HISPANIA NOVA                 NÚMERO 1 (1998-2000)

JUANJO ROMERO MARÍN, romerom@trivium.gh.ub.es, Universidad de Barcelona.
     La dramaturgia social. Dios y fuego en la Barcelona del siglo XIX

Resumen: El fenómeno urbano puede ser considerado como el escenario del "drama social". La ciudad como creación colectiva refleja los miedos y sueños de sus habitantes. Sin embargo, no todos los actores sociales tienen la misma capacidad transformadora. Además, el escenario urbano posee diferentes significados para cada uno de estos grupos. El espacio urbano era el "escenario del poder" para las clases medias (burguesía) mientras que para las clases populares era un "espacio ritual". Sobre el espacio urbano las clases populares encontraban su definición como un solo cuerpo, como "nosotros". Barcelona durante el siglo XIX nos muestra un buen ejemplo de "conflicto de escenarios". El modelo urbano de las clases medias era el funcional: la ciudad-máquina. Lugares de trabajo, de residencia, de ocio fueron separados y, por supuesto, la "privacidad" se convirtió en valor primordial. Por el contrario, las clases populares veían el espacio urbano como un espacio ritual. Durante los festivales y la revuelta dicho ritual llegaba a la catarsis. Utilizando la iconografía religiosa, levantando hogueras, recorriendo las mismas calles, cantando, disfrazándose, y satirizando… la gente muestra una manera diferente de ocupar la esfera urbana. En definitiva, la revuelta puede ser considerada como la forma más extrema del drama social, la mejor forma de ritualizar los enormes cambios traídos por la modernización decimonónica.
Palabras claves: Barcelona, XIX, dramaturgia, urbanismo, fiesta, iconografía, movimientos sociales, religión, liberalismo

Abstract: Urban phenomena could be seen as the stage of the "social drama". City, as collective creation, reflects the fears and dreams of its inhabitants. Nevertheless, not all the "social players" have the same transforming power. In addition, urban stage has different meanings for each of these social groups. Urban space was the "stage of power" for middle classes (bourgeoisie) whereas it was the "ritual space" for popular ones. On city space, popular classes find their common definition as one body, as "we". Barcelona during the nineteenth century offers us a complete example of "stage conflict". The pattern of the new middle-class city was the functional one: the machine-city. Places for work, places for live and places for pleasure were split and, of course, "privacy" became the most relevant value. Meanwhile, popular classes saw urban stage as a ritual space. In festivals and in revolt, the ritual arrived to catharsis. Using religious icons, erecting bonfires, running throw the same streets, singing, disguising, and satirising… people show a different way to occupy the urban sphere. At the end, revolt could be considered as the most extreme way of social drama, the best way to ritualise the enormous changes brought by 19th century modernisation.
Key Words: Barcelona, 19th, dramaturgy, urbanism, festival, iconography, social movements, religion, liberalism

La ciudad, tal como la consideraron los liberales en su llegada al poder, fue concebida como un mero recipiente físico en el cual se desarrollaba la actividad de sus habitantes. De aquí que, sus reflexiones y sus actuaciones sobre este entramado se limitasen al campo de la arquitectura o, en los casos más afortunados, al terreno de la urbanística, creando así una aproximación al fenómeno urbano supuestamente «técnica». De escasa consideración gozaron otro tipo de aproximaciones de tono más global. El elemento social, por ejemplo, en las pocas ocasiones en que entró en los planes de los demiurgos urbanos, quedó reducido a meras reflexiones higiénicas. De hecho, este comportamiento respecto a la planificación de la vía publica, abandonándola en las manos de supuestos expertos, respondía a una clara —aunque no siempre explícita— concepción de la res publica. El enfoque que aquí se propone pretende superar la visión física —técnica— y fenomenológica de lo urbano incidiendo en aspectos más simbólicos del entorno topográfico artificial representado por la ciudad y, sobre todo, pretende plantearla como escenario principal del drama social contemporáneo.

Desde esta perspectiva la urbe nos muestra las tensiones, los anhelos, los miedos de esa colectividad, o de los grupos que la componen. Como fenómeno humano la ciudad dramatiza las relaciones sociales que se entablan en el seno de un espacio escénico concreto y mutable. Cambiante ya que como todo artefacto es producto del decurso del tiempo y tanto su forma como su contenido mudan con el paso de la historia. Y también es un espacio concreto, pues lejos de tratarse de una abstracción, el espacio geográfico, por definición, es un espacio real, acotable y físicamente aprehensible. De este modo, si aceptamos que el espacio urbano es el producto de un tiempo y de las fuerzas sociales atrapadas en él, habremos de admitir también que no todos los grupos sociales gozan de la misma capacidad actoral en la creación de ese espacio escénico. Es evidente que no han disfrutado de la misma facultad de modulación de su entorno vital los pobres que los patricios o, la Iglesia que el Estado. En este sentido, por ejemplo, es relativamente sencillo detectar las aspiraciones y concepciones sociales de la aristocracia durante la Edad Moderna o de la burguesía en la Edad Contemporánea, pues han dejado un «rastro físico» (los símbolos) de su mundo ideal en la propia topografía urbana. Mucho más difícil resulta determinar los anhelos o proyectos de los grupos sociales que no pudieron participar en la construcción de su propio escenario de relación geográfico. Los pobres, o los obreros, no dibujaron ni proyectaron jamás el mapa de ciudad que deseaban. Lo que sí sabemos es que la escena urbana no tenía un significado unívoco, una sola lectura: para la triunfante burguesía era su potencial «escenario del poder» mientras que para las clases populares era el «escenario ritual colectivo» en el cual se identificaban como comunidad. En este sentido la Barcelona decimonónica se presentaba como un ejemplo magnífico de esa divergencia de proyectos escenográficos. Por una parte, la ciudad desde la década de 1830 había entrado plenamente en los senderos de la modernización. A diferencia de otras ciudades españolas en la Ciudad Condal coincidieron, desde dicho momento, un proceso acelerado de industrialización y de urbanización junto con el progreso extralocal del Estado-nación. No resulta extraño, pues, que la ciudad sufriese un crecimiento demográfico impresionante y sostenido —de unos 80.000 habitantes en 1814 a unos 260.000 en 1860— no asumido por otras grandes ciudades peninsulares hasta un siglo después. Por otra parte, y como consecuencia de lo anterior, se produjo la temprana aparición de una clase obrera numerosa que desde 1860, más o menos, se convirtió en el grupo hegemónico, substituyendo a los viejos grupos sociales tales como artesanos, sirvientes o comerciantes. En este contexto la burguesía barcelonesa fue la primera en plantearse la «cirugía urbana» como piedra angular sobre la que hacerse con el control de su entorno físico y escenográfico inmediato, colocando de este modo la reforma urbanística en el primer plano de su agenda política.

Sería un error considerar que los proyectos y sueños liberales eran compartidos por todos los ciudadanos. Todo lo contrario. El proyecto liberal de ciudad —como contenido y continente del drama social— tuvo que enfrentarse desde el primer día a una sólida contestación ya que su propuesta no era neutral sino que encerraba, como veremos, una determinada visión del mundo y de su modulación. No obstante, mientras que el ayuntamiento llevó a cabo proyectos, planos y discursos sobre la Gran Barcelona, los colectivos opuestos a la Gran Idea —los que denominaremos «clases populares»— no levantaron un plano topográfico, ni describieron un programa de su ciudad deseada. Ello no quiere decir que no lo tuviesen sino que carecieron de los medios para explicitarlo. Entonces, ¿cómo podemos conocer el ideal de ciudad que proponían estas clases apartadas del poder?. Por negación… no sabemos cuál era la ciudad objeto de sus sueños, pero sí la de sus pesadillas. Aún podemos afinar más en nuestra aproximación. No existen documentos sobre el escenario urbano propuesto por estos grupos populares pero su vida cotidiana y, sobre todo, sus grandes eventos festivos y reivindicativos dejan entrever ideales urbanos tanto de carácter abstracto como concreto. La reiteración de determinados elementos en lo festivo y en lo combativo, o mejor dicho, la continua confusión entre fiesta y protesta permiten descubrir las obsesiones populares en torno a su «Ciudad Soñada».

A partir de aquí, las ideas que continúan se van a desarrollar en dos apartados. Primero recorrer los cambios urbanos traídos por la nueva burguesía, su proyecto de escenario geográfico y, en segundo lugar, las alternativas populares puestas de manifiesto en las distintas manifestaciones públicas urbanas que tuvieron lugar entre 1820 —año del primer gobierno liberal— y 1909 —fin de la hegemonía popular en Barcelona. En este segundo apartado se propondrá, además, una reinterpretación de la protesta popular basada en la concepción de la movilización social como expresión máxima de la dramaturgia social.

1. El Nuevo Escenario Liberal

Desde la Edad Media la ciudad de Barcelona había permanecido encerrada en el reducido espacio de sus murallas medievales. El crecimiento urbano del siglo XVIII no pudo extenderse por sus aledaños pues, tras la Guerra de Sucesión (1700-1714), la ciudad, derrotada y vigilada desde el enorme cuartel anexo de la Ciudadela, quedó bajo supervisión militar, prohibida toda excrecencia más allá de sus muros.

Figura 1. Barcelona a principios del siglo XIX cercada por la muralla y vigilada por el cuartel de la Ciudadela (a la derecha de forma poliédrica).

 

De este modo, el derribo de las murallas se convirtió en tema de lucha diaria para los diferentes consistorios. Derrocada la monarquía absoluta, entre 1833 y 1836, el primer objetivo de los gobiernos liberales municipales fue el acabar con dichos muros y permitir la expansión geográfica de Barcelona. Dicha expansión, tal como la entendían los nuevos patricios, incluía la absorción de los pueblos próximos (Gràcia, St.Andreu, St.Martí, Sants…).  Si los años treinta y cuarenta habían sido los de asentamiento de los liberales en el poder local, los cincuenta fueron los años de las denuncias higienistas sobre la insalubre situación de la ciudad. Fue también durante esos años cuando permitida, por fin, la destrucción de la muralla aparecen los proyectos de reforma urbana, entre los que va a destacar el de Ildefons Cerdà por ser el que finalmente se impuso[1].

La nueva propuesta geográfica mostrada en la figura siguiente se caracterizaba por dos elementos físicos principales: la extensión del territorio urbano hacia el Pla de Barcelona, antigua zona agrícola, absorbiendo así los pueblos cercanos; y la apuesta por una planimetría dominada por la retícula regular. La planificación reticular no era nueva, en aquellas fechas Haussman estaba realizando las mismas propuestas. Si vamos más allá podemos detectar dicho modelo hipodámico en el urbanismo colonial. Curiosamente no fue el proyecto presentado por Cerdà el que atrajo a la burguesía barcelonesa sino el de Rovira i Trías basado en un trazado radial  con epicentro en la plaza Cataluña[2]. Fue el gobierno de la nación el que se decantó por una escenografía reticular en lugar de la radial.

 

Figura 2. El Plan Cerdà. Obsérvese la Vieja Barcelona recluida, junto al mar, en el margen inferior derecho.

 

El plan de Ensanche de la ciudad ideado por Cerdà tenía, no obstante, un elemento de interés que le diferenciaba del resto de planimetrías reticulares proyectadas hasta entonces. Me refiero a los dos grandes ejes viarios que recorren la ciudad en dirección Norte-Sur y Este Oeste, éste último conocido como Diagonal. El objeto de estas dos grandes vías, no era otro que el de dotar de más «velocidad» al tráfico urbano constreñido por la propia retícula. El propio autor reconocía que el objeto de la ciudad industrial no era otro que el movimiento, llevar y traer, importar y exportar y por ello se hace indispensable ir y venir, es decir, moverse en diversos sentidos y direcciónes[3]. El proyecto Ensanche urbano finalizaba con una propuesta de roturación de la ciudad antigua, auténtico obstáculo para ese movimiento. Se trataba de abrir dos grandes vías de acceso entre el nuevo Ensanche y el puerto atravesando la zona más vieja de la urbe, convirtiendo la Rambla en principal arteria de acceso al mar. El Ensanche era, pues, el paso definitivo hacia un nuevo patrón urbano, el de la ciudad-máquina, es decir, la ciudad entendida como una prolongación del fenómeno productivo[4]. La escena urbana  resultante es utilizada, no para relacionar a sus actores sino, para mover mercancías, el propio ciudadano pasa a ser considerado una mercadería en movimiento. Los tráficos son concebidos en función de ecuaciones de coste-beneficio, el espacio se articula funcionalmente, siguiendo los modelos de división «científica» del trabajo. El plan urbano es diseñado como si de una jornada laboral se tratase: lugares de ocio (nacen ahora los bulevares, los jardines y los «tívolis»), lugares de descanso y lugares de trabajo. La nueva ciudad, la reticulada, se reserva para la creciente clase media. Sus paseos son anchos, arbolados y de horizonte limpio. Por el contrario, la ciudad popular, la antigua, queda aislada de la nueva por las Rondas (grandes vías que ocupan el espacio dejado tras la destrucción de las murallas). Una ciudad, dos escenarios. Tal era la propuesta urbana liberal: dual. Frente a una amplia y despejada zona cuadriculada se mantenía la vieja y tupida ciudad popular. El higienista Monlau, en 1856, abundaba en esa propuesta de disociación socio-geográfica cuando afirmaba que había que abrir calles donde las mujeres y las hijas del artesano, que no tienen galas ni joyas que lucir en los paseos ordinarios de las clases acomodadas puedan distraerse un rato[5]. No se trataba, pues, de integrar a todos los ciudadanos sino de organizar un espacio escénico segregado en función de los intereses de uno sólo de sus actores.

La «optimización» del trazado urbano iba mucho más allá. Los reformadores liberales eran conscientes de que de nada serviría la reforma integral del tejido geográfico sino se penetraba de lleno en la vida cotidiana de las clases populares. “Tampoco estrañemos [sic], bajo este punto de vista, los estorbos incomodidades y molestia que los individuos de las familias se causan unos a otros por efecto del reducido espacio en que se ven condenados a funcionar. […] Si a estas pérdidas materiales se agregan los disgustos y disputas que por ese roce violento e inevitable se ocasionan; se comprenderá cuan perjudicial es. […] La sobreposición de viviendas, así como la yuxtaposición sobre un mismo solar y en una misma casa, han venido a destruir por completo todos los conceptos y sentidos, el tranquilo y pacífico aislamiento en que la vivienda debería estar y estuvo en otros tiempos. Esta clase de construcciones, este inconsiderado amontonamiento de viviendas ha sido un gran paso para el comunismo. Las familias no pueden funcionar sin valerse de medios o instrumentos comunes a todos los que forman la pequeña vecindad […] El enemigo más capital que tienen la independencia del individuo y de la familia, son esas ventanas de los patios, por donde viene a sorprendernos y espiarnos, cuando menos lo presumimos, la escudriñadora mirada de la vecindad[6].

El mismo principio de segregación y funcionalidad que se aplicaba a la urbe pretendía ser adaptado al hogar popular. Además, la anterior cita, nos advierte de una consideración más a la hora de entender la nueva ciudad ideal. Me refiero a la privacidad familiar, a los efectos perniciosos de la vida de barrio, que no era otra cosa que el control social ejercido por la comunidad popular. El goce de la privacidad va a convertirse en uno de los objetivos primordiales de las nuevas propuestas urbanas. No es casualidad que en ese mismo momento, de la mano de los movimientos románticos (la primera parte del Fausto de Goethe se publicó en 1808), se esté operando el gran cambio en la dramaturgia occidental: el paso del teatro como ritual de representación colectiva al teatro como expresión del drama psicológico individual. La burguesía estaba construyendo en todos los terrenos posibles el concepto de lo privado como valor máximo de su nueva sociedad, un valor que se enfrentaba con el que había sido propio de la ciudad mediterránea desde tiempos de la BÒ84H: el comunal.

Tal vez, el ejemplo que mejor resume el ideal urbano —en cierto modo utópico— de la burguesía fue su «ciudad de los muertos», el cementerio Nou (luego conocido como Vell), proyectado y levantado en los años de su mayor radicalismo político, durante el Trienio Liberal.

Figura 3. Cementerio «Vell». Plano original. El edificio sufrió muchas modificaciones posteriores no previstas en este plano primigenio.

 

Esta necrópolis no sólo resulta interesante por su trazado, que es lo único que se puede apreciar en la figura 3, sino también por su estética-simbólica. Los elementos arquitectónicos del edificio se construyeron inspirándose en la tradición helénica. La propia entrada al recinto era una copia del frontal de un templo clásico. Un gran tímpano sustentado por cuatro columnas toscanas. El resto de la ornamentación respondía a la misma estética: ménsulas, columnatas, etc… su interior no era más que un peristilo romano. La única excepción la aportaban algunos de los panteones privados realizados al gusto de sus «propietarios». Aún así, la mayor parte de las esculturas responden al estilo clásico en lugar de al cristiano. Lo profano predominaba sobre lo religioso. Esta profusión de imágenes de la Antigüedad y, en particular, la imitación de la arquitectura clásica hay que ponerla en relación con la «escenografía del poder» característica de la nueva clase dominante. O lo que es lo mismo, con la búsqueda de legitimidad a través de una iconografía reconocida por todos como solemne y eterna. No es casualidad, tampoco, que la mayor parte de los edificios levantados en la ciudad durante los años de asentamiento liberal (capitanía general, gobierno civil, las primeras viviendas del Ensanche, e incluso el Liceu) respondan siempre al mismo paradigma clasicista. El nuevo poder buscaba justificarse recurriendo a una imaginería escénica tradicionalmente asociada a lo perenne y solemne, distinta de la religiosa, que le dotase de cierta idea de continuidad e inmutabilidad. En última instancia la dramatización del poder, la erección de esta escenografía, buscaba la creación de consenso basándose en la naturaleza incontingente de su posición preeminente en la sociedad[7].

También resulta clarificador el estudio de la planimetría del conjunto del recinto. El primer elemento que llama la atención es la proporcionalidad y nitidez de los distintos espacios. Un rectángulo central —que por cierto responde a la proporción áurea— coronado por otro rectángulo menor en uno de sus extremos (derecha en la figura 3) y por un semicírculo en el lado contrario. Tres espacios claramente definidos a los que se añade otro menor en uno de sus costados (inferior en la imagen). Cuatro espacios inarticulados —el edificio no está planteado como un recorrido por todos sus espacios—, separados por muros. Y cada uno de los escenarios correspondía directamente a un grupo social distinto. El semicírculo era la fosa común donde eran enterrados los pobres, sin lápidas, sin ningún nombre o señal que les identificase. En el centro del edificio el rectángulo de mayores proporciones estaba constituido por nichos y calles. Cada bloque de nichos (de 4 a 7 pisos) se organizaba de forma reticular con un pequeño, muy pequeño, jardín a sus pies. Se trata de las tumbas destinadas a los grupos intermedios de la cuidad. El diseño en columbarios, unos encima de otros, permitía la estratificación «post mortem» de un grupo sumamente fragmentado en vida. Los mejor establecidos de entre ellos eran enterrados en los pisos más bajos y los menos adinerados en los más altos. En el lado opuesto a la fosa común de los pobres se encontraba la zona de panteones. Aquí el protagonista es el gran jardín que da acceso a los mismos. Las tumbas están adosadas al muro externo del recinto. Para llegar a un panteón debía atravesarse una zona ajardinada. Finalmente, y rompiendo con la simetría de la planta, aparece un pequeño rectángulo lateral dedicado a los extranjeros —los no católicos— en el que eran sepultados desde los cónsules extranjeros hasta los marineros, fuesen protestantes o musulmanes. Lo extranjero, lo extraño, no tenía cabida en lo urbano. No importaba si se trataba de un adinerado «merchant» o de un pobre marinero foráneo, su lugar estaba fuera de la ciudad ideal[8].

Se hace evidente de nuevo la apuesta por la segregación y por la «racionalidad» en el diseño espacial. Los ricos a un lado, los pobres en el lado opuesto y las clases medias en el centro. Hasta la idea de movimiento urbano aparece reflejada en el plano del recinto sagrado. Calles rectas y anchas definiendo movimientos unívocos. Sin embargo, la mayor diferencia reside en la aplicación de modelos escénicos al ideario de lo privado. Lo que distingue las distintas áreas del cementerio es el acceso a la privacidad, al recogimiento ante los seres queridos desaparecidos, otorgado a cada uno de los colectivos urbanos. Los pobres, los que yacen en la fosa común, constituyen la categoría de los desconocidos —aunque insertos en la urbe. Pocos podrán visitarlos individualmente pues ni tan siquiera su nombre consta en lugar alguno. Están en una fosa común compartida con otros, su privacidad no existe, forman parte de un colectivo en la vida y en la muerte. Las clases medias, por el contrario, tienen nombre, cada uno posee su nicho. A pesar de ello, han de compartir el espacio con «otros» de su misma clase y en la misma «calle». Los visitantes no gozan del recogimiento privado absoluto ante sus desaparecidos sino que lo comparten con otros de posición semejante a la suya. Finalmente, en la zona de panteones y mausoleos, donde «residen» los burgueses, grandes jardines y un muro les separan del resto de «habitantes» de la necrópolis. Los familiares accedían a la tumba familiar tras cruzar un gran jardín que les apartaba tanto de la zona de columbarios como de los otros panteones. El burgués podía gozar, pues, de la privacidad en la muerte, sus familiares de visita no tenían por qué compartir el espacio del dolor con otros, su drama era individual no colectivo. La privacidad, en el área de mausoleos es total, y nos recuerda la diferente concepción ritual de la muerte entre las clases burguesas y populares. Los patricios urbanos despedían a los suyos buscando el recogimiento, haciendo del dolor algo íntimo, muy lejos de los modos estridentes que acompañaban a la muerte entre las clases bajas urbanas. Por tanto, no basta con reducir el nuevo modelo de ciudad traído por los liberales al de mera ciudad-máquina-función, sino que hay que observar también, que la urbe era concebida por sus nuevos rectores  como un «escenario de poder» recorrido por actores aislados.

La topografía y la escenografía del nuevo Ensanche diseñado por Cerdà respondían a los mismos principios. Segregación, velocidad de movimientos, monumentalismo y privacidad. No nació, pues, como una respuesta técnica al enorme crecimiento demográfico de la ciudad sino como un nuevo espacio de poder al gusto de su grupo dirigente con el que, además, se retiraban de la vieja e ingobernable Barcelona. Los recién llegados, los trabajadores atraídos por las modernas fábricas, habrían de alojarse en la vieja y apretada Barcelona o en los pueblos colindantes. Esta nueva Ciudad Condal se reconocería muy pronto por sus grandes bulevares (entre los que destacan el paseo de Gràcia y al Rambla de Cataluña), por sus jardines —el primero de ellos sito en el paseo de Gràcia llevaba el rimbombante nombre de Jardines Elíseos—, sus «tívolis» (un nuevo concepto de diversión) y sus cafés —nunca tabernas. Estas nuevas avenidas no eran calles a la usanza de la antigua ciudad, su objeto no era el encuentro, ni el asentamiento de bulliciosos talleres artesanos, ni la sociabilidad entre los ciudadanos, sino el  paseo, la exhibición escénica del poder —económico o político— como Monlau nos recordaba unas líneas más arriba[9]. Otro tanto se puede decir de las casas diseñadas para esta nueva urbe. Edificios sin terrados, evitando la vía pública, edificios señoriales, edificios ostentosos inspirados en las formas clásicas. El centro de estos nuevos pisos ya no es la calle sino su patio interior (en principio un paseo interior), un atrio que apartaba a sus residentes de la estridencia externa. La burguesía conseguía así apartarse de la vieja ciudad encerrándose en suntuosos refugios que les evitaban la visión de la populosa y ruidosa ciudad popular.

2. La Escenografía Popular

Frente a los cambios propuestos para la nueva ciudad, la vieja Barcelona continuaba moviéndose en sus espacios tradicionales. Un espacio que el patriciado de la ciudad abandonaba paulatinamente. Ello no significaba, no obstante, su olvido. Dentro del casco antiguo se iba a intentar una «cura ortopédica», en palabras de Monlau, cuyo objeto último era hacer gobernable la urbe. Un siglo después, poco después del estallido social de la Semana Trágica, el que había sido el gobernador describía claramente esa sensación de ingobernabilidad. “En Barcelona, la revolución no se prepara por la sencilla razón de que está preparada siempre, asoma a la calle todos los días; si no hay ambiente retrocede; si hay ambiente cuaja[10].

El intento liberal de imponer el orden en lo geográfico se iba a basar en dos pilares. La introducción de nuevas instituciones de poder en el corazón de la vieja ciudad y, por otro lado, la apertura de grandes vías que atravesasen el caso antiguo acabando con su estructura laberíntica permitiendo, de paso, el acceso de tropas y de artillería a sus lugares más escondidos. Ya a inicios del siglo XIX la construcción de la calle Princesa y Fernando VII había puesto en comunicación directa, a través de una vía amplia, el cuartel de la Ciudadela con la plaza en la que se encontraban la diputación y el ayuntamiento. Luego se urbanizaría la plaza Real y su entorno siguiendo la misma pauta reticular. Sin embargo, este proceso de apertura de vías se vio paralizado, por diversas razones (entre otras el esfuerzo inversor y constructor dedicado a la erección del Ensanche), hasta inicios del siglo XIX. La introducción de instituciones de poder se llevó a cabo aprovechando los terrenos subastados durante la desamortización de los bienes eclesiásticos. Rancios conventos fueron convertidos en casas burguesas, en cuarteles de la Milicia Nacional, edificios del Estado o en teatros.

Lamentablemente es muy difícil determinar cuál era la alternativa urbana propuesta por los grupos populares excluidos del poder municipal. Sólo en periodos excepcionales pusieron de manifiesto el ideario de ciudad que deseaban y, precisamente, esa excepcionalidad es la que dificulta asumir su proyecto como definitivo. Durante los eventos festivos y durante las revueltas urbanas el «pueblo pequeño» practicaba la ocupación efectiva de la urbe, participando en la representación del drama social, creando su propio escenario. En esos instantes se convertían en creadores del fenómeno escenográfico, fenómeno eventual y perentorio por definición. Sin embargo, existe un elemento que nos permite entrever un proyecto más duradero tras las acciones efímeras de los ciudadanos, y ese elemento es la reiteración de determinadas actitudes tanto en lo festivo como en lo reivindicativo. A lo largo del siglo XIX en cada una de las irrupciones populares en la escenografía urbana se aprecia la repetición de gestos, discursos y acciones que, justamente por su reiteración, permiten definirlos como apuntes de un proyecto. Del mismo modo, el mantenimiento de determinadas pautas actorales en la fiesta y en la revuelta tienden a romper la frontera entre ambos fenómenos reafirmando la unicidad de ambas manifestaciones colectivas. 

Convendría, ahora, observar dichos rasgos reincidentes de la acción popular. La fiesta en la Barcelona del XIX no se concebía nunca como un acto privado sino que era una celebración global que incluía a todos sus habitantes y, lo que es más importante, a todos los espacios urbanos —aunque existían unos espacios más relevantes que otros. Durante la fiesta la ciudad era tomada por las clases populares para hacer de ella su escenario festivo. Tanto en Carnaval, como en la Semana Santa, o durante el Corpus Christi, los ciudadanos de Barcelona vivían los eventos en las calles. Durante el Antiguo Régimen la autoridad había sido relativamente tolerante al respecto. En parte porque el poder, la corte entonces, estaba muy lejos y, en parte, por la cobertura religiosa de que gozaban la mayor parte de las festividades. El poder aristocrático no llevó a cabo ataques exacerbados contra las festividades populares. Muy distinta fue la situación tras la llegada de los liberales al poder. Para empezar el calendario festivo fue reducido de 93 días a menos de 75. Luego vinieron la modificación del espacio festivo, un espacio sacralizado por definición[11], y las prohibiciones.

Durante la fiesta las clases populares estaban en la calle, la invadían. Todos los ciudadanos participan de ella. Las procesiones, impregnadas del espíritu barroco de los «autos sacramentales», escenificaban a la vista de todos el pueblo desfilando.  Cuando Barcelona recibía vistas reales la misma escenografía sacramental se repetía. Junto a los monarcas desfilaban los ciudadanos ordenados por cuerpos y oficios. Durante las visitas reales, un acto de marcado carácter político, como en la fiesta la gente era coprotagonista. En 1834, con los liberales en el poder, se produjo la última visita real en que el pueblo participó como actor, tras dicha fecha la escenografía cambió. Desde entonces el séquito real desfilará sólo por las calles de la ciudad yendo de institución en institución o de fábrica en fábrica. El pueblo se convertía de este modo en espectador pasivo. Agolpado en las aceras verá desfilar a la reina —o al rey—, siendo testigos del esplendor del poder, pero sin participar de él.

Continuemos observando el comportamiento festivo. El Corpus, oficialmente una fiesta profundamente religiosa, en realidad se encontraba más cerca del Carnaval que del ritual piadoso[12].  En dicha festividad, como en el Carnaval, se producía una inversión de la realidad que rozaba la blasfemia. Acompañando a la hostia en su desfile, animales míticos (como la «mulassa) mezcla de monstruos y personas, gentes disfrazadas —evocando el infierno—, cantos victoriosos —rememorando la derrota del mal— hacían del Corpus un carnaval de verano. La dramaturgia del Corpus responde al modelo catártico de la tragedia clásica: un héroe, Jesucristo en este caso, se enfrenta a un destino fatal por todos conocido. Este héroe —o chivo expiatorio— inicia un recorrido vital y físico —la procesión— hacia su sino. En ese recorrido los espectadores/actores van identificándose mediante el dolor y el sufrimiento con el protagonista. Finalmente se produce el desenlace dramático—la muerte— y con él la liberación catártica de la tensión y la explosión vital. Y así, cuando la procesión tocaba a su fin los ciudadanos se esparcían por las calles continuando con la fiesta, ahora sin amparo religioso, liberados por el «agón trágico». Este espíritu carnavalesco del Corpus explica, por ejemplo, que el Capitán General, máxima autoridad de la provincia evitase acudir a los festejos del Corpus a pesar de estar protocolariamente obligado a hacerlo[13]. En cuanto al Carnaval no precisa de muchos comentarios. Su sentido era la inversión de la realidad, la igualación de la condición humana, la relativización de todo lo oficial y la exaltación de lo material. Ello lo convertía en un evento sumamente subversivo en un momento en que los liberales buscaban establecer y legitimar su escenografía urbana basada, entre otras cosas, en la solemnización. De nuevo las calles —todas— vuelven a ser tomadas por la fiesta. Como en el caso del Corpus no se hacen distinciones de clase o de rango durante la fiesta. En el Carnaval, como en otras conmemoraciones, la fiesta terminaba con comilonas y con hogueras donde se procedía a la «limpieza» de la ciudad. El monigote de Don Carnal era quemado en llevándose con él todos los males urbanos. El fuego como purificación y catarsis volvía a ser incluido en la fiesta, en otra escenografía ritual colectiva.

El Carnaval, mucho más que otras celebraciones, sufrió los ataques de la nueva autoridad municipal. Ya en los últimos años del Antiguo Régimen diversas órdenes acotaban y delimitaban la festividad, aduciendo razones de orden público. Los liberales mantuvieron esta actitud recelosa pero, al mismo tiempo, intentaron reconducir la fiesta hacia unos derroteros menos escabrosos. En primer término, como hicieron con el resto de las manifestaciones urbanas, favorecieron la privatización del Carnaval. Privatización en el sentido de recluir la fiesta a espacios delimitados, evitando que la ciudad entera fuese su escenario. Desde 1830, más o menos, proliferaron locales para su celebración —la burguesía lo celebrará en el teatro de la ópera o en sus «pisos taller»— intentando limitar la fiesta popular a lugares cerrados tales como huertos, o instalaciones al estilo de «la Patacada». Pero, al mismo tiempo, se intentó una apropiación de los símbolos y del lenguaje del drama satírico carnavalesco. El ejecutor de este intento de «aculturación» del Carnaval fue Anselm Clavé. Educado en los ambientes de la joven burguesía barcelonesa, en los «pisos taller» donde se reunían para realizar obras de teatro y fiestas los hijos de las buenas familias de la ciudad[14], Clavé llevó los mensajes de la nueva moralidad burguesa a los barrios populares. Su máxima era alejar a los obreros de la taberna y de la revuelta, y para tal objeto creó sus coros, agrupaciones de obreros que en vez de pasar las tardes en la taberna iban a cantar a los nuevos jardines creados en el Ensanche. El lema de estas corales era «Progreso, Virtud y Amor». El paso siguiente fue la usurpación del carnaval popular. Desde 1846, año en que participó por primera vez en el carnaval de la ciudad,  fue introduciendo una visión folclórica en la cual la espontaneidad popular desaparecía, reduciendo el ritual festivo a un paseo ordenado por unas calles previamente pactadas y modificando los contenidos subversivos en favor de los componentes estéticos y escenográficos menos agresivos. El Carnaval —que sus agrupaciones corales controlarán desde 1860— que proponía era un mero paseo de máscaras y músicas[15].

Otro elemento destacable del ambiente festivo es el referido a la provisión. La fiesta era de todos y estaba sufragada y organizada por todos. Los alimentos corrían por la ciudad. La fiesta era abundancia… el pueblo reinaba de forma generosa. Tanto en el Corpus como el Carnaval las celebraciones terminaban en banquetes festivos. El ejemplo más nítido de esta concepción de abundancia festiva era la «caramellada» que se realizaba al acabar la Semana Santa, el Lunes de Pascua. Grupos de jóvenes recorrían las casas exigiendo alimentos, particularmente dulces, a todos los ciudadanos con los que luego organizaban comilonas en las afueras de la ciudad. El propio Corpus, en lo simbólico, también retenía referencias a la comida, en concreto a la antropofagia encarnada en la ingestión del cuerpo de Jesucristo. Abundancia, libertad de movimientos, igualdad en el trato, prevalencia de las relaciones sobre los contenidos, eran las características de la invasión festiva de Barcelona por sus clases populares.

Todas las fiestas citadas hasta el momento comparten un elemento común: el religioso. En apariencia todo el calendario festivo popular correspondía con el calendario conmemorativo de Dios. Es más, las fiestas —quizás con la excepción del Carnaval— estaban encabezadas por la Iglesia. Tanto las procesiones del Corpus como las fiestas de Pascua estaban dirigidas formalmente por eclesiásticos. El Carnaval, en cierta manera, también disfrutaba de la sanción eclesial. Los religiosos como tales no participaban en las celebraciones de Don Carnal, incluso eran motivo de mofa en sus cortejos. No obstante, el hecho de que el Carnaval estuviese inseparablemente asociado a la Cuaresma lo encuadraba en el ciclo ritual católico. A pesar de todo lo anterior, sería un error considerar que la concepción popular de la fiesta dependía o dimanaba del cosmos religioso cristiano. No es nada nuevo reconocer que la mayor parte de las fiestas citadas tenían orígenes muy anteriores al nacimiento del cristianismo… ahí están las Saturnales romanas. Tampoco hay que olvidar que los mismos que participaban en estas manifestaciones aparentemente sacras se dedicaban a quemar edificios religiosos en cuanto tenían la menor oportunidad. El elemento religioso, el recurso a símbolos católicos, la participación de curas, debe ser entendido como un método de legitimación y ritualización de la dramaturgia popular. Sabido es que, hasta hace bien poco, existían dos focos de legitimación institucional: el Estado y la Iglesia. La utilización de lo religioso en las manifestaciones populares respondía, entonces, a la búsqueda de una legitimidad reconocida por el Estado así como a la necesidad de sacralizar la escenografía festiva. En cierto modo, esta táctica está emparentada con aquella utilizada durante la revuelta en la que los amotinados no cesaban en clamar vivas al buen rey. Desde la perspectiva del poder laico prohibir el Carnaval era relativamente sencillo pero hacer lo mismo contra la procesión del Jueves Santo[16] —como ocurrió en la década de 1840— requería muchas más justificaciones ante el otro poder soberano: la Iglesia. La utilización de lo religioso debe ser concebida, por tanto, como puramente instrumental: las clases populares daban cobertura institucional a sus actos recurriendo al poder terrenal y espiritual de la jerarquía religiosa. Por otra parte, lo religioso proveía a la representación dramática de una iconografía reconocible para los diversos elementos que componían el heterogéneo grupo popular. En la fiesta predominaban los elementos relacionales sobre los semánticos de ahí que los iconos religiosos pudieran ser fácilmente asumibles por todos. Este contexto integrador permitía, por ejemplo, que las mujeres puediesen participar en lo festivo, aunque fuese como «coro trágico», a través de las escenificaciones religiosas. Buena prueba de esa legitimación e integración a través de lo religioso la encontramos en el primer sindicato de clase de la ciudad: la Sociedad de Tejedores. Creada en 1841 una de sus primeras decisiones fue buscarse un santo-patrón —en este caso una patrona— con el que salir a la calle portando su estandarte en manifestación pacífica y festiva[17]. La estrategia del sindicato era clara: no contando con la aprobación ni desaprobación tácita de las autoridades políticas recurrían a la «procesión religiosa» para dotarse de una legitimidad de mayor alcance. La Virgen estaba por encima del gobierno. A su vez, acogiéndose a la protección de un santo podían participar en las festividades y conmemoraciones urbanas. Es decir, podían entrar en relación con los demás grupos sociales populares en igualdad de condiciones integrándose en el «nosotros» colectivo e incorporándose así al ritual escénico urbano[18]. Convendría recordar aquí que el recurso a la sanción religiosa no fue exclusivo de las clases populares u obreras barcelonesas. Entre los artesanos galos, muy orgullosos de su laicismo, la práctica de colocarse bajo la invocación de un santo-patrón y de celebrar públicamente su onomástica era práctica común incluso después de 1848[19].

En apariencia todos los citados elementos iconográficos y rituales se encontraban ligados, única y exclusivamente, al tiempo festivo. Sin embargo, no era así. Cuando las clases populares recobraban el escenario urbano, esta vez para revolverse contra el poder, veremos aparecer de nuevo los mismos elementos indicando que lejos de limitarse a los momentos de alegría festiva se constituían en rasgos permanentes de la representación popular del mundo y, de su ocupación de la ciudad. No obstante, un gran cambio va a modificar la ciudad desde inicios del siglo XIX: me refiero a la masiva incorporación del proletariado fabril al entramado urbano. El hecho más destacable de esta irrupción obrera es que, desde 1830 más o menos, conflicto industrial y conflicto urbano van a convivir. Uno y otro se van a confundir o solapar: los conflictos industriales rebasarán siempre los márgenes de la fábrica para salpicar a la ciudad y, los conflictos urbanos invadirán a su vez las fábricas. Por ejemplo, la primera huelga general llevada a cabo en 1855 pasó de ser un conflicto textil a convertirse en una movilización callejera involucrando a toda la población urbana. Lo mismo sucederá con la huelga general de 1902. En sentido contrario, las revueltas populares de 1835, 1843, 1909 e incluso 1936 saltaron rápidamente de las calles a las fábricas. Además, y lo que es más importante, el influjo obrero fue extendiéndose sobre los movimientos populares creando contradicciones —y no sólo simbólicas— que aún en 1909 estaban lejos de ser resueltas[20].

Fueron muchas las revueltas que acaecieron en la ciudad a lo largo de todo el siglo XIX. Vale la pena enumerar las más destacadas por orden cronológico. En 1821, durante el primer experimento liberal que significó el Trienio, una epidemia de fiebre amarilla provocó el levantamiento generalizado de la población[21]. Las iras populares nacieron tanto de la inoperancia de la autoridad urbana —que llegó a confiar la sanación de los enfermos a curanderos— como de la discriminación con que los enfermos fueron tratados en función de su condición social. Barcelona quedó sellada por un «cordón sanitario» que los más acomodados podían eludir sin grandes problemas. La reacción popular se desató iniciándose paseos por la ciudad, particularmente por la Rambla, en los que se atacaban las casas de los ciudadanos adinerados y los edificios del poder. La incomunicación de la ciudad dio lugar al cierre de fábricas y talleres de modo que gran número de operarios se vieron sin trabajo. Para procurarse su sustento se dedicaron a recorrer las calles en bandas buscando las casas de los patricios exigiéndoles dinero o alimentos, como se hacía tradicionalmente durante la «caramellada». Fue también en la Rambla donde se levantó una gran hoguera para quemar la efigie de paja y trapo de un médico —el que dirigía provisionalmente la Junta de Sanidad— purificando espiritualmente la ciudad. Escenificaban, de este modo, una dramatización catártica liberadora como la de Don Carnal.

En 1833 los liberales ya controlaban el país, a pesar de la interminable contienda contra los carlistas. La ineficacia liberal en esta guerra —como antes su ineficacia sanitaria— produjo la segunda gran sacudida popular. El grueso de las tropas cristinas estaba formado por pobres y obreros de la ciudad. Las derrotas que los realistas estaban infringiendo a los liberales exasperaban los ánimos populares. Así, en julio de 1835, un sonado desastre militar produjo la inmediata movilización popular[22]. Todo comenzó en la recién construida plaza de toros, en medio de un acto festivo. El toro fue sacado de la plaza, paseado por la ciudad y quemado en una hoguera pública sirviendo de chivo expiatorio de nuevo. Otra vez un modelo discursivo trágico-festivo: sufrimiento del protagonista, recorrido vital o físico, sacrificio violento y fuego catártico. Del rito de la fiesta se pasó al rito de la revuelta. Allí donde los revoltosos encontraban un convento se iniciaba la liturgia del fuego liberador. A nadie se le escapaba que la iglesia —concretamente las órdenes regulares— apoyaba, financiaba y protegía la causa carlista. La revuelta llegó a la Rambla, al espacio sacralizado por la fiesta, y allí cambió el tono de sus ataques. El cuartel de la policía fue saqueado y sus papeles sirvieron de combustible para una nueva hoguera. Ahora el fuego acababa con todas las fichas de sospechosos. Hasta ese momento el patriciado urbano se había abstenido de intervenir, la Milicia no fue movilizada, pues sus intereses no habían sido atacados. Sin embargo, una jornada después la dirección del movimiento insurreccional cambió. La mayor fábrica de la ciudad, la «Bonaplata, Vilaregut y Compañía», la más moderna —fue la primera en usar máquinas de vapor, telares mecánicos y daba empleo a más de 700 trabajadores— fue reducida a cenizas. La disputa popular entraba en el terreno de la lucha industrial. Pero esta vez las acciones populares llegaron mucho más lejos. El gobierno había enviado al general Bassa con sus tropas para sofocar la insurrección. El mismo día de su llegada, cuando estaba en la diputación, ésta fue asaltada, Bassa asesinado y su cuerpo arrojado por el balcón. La gente que allí se agolpaba tomó el cadáver, lo arrastró por toda la ciudad y lo quemó en una hoguera en la Rambla. De nuevo la catarsis, el objeto del miedo popular —como antes la epidemia— el general represor, arrastrado con mofa por las calles para exorcizar los temores populares. Ahora, las autoridades actuarán de forma decidida y pondrán fin a la insurrección. Decenas de conventos habían sido incendiados y el consenso urbano, el nacido durante la destrucción del Antiguo Régimen entre burguesía y clases populares, quedó roto para siempre. Durante unos meses las sacudidas urbanas se sucederán con menor intensidad. La de enero de 1836 se dirigió contra los prisioneros carlistas encarcelados en la Ciudadela. De allí sacaron también al coronel O'Donnell a quien mataron, arrastraron e intentaron quemar en la Rambla.

En 1842 y 1843 las revueltas populares reaparecen, esta vez con un componente político más acusado. El motín alcanzó tales proporciones que la ciudad fue bombardeada desde los cuarteles y el estado de sitio se enseñoreó de ella durante un largo periodo de tiempo. Fueron estas protestas las que provocaron la prohibición del Carnaval y de la procesión del Jueves Santo. Las estrategias de la movilización popular fueron semejantes a las de 1821 y 1835. Recorridos por la ciudad con final, preferentemente, en la Rambla. En ambos casos la cuidad fue utilizada también como arma de lucha contra las tropas. Los revoltosos provocaban a las guarniciones para llevarlas hacia las calles del casco antiguo. Una vez allí desde los balcones y los terrados les arrojaban todo tipo de objetos (no es extraño que en el nuevo Ensanche los terrados desapareciesen). La revuelta de 1843, una revuelta de verano como la mayor parte de ellas, y como el propio Corpus del que tomó algunos elementos, tuvo, además, elementos festivos mucho más marcados que las anteriores. No sólo se cantaba en cada una de las acciones «directas», o se levantaban hogueras, sino que toda la simbología festiva de la antropofagia se empleó como expresión política. Los amotinados se organizaron y se impusieron un uniforme carnavalesco. Vestían traje plebeyo con chaqueta y  alpargatas tocado con la gorra catalana. En el gorro, o en el traje, añadían una calavera y una sartén —evocaciones carnavalescas o del Corpus donde las haya. El mismo nombre de la revuelta —la «Jamància»— evoca ese sentido satírico-subversivo. La palabra no proviene del catalán sino del caló y hace referencia a «comer». Los «Jamancianos» eran aquellos que reclamaban comer o aquellos que se iban a comer a alguien. La duda nos la aclara la «sartén» que se colocaban como símbolo. Esta sartén la portaban, como dice su himno satírico «el Chirivit», para asar a los moderados y comérselos. He aquí la antropofagia victoriosa derivada del Corpus. Rito festivo y acción reivindicativa volvían a compartir lenguajes e iconos. Como las demás revueltas acabó sofocada con una ola represiva.

El siguiente gran estallido fue la huelga general de 1855. Nacida en las fábricas textiles durante el verano se extendió rápidamente por toda la ciudad. A pesar de ser el primer acto de protesta generalizada promovido por la clase obrera los elementos rituales populares mantuvieron su hegemonía durante las movilizaciones. Aunque fue durante esta huelga cuando se utilizó por primera vez la bandera roja, un nuevo estandarte ajeno a la tradición popular y que apuntaba ya a la progresiva divergencia iconográfica consecuencia de la paulatina segmentación de las clases populares. La era de las revueltas tocaba a su fin. Tras esta huelga la lucha política en el seno de la propia burguesía barcelonesa y de ésta con el creciente movimiento obrero eclipsa la conflictividad popular. Son los años de levantamientos republicanos de las celebraciones del Primero de Mayo —en 1890 tuvo lugar la primera— un nuevo fenómeno festivo ajeno por completo al mundo popular. Y luego, tras el malogrado intento del sindicato socialista UGT por hacerse un hueco entre la clase trabajadora de la ciudad, comienza la era del anarquismo, de «la Rosa de Fuego». El drama popular se extinguía, nuevos actores requerían la escena.

Los libertarios comenzaron su andadura con gran estruendo, con la bomba del Liceu de 1893, en el escenario donde el poder burgués se mostraba con mayor magnificencia. Poco después, en 1896, la bomba fue dirigida contra la procesión del Corpus. Un giro espectacular. El Corpus había pasado a ser un medio de expresión popular a ser el objetivo de los ataques de los elementos más activos del movimiento popular, los obreros. La agresión contra el Liceu entraba dentro de los parámetros de lucha popular en general, pues se trataba de un ataque a la «ciudad del poder», aquella urbe soñada que la burguesía había mostrado al mundo en la Exposición de 1888. Pero muy distinto era el caso de atentado contra la procesión del Corpus. Desde la cosmología libertaria tal ataque podía ser planeado como una acción justa contra una Iglesia opresora —en ese sentido realizaron otras muchas. No obstante, la agresión contra esta fiesta puede ser leída en sentido corporativo e iconoclasta, es decir, considerar que el objetivo del ataque fue el desligar definitivamente la iconografía religiosa del mundo de las reivindicaciones o, cuando menos de las expresiones colectivas, populares. Los anarquistas advertían de este modo a sus posibles «clientes» que desde ese momento la única escenografía por ellos aceptada sería la directamente generada desde sus filas y no aquella emanada desde otras instancias, tales como la Iglesia[23]. O dicho de otro modo, el movimiento libertario reclamaba el monopolio escenográfico de las clases no burguesas para sí. Pero la advertencia no fue suficiente, los elementos ajenos a la iconología obrera volverían a repetirse. Tendremos que esperar a 1909 a la Semana Trágica para observar como las organizaciones proletarias estaban lejos de controlar y encauzar la semántica y la dinámica de los movimientos populares.

Con la Semana Trágica, otra revuelta de verano, finaliza el siglo XIX en Barcelona. Su causa inmediata estuvo en la movilización obligatoria de reservistas para combatir en la impopular guerra con Marruecos. Y la chispa estalló el día que se procedió a embarcar a los primeros de ellos. Lo cierto es que el ambiente en la ciudad —esa revolución acechante que siempre estaba preparada— se había caldeado desde 1902, desde el final de otra huelga general. Tras cincuenta años en los cuales los dirigentes urbanos habían renunciado a recuperar la ciudad antigua en 1902 lanzaron la vieja idea de la Reforma Interior. El objeto de esta reforma no era otro que el de completar el viejo Plan Cerdà, es decir, abrir de una vez las vías de comunicación entre la nueva ciudad y su puerto a través del laberinto de la antigua urbe. No obstante, en 1902, se había renunciado ha utilizar la Rambla como vía principal y natural de comunicación entre el mar y la montaña[24].  Detrás de esta operación de «ortopedia urbana» existían intereses algo más bastardos. En opinión de Pere López la retirada de la burguesía hacia el Ensanche en el último tercio del siglo XIX no fue más que un repliegue táctico con la intención de favorecer la degradación de la Barcelona histórica, que no era otra cosa que su depreciación material, para su posterior reconquista. Además, a nadie se le ocultaba que la recuperación del núcleo urbano de la ciudad significaría la expulsión de sus residentes menos afortunados —la mayoría— hacia los recién absorbidos pueblos de la periferia. Las expropiaciones y primeros derribos para construir la Vía Layetana comenzaron ese mismo año de 1902 y, curiosamente, el ayuntamiento lo celebró construyendo una gigantesca pira con los primeros escombros… toda una premonición.

Así, con el ambiente enrarecido por la intervención del poder en el escenario popular, llegamos a 1909. En julio, sin mediar orden sindical alguna —la primera organización anarquista funcionaba en la ciudad desde 1907— la gente, al ver embarcar a los reservistas, se lanzó a las calles desde diversos puntos de la ciudad a levantar barricadas, quemar iglesias y conventos (de los 348 existentes en la ciudad 80 fueron convertidos en ascuas) y a atacar a las tropas que pretendían sofocar la insurrección. De nuevo el fuego reinaba y purificaba la ciudad. A los dos días del levantamiento el comité de huelga se vio superado, reconociendo que ya no controlaba la revuelta sino que ésta se alimentaba a sí misma[25]. A diferencia del siglo XIX los escenarios de la lucha se habían multiplicado. La Rambla seguía siendo la principal protagonista y quien la controlase controlaba la ciudad, pero ahora los nuevos barrios —antiguos pueblos absorbidos la mayor parte de ellos en 1897— reclamaban su lugar en la nueva coreografía de la rebelión. Tanto en la vieja ciudad como en los nuevos suburbios el objetivo de la rebelión era el mismo: la conquista de la calle. La barricada se convirtió entonces en la antítesis de la ciudad-máquina[26], y lo festivo lo inundó todo, un carácter festivo nacido de la alegría de disponer bruscamente de las posibilidad de revolverse contra los significados de los signos urbanos, aquellas figuras emblemáticas del orden, que se encargan de grabar en el espacio la condición del hombre del trabajo: dominado, explotado y sometido[27]. Fuego, sátira, conquista de la calle reaparecieron de nuevo recomponiendo el escenario popular. Sin embargo, si por algo es recordada la Semana Trágica es por su feroz anticlericalismo. Lo religioso, antes icono integrador y universal de los movimientos populares, se convirtió en centro de todos los ataques y en principal víctima de la insurrección. Los hechos del verano de 1909 manifestaban así la ruptura definitiva de las clases populares con la iconografía y la escenografía religiosa. Esa, entre otras, es la razón de la inusitada violencia contra los signos de la Iglesia.  Las clases urbanas ya no necesitaban ni de la legitimidad que hasta entonces les había ofrecido —entre otras cosas porque el poder legitimador de la religión había menguado con el nuevo siglo—, ni su imaginería integradora. Desde entonces, sería el movimiento obrero organizado el que facilitaría la legitimidad y la sintaxis iconológica para el nuevo escenario colectivo popular. Entre sangre y fiesta, pues, se cerraba el siglo en la ciudad. A partir de 1909 la ruptura urbana, el amargo descubrimiento de que la ciudadanía no existía para todos, llevó a buena parte de los miembros de las clases populares a convencerse de que la solución pasaba por la necesaria revolución. La lucha no se situaría entonces en la definición de la escenografía sino en el propio argumento del drama social. Y allí encajaba el pujante movimiento obrero, ofreciendo nuevas tramas argumentales y nuevas imaginerías escénicas.

En definitiva, no había tantas diferencias entre la ocupación pacífica y festiva del espacio urbano y su ocupación violenta. Muchos son los elementos que se repiten y muchas sus coincidencias sintácticas. Tanto en la fiesta como en la revuelta la calle era protagonista, una calle abierta, interclasista en cierto modo. Todo el que se oponía a la ciudad-máquina tenía un lugar en la conquista popular de la ciudad. Allí estaba también una iconografía conscientemente ambigua, alejada de la unicidad de la imaginería burguesa. Las imágenes de la fiesta y de la revuelta, inspiradas en lo religioso la mayor de las veces, ofrecían un lenguaje universalmente reconocible para los ciudadanos, lenguaje que por universal era abierto no limitado a un único sentido. De ahí que en lo popular, en la celebración o en la insurrección, predominase lo relacional, la sintaxis sobre la semántica (a diferencia de lo que ocurre en la revolución). Para las clases populares la ciudad, la calle, no era el escenario de la ostentación, el lugar donde mostrar sus riquezas —como lo eran los bulevares o las terrazas de los cafés— sino el ecosistema donde entraban en relación con los otros, donde se reconocían como parte de un colectivo mucho mayor. Pero la ciudad festiva era también la ciudad igualitaria y generosa. La fiesta era sufragada por todos —aunque fuese utilizando la «extorsión simbólica» como sucedía el Lunes de Pascua— proponiendo así un modelo social de desigualdad limitada. No se trataba del igualitarismo absoluto sino de poner límites a la pobreza y a la riqueza, o al menos, de exigir a los afortunados cierta responsabilidad sobre los más desafortunados. Ese igualitarismo también se veía matizado por el papel asignado a la mujer en los eventos festivo-combativos. Aunque la fiesta era de y para todos las mujeres de las clases populares actuaban en escena en un segundo plano, como coro dramático. Asistían a las procesiones religiosas pero no participaban como protagonistas. En la revuelta, como dramatización extrema, su papel era algo más relevante, apareciendo en la primera línea de lucha (particularmente en 1843 y 1909).

Desde nuestra perspectiva fiesta y revuelta (no hablamos de revolución) eran en última instancia una misma realidad. Ambas significaban transgresión, ruptura y presuponían la asunción de un «nosotros» cohesionado. Ambos fenómenos compartían el elemento catártico —propio de la tragedia—, la purificación mediante los binomios «miedo/placer» y «tensión/resolución». Ese es el significado de las hogueras, del «paseo arrastras» de los objetos del miedo popular —fuese un poderoso capitán general, un toro, una iglesia, un convento o la fábrica Bonaplata. Sin embargo, las devastadoras transformaciones que estaba sufriendo Barcelona sólo podían ser asumidas por los grupos populares mediante la escenificación del drama social en su expresión más radical: la revuelta. La dramaturgia festiva no bastaba para superar una tensión dramática tan enorme como la generada por la modernización de la ciudad.

Así mismo, mediante la fiesta y la revuelta las clases populares barcelonesas consiguieron mantener precaria y momentáneamente su hegemonía sobre la vieja ciudad, la burguesía se retiró a su Ensanche. Sin embargo, era una cuestión de tiempo. Iniciado el nuevo siglo la vieja ciudad entró de nuevo en los planes de reforma del gobierno local anunciando nuevas luchas. La ciudad ingobernable, como era considerada desde arriba, se resistía a entrar en los engranajes de la ciudad máquina y lo pagaría. La destrucción total de la Barcelona popular llegó tras la victoria de la sublevación militar de 1936. Entonces el destino de la vieja urbe fue sentenciado definitivamente: sería dejada a su suerte bajo la presión de una ola inmigratoria atroz, desatendida de todo tipo de inversiones en servicios, abocada, en fin, a la degradación social: si no podía ser gobernada sería abandonada.

NOTAS

[1] Entre los principales trabajos de este tipo realizados en ese periodo destacan, por  su éxito entre la elite urbana, los siguientes. Monlau, P.F.: Higiene Industrial. ¿Qué medidas higiénicas puede dictar el gobierno a favor de las clases obreras?. Madrid, 1856. Salarich, J.: Higiene del Tejedor. Medios Físicos y Morales para evitar las enfermedades y procurar el bienestar de los obreros ocupados en hilar y tejer algodón. Vic, 1858. También se puede incluir en esta categoría el trabajo del urbanista que diseño la moderna Barcelona pues buena parte de su estudio se dedica a denunciar las malas condiciones sanitarias y sociales de la ciudad; Cerdà, I.: Teoría General de la Urbanización y su aplicación a la Reforma y Ensanche de Barcelona. Madrid, 1859. 3 Vols.

[2] Galera, M (et alii): Atlas de Barcelona (siglos XVI-XX). Colegio de Arquitectos de Cataluña y Baleares. Barcelona, 1972. pág. 129.

[3] Cerdà, I.: op.cit. pág. 100. Tomo I.

[4] López Sánchez, P.: Un verano con mil julios y otras estaciones. Barcelona: de la Reforma Interior a la Revolución de Julio de 1909. Siglo XXI. Madrid, 1993. pág.103.

[5] Monlau, P.F.: op cit. pág. 97-98.

[6] Cerdà, I.: op.cit. págs. 601-604. Tomo I.

[7] Balandier, G.: El poder en escenas. De la representación del poder al poder de la representación. Paidós Studio. Barcelona, 1994. pág. 13.

[8] El análisis de la división social del cementerio ha sido extraído de McDonogh, G.W.: Las Buenas Familias de Barcelona. Historia social del poder en la Era Industrial. Omega. Barcelona, 1989. págs. 226-229.

[9] Ver nota 5.

[10] Citado por Barrachina, J.: «Crónica de la Semana Trágica». Sánchez, A. (Ed.): Barcelona, 1888-1929. Modernidad, ambición y conflictos de una ciudad soñada. Alianza Editorial. Madrid, 1994. pág. 15.

[11] Balandier, G.: op.cit. pág. 26.

[12] Batjin, M.: La Cultura Popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de François Rebelais. Alianza Editorial. Madrid, 1990. pág. 206.

[13] Durán Sampere, A.: La Fiesta del Corpus. Ayma. Barcelona, 1943. pág. 37.

[14] Vinyes, R.: «Cant, ball i festa en la Cultura Obrera». Acàcia. Núm. 2. 1991. pág. 30.

[15] Vinyes, R.: op.cit. pág. 31.

[16] La procesión del Jueves Santo estuvo prohibida desde el final de la Jamància, revuelta republicana de 1843, hasta al menos 1846. Así se recoge del acta de reunión de una cofradía en 1846 en que se encuentran para organizar dicha fiesta. Manual del Notario Lafont, B.: 1846, fol. 165. Archivo Histórico de Protocolos.

[17] Informe de 12 de mayo de 1842 del Cónsul Británico. Archivo del Foreign Office. Caja 185/197. Public Record Office. Londres.

[18] Lecuyer, M.C.: «Algunos aspectos de la Sociabilidad en España hacia 1840». Estudios de Historia Social. Núm.50-51. 1989. pág. 156.

[19] Dewerpe, A.: Le Monde du Travail en France, 1800-1950. Armand Collin. París, 1989. pág. 73.

[20] Durante la Semana Trágica los comités de huelga reconocieron que la propia dinámica de la revuelta les superaba y que las decisiones «revolucionarias», lejos de ser tomadas en los locales sindicales por «obreros conscientes», eran decididas en algunas tabernas por grupos de personas no vinculadas directamente a las organizaciones sindicales. López Sánchez, P.: op.cit. pág. 234.

[21] Los datos referidos a esta epidemia así como a los hechos a que dio lugar han sido extraídos de la Sucinta relación de las principales operaciones del Escmo. Ayuntamiento Constitucional de la Ciudad de Barcelona en el año 1821. Imp. de A.Brusi. Barcelona, 1821.

[22] A partir de aquí sigo el relato magníficamente trazado por Anna María García Rovira. García, A.M.: La revolució liberal a Espanya i les classes populars. Eumo. Vic, 1989.

[23] Para un enfoque del componen corporativo del movimiento anarquista cf. Martínez, D.; Tavera, S.: «Corporativismo y Revolución: los límites de las utopías proletarias en Cataluña (1936-1939). Historia Social. Núm. 32. 1998. págs. 53-71.

[24] Grau, R.: «Una consideració histórica sobre la Rambla». Actes del Segón Congrés d'História Moderna de Catalunya. Barcelona, 20 de diciembre de 1988. En esta ponencia el autor analiza como el uso continuado y constante de este espacio por parte de las clases populares —principalmente como zona de comercio al por menor y de ocio— imposibilitó su utilización como vía natural de comunicación entre el puerto y el Ensanche.

[25] Barrachina, J.: op.cit. pág. 116. Los sindicalista añadían que las decisiones estaban siendo tomadas desde tabernas y no desde sedes sindicales.

[26] López Sánchez, P.: op.cit. pág. 236.

[27] .- López Sánchez, P.: op.cit. pág. 232.