que siempre resitió las contribuciones directas; pero (...) cuando en su lugar llegaban las noticias de mi relevo, que desde el mes de Noviembre se repitieron periódicamente sin que nadie las rectificara, y se acentuó la oposicion á que me he referido, se hizo naturalmente ménos eficaz la cobranza de aquellos impuestos. Resuelto, por mi parte, á hacerla efectiva, sin lo cual era imposible cubrir los gastos más apremiantes de la guerra, pedí á los gobernadores y tenientes gobernadores un estado de los cien mayores contribuyentes morosos en el pago de las cuotas que les correspondian, para obligarles á verificarlo desde luégo"[23].

        El enfrentamiento con los propeninsulares fue definitivamente frontal. El marqués de La Habana no había podido plegar a su autoridad política, militar y económica a este grupo, cuya influencia en Cuba y en España creció ante unos gobiernos metropolitanos débiles y acosados por sus propios problemas internos y la guerra carlista. Los días del marqués de La Habana como capitán general de Cuba estaban contados. De la ilusión con que inicia su mandato y de la que hace gala en algunos fragmentos de su Memoria, pasó a tener la sensación de estar abandonado a su suerte por parte de las autoridades españolas, a la desilusión por los obstáculos que los mismos que luchaban contra los insurrectos le fueron levantando y a sentirse fracasado y menospreciado después de haber dado muestras de honradez, clarividencia, patriotismo y tenacidaz.

        Su intento de restaurar la figura del capitán general como centro de todo poder en la Isla había sido infructuoso, tanto los insurrectos como los propeninsulares reclamaban un cambio, más o menos radical, en las relaciones entre Cuba y España. Gutierrez de la Concha no estaba en disposición de dar tal giro, a pesar de las actitudes y comentarios que pudieran hacernos creer que era su intención. Su autoridad siempre permaneció supeditada a las arbitrariedades de los grupos dominantes cubanos y a la inestabilidad política española de aquellos años.

Entre las ambiciones personales y los intereses enfrentados: el marqués de la Habana y el conde de Valmaseda

        Como se ha puesto de manifiesto anteriormente, para la élite financero-comercial de la Isla que componía mayoritariamente el grupo propeninsular, eran enemigos de sus intereses tanto los cubanos insurrectos como todos aquellos capitanes generales de talante reformista, tal y como sucediera con el general Domingo Dulce y con el propio Gutierrez de la Concha.

        A lo largo de su Memoria, el general Gutierrez de la Concha insiste en que fue el descrédito de su persona y la ocultación de sus logros militares y económicos, promovidos por algunos sectores de la prensa que representaban a unos grupos de poder, de los que no habla de forma precisa, los responsables de su destitución en un momento en el que empezaba a encauzar la situación militar en la zona Centro y a superar los problemas financieros que se llevaban arrastrando desde las campañas en México y Sto. Domingo en la década de los sesenta. Sin embargo, la política fiscal que llevó a la práctica perjudicó notablemente a esa élite financiero-comercial que movió todos los hilos del poder para que fuera sustituído por otro militar más afín a sus intereses: el conde de Valmaseda.

        Como era de esperar por el carisma y el poder que alcanzaban dentro de las élites castrenses españolas los oficiales enviados a Cuba a cubrir ese puesto, los capitanes generales mantenían entre sí contenciosos personales que nacían al desempeñar el cargo en la isla caribeña o se habían gestado previamente en la propia península. Un buen ejemplo de la existencia de distintos grupos de poder dentro del propio ejército y de las propias tensiones personales nos lo proporcionan los comentarios de Gutierrez de la Concha sobre el conde de Valmaseda.

        Los recelos, los malentendidos y las descalificaciones debieron ser reiteradas entre él y el conde de Valmaseda. Quizá no sea casual que Gutierrez de la Concha se lamentara del escaso tiempo que había permanecido en ese cargo para dejar notar su impronta en la Guerra y que su figura haya quedado relegada a un segundo plano entre otros responsables militares como Dulce, Lersundi, Martínez de la Rosa y el mismo Valmaseda. El deseo de fama y gloria había quedado truncado para él por intereses partidistas menos preocupados por resolver definitivamente el conflicto militar que por delimitar y extender sus ámbitos de poder dentro y fuera de la Isla.

        A pesar de sus diferencias personales y partidistas, hay que reconocer que los simpatizantes del conde de Valmaseda eran muchos. Su partida en julio de 1872 (anexo I) fue muy sentida por cuanto los españoles residentes, sobre todo en La Habana, eran conocedores de la importancia que tenía la aclimatación y adaptación de los soldados y sus oficales al clima y paisaje de Cuba para lograr éxitos militares. La oficialidad que sucedió a un Valmaseda que había estado casi desde "el grito de Yara" en el frente, no estaba preparada para enfrentarse a un enemigo inferior desde el punto de vida puramente militar, pero conocedor del terreno y adaptado a un ambiente tan demoledor como el cubano. También en la península contaba con influyentes amigos, como el general Martínez Campos, por su vinculación a la causa alfonsina.

        De lo dicho se deduce que la destitución del marqués de La Habana se debió fundamentalmente a intereses políticos, y en un segundo plano a razones ligadas a sus decisiones. El pronunciamiento que llevaría al trono a Alfonso de Borbón estaba previsto para finales de 1874 y para entonces era de vital importancia que el mando de la isla de Cuba estuviera en manos de un incondicional de la "causa" y ese no era otro que el conde de Valmaseda. Desgraciadamente, Gutierrez de la Concha creemos que no comprendió la trama que se urdió en contra suya para favorecer semejante cambio, lo cual demuestra que sus dotes políticas no eran comparables a las económicas y militares que había demostrado en sus tres mandatos como capitán general de Cuba.

        A pesar de lo incomprensible que le parecía su destitución, intentó buscar una explicación razonada para limpiar su honor y justificar su desilusión y amargura. "Cuando por mi historia anterior en el mando de la isla de Cuba, dos veces ejercido en circunstancias bien dificiles y con resultados que las demostraciones más calurosas me hacian creer como no fáciles de borrarse en la memoria de aquellos habitantes; cuando mi comportamiento en esta tercera y última ocasion me deberia infundir la esperanza del mismo respeto y la consideracion misma que en las precedentes, me he visto tambien hecho objeto de recriminaciones y blanco de tiros de que sólo aquella historia y la conciencia de mi conducta reciente pudieran librarme, sirviéndome de escudo robusto é impenetrable. (...) Es verdad que no ha sido esta la primera vez en que me haya visto hecho objeto de censuras y diatribas tan injustas como las de ahora en la prensa periódica. Yo no he pertenecido, realmente, á ninguno de los partidos militantes en la política española"[24].

        Como se deduce del párrafo trascrito de su Memoria, la relación con parte de la prensa no fue siempre cordial, de modo que podía esperar ciertas críticas. La principal razón de esa incomprensión residía en su desinterés por las luchas políticas. Su visión de lo que debía ser y las competencias que correspondían a un militar no pasaba por la vida política, a pesar de la tradición española que situaba a los militares en cargos civiles. Los militares debían ser, desde su punto de vista, meros gestores, bien de asuntos económicos o bien de asuntos políticos, sin entrar nunca en las luchas por el poder. Sólo desde ese posicionamiento se podía conservar la imparcialidad, la honestidad y los valores castrenses.

        Como gestores debía tratarlos la prensa y la opinión pública que formaban, de manera que no le parecía lícito el comportamiento politizado de esa prensa. Su influencia estaba alcanzando tales niveles que podía falsear la realidad, ocultando y sacando a la luz aquellos hechos que más beneficiaran a sus "amigos ó patronos".

        Es difícil encontrar en las páginas de su Memoria una crítica airada o muy directa a la labor de sus predecesores o sucesores en el cargo, por cuanto da muestras de conocer la complejidad de los problemas que se entrecruzan en el desarrollo de la guerra cubana. A quien acusa directamente de glorificar o hundir a un mando militar o a un funcionario es a esa prensa, que llega a "desnaturalizar por completo los hechos"[25], aprovechándose del desconocimiento que sobre la realidad cubana se tiene en España y de los acontecimientos que se suceden en la misma metrópoli; de ahí, la cierta impunidad con que puede moverse esa prensa. "Apasionadas unas y malévolas otras de esas correspondencias, hacen en la Península un efecto tanto más perturbador cuanto ménos conocidos son en ella los sucesos á que se refieren, las causas que han podido producirlos, los medios puestos en accion y las consecuencias á que deben dar lugar"[26].

        La falta de rigor y profesionalidad de que acusa a los corresponsales de guerra se basa en su propia experiencia, ya que esa prensa partidista en ningún momento mantuvo periodistas en su cuartel general y las relaciones que con él mantenían se reducían a tomar y reproducir sus partes oficiales de guerra[27]. La labor de este tipo de prensa que desprestigiaba todo cuanto Gutierrez de la Concha había puesto en marcha, iba a tener como principal beneficiario al conde de Valmaseda.

        El golpe de gracia de Valmaseda contra Gutierrez de la Concha se produjo el mismo mes de marzo de 1875, nada más salir éste de la isla. El nuevo capitán general, el partido español, el Casino de La Habana y la prensa alfonsina estaban dispuestos a hacer valer su posición privilegiada en Cuba para provocar la coincidencia del giro político restaurador de la monarquía en España con nuevos aires más condescendientes con los intereses de los grupos dominantes cubanos, entre los que, no olvidemos, había numerosos militares.

        El marqués de La Habana, durante todo este movimiento de piezas, no vió o no quiso ver más que un plan de ambición personal por parte del conde de Valmaseda, respaldado, eso sí, por unos grupos de poder concretos de la isla caribeña. Estos grupos contra los que va a arremeter en varias ocasiones en su Memoria por ser ambiciosos, corruptos, antiespañolistas, aunque se proclamaran patriotas, estarán bien organizados y darán pie a una literatura que intentaba desmentir las acusaciones contra ellos vertidas por el marqués de La Habana[28]. "Así es como se ha mantenido en el error la opinión pública respecto á las cuestiones de Cuba, y creo que es un deber de patriotismo el presentarlas bajo su verdadero aspecto, siquiera la verdad pueda desvanecer por de pronto esperanzas concebidas ante los grandes sacrificios que se hacen para terminar la funesta guerra que há tantos años aflige á la isla"[29].

        En suma, con la certeza de quien se halla en la verdad, el marqués de la Habana hace un recorrido pormenorizado por la evolución del conflicto militar desde 1870 y hasta 1875, y por las decisiones políticas, económicas y militares que tuvo que adoptar en su brevísimo mando para atajar los graves problemas con los que se encontró a su llegada a la isla de Cuba. Desde esa posición de posesión de la razón, entra a criticar la deficiente gestión que desde España se estaba haciendo de Cuba. Era inadmisible que los funcionarios españoles y los propios capitanes generales allí destinados estuvieran en sus puestos poquísimo tiempo, sin dar oportunidad de adaptarse y conocer la realidad de la hasta entonces "joya de la corona" española. Con ello se lograba desmotivar y, especialmente, favorecer el fraude y la corrupción. Ese mismo desconocimiento y desinterés lo encontraba en las más altas esferas políticas de España. Por lo tanto, los responsables de la situación que se vivía en Cuba eran los gobiernos peninsulares, que hacían oidos sordos a peticiones y sujerencias como las recogidas por el capitán general Gutierrez de la Concha.

        El conflicto militar en sí mismo parece tener fácil solución a sus ojos, a través de una dirección ágil y decidida, el envío de remplazos de soldados en cantidad y en tiempo adecuados, la organización de cuerpos militares compuestos por civiles para completar la labor del ejército regular y el envío de suficientes fondos para pagar a su debido tiempo todos los gastos generados por la guerra. Más complejas eran las medidas que debían adoptarse para apaciguar los ánimos de la población residente en la isla, porque como muy bien dice: "La guerra tiene allí raices muy profundas y no puede, de consiguiente, hallarse su desenlace sometido á transiciones tan fáciles y decisivas"[30].

        Su análisis de la Guerra de los Diez en sus vertientes políticas, económicas y militares es, en efecto, subjetivo desde el momento en que no describe fallo alguno a su labor, centra la mayor parte de su discurso en asuntos propiamente militares y da excesiva importancia a la autoridad del capitán general de Cuba como único "salvador" de la hegemonía española en la isla. Sin embargo, hay que valorar de su análisis el nivel de conocimiento de todo cuanto aconteció en la isla y de la dificultad para encontrar una salida militar al problema cubano. "La pacificación, pues, de la isla requiere mucho tiempo y grandes recursos para sostener el estado de guerra en que ha de continuar; y, para su terminación, importa tanto el acierto en las operaciones militares como la politica que se siga á fin de conseguir que los numerosos habitantes que hoy se hallan esparcidos en los campos de los departamentos en que la guerra se fijará definitivamente y que están á merced de los insurrectos, á quienes tienen que prestar su apoyo, encuentren al abrigo de nuestras tropas la seguridad de sus personas y medios de subsistencia"[31].

Notas

[1] MORENO FRAGINALS, M., Cuba/España, España/Cuba, Madrid, 1995, p. 254.

[2] GUTIERREZ DE LA CONCHA, J., Memoria sobre la guerra de la Isla de Cuba, 1875, p. 164.

[3] Dice el brigadier P. Zea: "Empiezo dando a usted las gracias desde el fondo de mi alma por los oportunos refuerzos que con mano liberal envía á esta division; merced á ese arranque de energía, el general en jefe (marqués de la Habana) ha hecho todo lo que se le podia pedir para asestar al enemigo un durísimo golpe", Ibidem, p. 69.

[4] GUTIERREZ DE LA CONCHA, J., Ibidem, pp. 166-167.

[5] GUTIERREZ DE LA CONCHA, J., Ibidem, pp. VIII.

[6] BAHAMONDE, A., y CAYUELA, J., Hacer las Américas. Las élites coloniales españolas en el s. XIX, 1992, p. 38.

[7] V.V.A.A., Historia de España, 1990, p. 50.

[8] GUTIERREZ DE LA CONCHA, J., Op. cit., p. 107.

[9] GUTIERREZ DE LA CONCHA, J., Ibidem, pp. 108.

[10] Para M. MORENO FRAGINALS en su origen eran batallones y compañías de "voluntarios del comercio" con limitada importancia militar por no ser más que civiles mínimamente armados, organizados y disciplinados. A ellos se fueron uniendo reclutas voluntarios y mercenarios blancos. "En general los voluntarios del comercio sólo en contadas ocasiones fueron al frente de batalla, y su actividad fue fundamentalmente urbana como grupo paramilitar". En 1872 se decidió desarmarlos porque habían llegado a ser demasiado peligrosos para los empresarios y para el propio gobierno español (habían dado el golpe de mano contra el general Dulce en 1869). Op. cit., pp. 236-237.

[11] GUTIERREZ DE LA CONCHA, J., Op. cit., p. 110.

[12] El marqués de La Habana fue capitán general de Cuba entre octubre de 1850 y abril de 1852, entre agosto de 1854 y finales de 1859, y entre abril de 1874 y marzo de 1875.

[13] GUTIERREZ DE LA CONCHA, J., Op. cit., p. 153.

[14] GUTIERREZ DE LA CONCHA, J., Ibidem, pp. 98-99.

[15] GUTIERREZ DE LA CONCHA, J., Ibidem, p. 101.

[16] "Respecto á operaciones militares, carecen completamente de interés las noticias que comunica la prensa de la Isla", Diario de San Sebastián, 23-7-1874, p. 2.

[17] Según J. GUTIERREZ DE LA CONCHA la primera emisión fue en 1869 y por un monto de ocho millones de pesos en billetes (Ibidem, p. 116). Entre 1869 y 1874 se emitieron setenta y dos millones de pesos en billetes.

[18] GUTIERREZ DE LA CONCHA, J., Ibidem, pp. 115-120.

[19] GUTIERREZ DE LA CONCHA, J., Ibidem, p. 122.

[20] Diario de San Sebastián, 7-10-1874, p. 2.

[21] GUTIERREZ DE LA CONCHA, J., Ibidem, pp. 124 y 128.

[22] La mano de obra esclava había absorbido gran parte de los excedentes de capital de los ingenios azucareros.

[23] GUTIERREZ DE LA CONCHA, J., Ibidem, p. 137.

[24] GUTIERREZ DE LA CONCHA, J., Ibidem, pp. XI y XIII-XIV.

[25] GUTIERREZ DE LA CONCHA, J., Ibidem, p. 88.

[26] GUTIERREZ DE LA CONCHA, J., Ibidem, p. VII.

[27] GUTIERREZ DE LA CONCHA, J., Ibidem, pp. 77.

[28] Este es el caso de la obrita de J. L. RIQUELME, J. L., Contestación a la memoria publicada por el Sr. Marqués de La Habana sobre su último mando en Cuba, Madrid, 1876.

[29] GUTIERREZ DE LA CONCHA, J., Op. cit., p. 165.

[30] GUTIERREZ DE LA CONCHA, J., Ibidem, p. X.

[31] GUTIERREZ DE LA CONCHA, J., Ibidem, pp. 158-159.