HISPANIA NOVA                 NÚMERO 2 (2001-2002)

EMILIO LA PARRA LÓPEZ, Universidad de Alicante.
Iglesia y grupos políticos en el reinado de Carlos IV.

Resumen: Se analizan las vicisitudes de la participación efectiva de la Iglesia en la vida política interna española durante los cuatro lustros que reinó Carlos IV mostrando la influencia cambiante según el momento de los "jansenistas" y de los "ultramontanos".
Palabras clave: Carlos IV, jansenistas, ultramontanos, Godoy.

Abstract: This paper analises the evolution of the effective participation of the Church in the internal political life of Spain during the two decades of Charles IV's reign, showing the changing role of the "jansenistas" and the "ultramontanos".
Key words: Carlos IV, jansenistas, ultramontanos, Godoy.




     La pugna entre los jansenistas y ultramontanos sobre la organización de la Iglesia constituyó, según Herr[1], la causa primordial del enfrentamiento político en España a partir de 1798, tras la caída de Godoy de la Secretaría de Estado. Esta afirmación, un tanto tajante, refleja la situación política del momento aludido, pero tal vez convendría concederle una mayor extensión cronológica y añadir algunas matizaciones. En todo caso, antes de entrar en ello, no resulta inútil resaltar que la constatación de Herr apunta una de las claves políticas de la España de Carlos IV: la extraordinaria incidencia de la división interna de la Iglesia en las disputas por el poder y en la orientación de los diversos gobiernos.

     Al comenzar el reinado de Carlos IV existía una guerra declarada en el seno de la Iglesia española entre los partidarios de la doctrina de la Compañía de Jesús, quienes acentuaban la obediencia al Papa (denominados, por esta razón, ultramontanos) y sus contrarios, conocidos como "jansenistas", aunque doctrinalmente nada tenían que ver con los seguidores teológicos de Jansenio. Esta división expresaba la permanente escisión en la Iglesia española del siglo XVIII entre un sector contrario a introducir cambios y el inclinado a ellos. A raíz de la expulsión de la Compañía de Jesús (1767) se acentuaron las diferencias y, lejos de aplacarse, se recrudecieron a medida que pasaron los años, de modo que en buena medida coparon la vida eclesiástica española en el tránsito del siglo XVIII al XIX. La disputa entre unos y otros se manifestó en todos los ámbitos, sin excluir el doctrinal, dando lugar a la generalización de una especie de estereotipo que afectó muy negativamente a la Iglesia: los jansenistas acusaban a sus contrarios de sustentar "la mala doctrina", ante todo en el terreno de la moral, achacándoles su inclinación al laxismo y a la corrupción, mientras los ultramontanos consideraban a los jansenistas casi como herejes y enemigos declarados de la Iglesia. La animadversión entre ambas facciones propició el surgimiento casi cotidiano de conflictos por ocupar cargos eclesiásticos, desde la más ínfima parroquia rural a las sedes episcopales, y no pocas veces llegaron los contendientes a dirimir sus diferencias en los tribunales, sin ahorrarse las más duras, y a veces pintorescas, acusaciones mutuas[2].

     La disputa, lejos de limitarse a enfrentamientos personales, adquirió una considerable dimensión política, pues condicionó la manera de afrontar la reforma de la Iglesia, objetivo y preocupación básica de la monarquía borbónica durante todo el siglo XVIII. Para los jansenistas, la reforma debía consistir en cambiar en profundidad la organización y disciplina eclesiásticas y, asimismo, en crear un nuevo modelo de religiosidad. Su prototipo, en el primer caso, era la iglesia de los tiempos apostólicos y, en el segundo, el intimismo de raigambre erasmista, contrario al dominante barroquismo en las practicas piadosas y en el culto. Los ultramontanos, por su parte, estaban obsesionados en fortalecer el poder de la Iglesia en todos los ámbitos, sin excluir el político y económico, en mantener la máxima fidelidad a las orientaciones del romano pontífice y en propiciar devociones populares y cualquier forma ostentosa de culto, incluyendo todo tipo de manifestaciones externas, sin desdeñar las teñidas de tintes supersticiosos. Unos y otros declaraban, al menos formalmente, su completa fidelidad a la monarquía absoluta, pero ésta, a su vez, no fue parcial. Los monarcas del s. XVIII siempre recelaron de la pretensión de los ultramontanos de mantener el poder absoluto del romano pontífice sobre las iglesias nacionales y de su empeño en salvaguardar las amplias inmunidades de los eclesiásticos, pues esta postura constituía un freno a la autoridad del monarca y en la práctica suponía la intromisión en los asuntos nacionales de un poder extranjero y la pérdida de importantes sumas económicas por el pago de los derechos históricos de la Santa Sede sobre la iglesia española. Las pretensiones regalistas de la monarquía, por el contrario, coincidían con el programa regalista, pues ambos deseaban una Iglesia nacional y pobre como la de los tiempos primitivos y gobernada por sus obispos, quienes, naturalmente, estarían sujetos a la autoridad del monarca español y sólo reconocerían al de Roma preeminencia espiritual.

     De modo global, la división en el seno de la Iglesia contribuyó decisivamente a definir dos grandes bandos políticos en la España finisecular. Los ilustrados, en general, y los gobiernos de Carlos III y de Carlos IV, hasta 1800, se mostraron proclives, casi siempre, a defender la postura de los jansenistas, intentando dotar de mayores competencias al episcopado español, de controlar a la Inquisición y a las órdenes religiosas, de reducir al máximo la inmunidad eclesiástica y de evitar, en la medida de lo posible, la salida de numerario a Roma. El amplio sector ultramontano, constituido por un buen número de los obispos, las órdenes religiosas y la mayor parte del clero, se opuso a este programa y creó, de hecho, un bloque político contrario al regalismo de la corte. Huelga consignar que uno y otro bando batalló cuanto pudo para colocar en el poder civil y eclesiástico a sus partidarios y no fueron escasas las ocasiones de fricción, como la que tuvo lugar en Valencia en 1793-94 entre el arzobispo, Fabián y Fuero, y el capitán general, duque de la Roca. En esa ocasión, que sirve de paradigma de lo que venimos diciendo, ambas autoridades defendieron con ahínco sus competencias, esto es, la inmunidad eclesiástica, por una parte, y el derecho de la autoridad civil a controlar los asuntos públicos, por la otra. El conflicto llegó a los tribunales de justicia y quedó zanjado drásticamente por Carlos IV mediante la orden de extrañamiento del arzobispo de los territorios de su diócesis, no sin antes advertirle, con suma claridad, que el rey no admitía limitaciones a su autoridad. La carta enviada por Godoy a Fabián y Fuero fue muy explícita: "El Rey ha tenido un escrito impreso con el título de Carta Pastoral que ha dirigido V.E. a los fieles de la Ciudad de Valencia y su Arzobispado, y se ha enterado de su contenido poco apto para probar la obediencia a las legítimas potestades, de que V.E. tanto habla en él. Esta conducta de V.E. merece el desprecio de S.M. y me manda decirle que si no se abstiene de tales excesos, serán corregidos sus defectos como merecen, pues basta que sepa V.E. el desagrado de S.M. a su persona para que procure no salir al público en cosa alguna" [3]

     No fueron únicamente los asuntos relacionados con la Iglesia causa de división en la sociedad española. También en el plano estrictamente político o, por mejor decir, en el ámbito cortesano, pugnaban distintos grupos por hacerse con el poder, sin correlato directo, en un primer momento, con las dos maneras mencionadas de entender la política religiosa. Desde los últimos tiempos del reinado de Carlos III se disputaban el gobierno dos bandos: el "golilla", cuya cabeza era Floridablanca, y el "aristocrático" o "aragonés", dirigido por el conde de Aranda. El enfrentamiento tenía su origen en motivos de política interior[4], pero a partir del estallido de la Revolución en Francia se recrudeció y adquirió una nueva y más compleja dimensión. Así pues, desde el comienzo mismo de su reinado, Carlos IV se halló ante una enmarañada situación política derivada de la división de las élites, tanto religiosa como política[5].

     Como ha explicado A. Morales Moya[6], en la España de finales del siglo XVIII el poder estaba en manos del monarca, de la Iglesia y de los grupos influyentes en la corte, constituidos estos últimos por la nobleza de segunda fila, predominantemente de origen provinciano, los funcionarios con formación universitaria, la mayoría de ellos juristas, y sólo algunos grandes, empleados fundamentalmente en la diplomacia. En esta España la burguesía carecía de capacidad política y, en consecuencia, la dirección y gestión de los asuntos públicos quedaba en manos de las clases privilegiadas tradicionales, aunque la monarquía borbónica había conseguido, a lo largo de todo el siglo, sustituir en los puestos clave de la monarquía a la alta aristocracia (los grandes) por miembros de la nobleza titulada de segunda categoría y, sobre todo, por funcionarios reales sumamente fieles y, por ello, recompensados con títulos nobiliarios diversos. Dada esta estructura de poder y el carácter sacralizado de la sociedad, la Iglesia disponía de un amplio margen de maniobra y era muy difícil que cualquier movimiento en el ámbito político escapara a su influencia. Por la misma razón, resultaba imposible a los gobernantes mantenerse en el poder sin contar de alguna forma con el apoyo de la Iglesia, o, más exactamente, de uno de los grandes sectores en que estaba dividida. La vida política, en consecuencia, estuvo muy mediatizada por los avatares internos de la Iglesia y éstos, a su vez, por la posición ante ellos de los hombres que ocuparon el gobierno en cada ocasión.

     Fiel al consejo de su padre, Carlos IV comenzó su reinado manteniendo como Secretario de Estado (a la sazón primer ministro) a Floridablanca, cabeza de la facción de los "golillas", cuyo gobierno se había caracterizado por el acuerdo con los postulados de la Ilustración. En cuanto llegaron las primeras noticias de la revolución en Francia arreció la oposición de los "aristócratas" o "aragoneses" y Floridablanca buscó en el sector ultramontano el apoyo necesario para hacer frente a la ofensiva. El ministro regalista, enemigo de la Inquisición y de los jesuitas, se mostró a partir de 1789 fiel colaborador del Santo Oficio y del clero reacio a cualquier innovación[7]. Frente al "impío" y volteriano Aranda -imagen difundida en aquel momento con evidente intencionalidad- se manifestó un Floridablanca situado al lado de cuantos deseaban preservar a la monarquía española del contagio revolucionario de las ideas de los "filósofos" y comprometido con la red contrarrevolucionaria urdida en Europa por el conde de Antraigues. La opción de Floridablanca puso en peligro los intereses de la monarquía española, extremo aprovechado por el "partido aragonés" para arreciar su oposición y aumentar sus intrigas cortesanas, a veces comprometedoras, incluso, del honor de la reina[8]. Ante la evidente imposibilidad de mantener a Floridablanca, Carlos IV concedió el poder, es decir, nombró como Secretario de Estado, a Aranda, pero el aragonés sólo duró unos meses en el cargo. Las razones de su destitución son diversas y deben buscarse en la coyuntura internacional y en las profundas divergencias acerca de la naturaleza de la monarquía entre el rey y el ministro[9], pero en todo ello la Iglesia tuvo una parte nada despreciable. Al menos así lo manifestó el nuncio, monseñor Vicenti, en un despacho dirigido a la Santa Sede: "Henos aquí libres del conde de Aranda, uno de nuestros mayores enemigos. Pasa a formar parte del Consejo de Estado, pero probablemente tampoco transcurrirá mucho tiempo sin que deba verse obligado a abandonar también este puesto. El Inquisidor General ha apresurado el golpe de su caída. Yo, sin embargo, me había movido ya, por varios caminos, para preparar este golpe, y en la última audiencia particular que tuve con el Rey, movido por el bien de la Religión y del Estado y por la adhesión personal que profeso a estos Soberanos, estimé oportuno abrir francamente mi corazón a S.M. y depositar en su real seno mis sentimientos y justos temores. No ignoraba la disposición de ánimo de la Reina y conocía las aguas en que se encontraba el conde de Aranda"[10] Al margen de su pretendido protagonismo, tal vez real, no hay duda de que Vicenti estaba muy bien informado acerca de lo que se urdía en la corte y acertó en sus sospechas sobre la suerte inmediata de Aranda. Este preciso conocimiento de la situación interna de la corte y su alusión al papel desempeñado en contra de Aranda por el inquisidor general Rubín de Celis proporcionan muchas pistas sobre la participación efectiva de la Iglesia en la pugna política del momento.

     En sustitución del viejo conde Carlos IV eligió a Manuel Godoy, hombre jovencísimo, completamente ajeno a los grupos que se disputaban el poder y carente de toda influencia personal en el ámbito político[11]. En un primer momento pareció que el recurso a Godoy podía devolver la tranquilidad política a la monarquía, pero una vez pasó el entusiasmo patriótico provocado por la guerra contra Francia (1793-95), producto en buena parte de la propaganda, afloraron, con más crudeza si cabe, las disputas por el poder, protagonizadas desde la oposición por el grupo aristocrático, empeñado muy en serio en derrocar a Godoy. Dos grandes decisiones de este último en política exterior (la firma de la paz con la república francesa en 1795 y el tratado de alianza acordado el año siguiente) constituyeron el principal argumento de los "aristócratas" y el ultramontanismo hispano, cada uno por su lado, para lanzar contra el ministro todo tipo de invectivas, sin desdeñar las más pintorescas relacionadas con su vida privada y la de la reina. La monárquica España se unía a la regicida y republicana Francia en un momento en que Inglaterra y Austria, además de otras monarquías con menos influencia internacional como la de Nápoles, mantenían su enfrentamiento radical con Francia y el papado, por su parte, condenaba casi todas las decisiones francesas relativas a la Iglesia. El alineamiento de Godoy con Francia, junto a las medidas en política interior, claramente proclives a la reforma de la Iglesia deseada por los ilustrados (y, en consecuencia, por los jansenistas) provocaron la animadversión del ultramontanismo hacia el gobierno. A ello contribuyó en buena medida la política italiana de España, causa del enrarecimiento del ambiente en Roma hacia los españoles y de la reacción hostil hacia el romano pontífice de Carlos IV y Godoy a partir de septiembre de 1796[12].

     Entre 1795 y 1798, por tanto, el gobierno español se halló ante un doble frente: el constituido por el grupo aristocrático, deseoso de derrocar a Godoy para ocupar su lugar, y el del ultramontanismo, descontento con las medidas religiosas del gobierno y con la alianza de España con la impía Francia. Aristócratas y ultramontanos quedaron coyunturalmente unidos en su objetivo, aunque ambos no coincidían en su programa político en materia religiosa, pues los seguidores del conde de Aranda eran tan partidarios como Godoy de la reforma de la Iglesia en la dirección deseada por la Ilustración y, como acabamos de ver, también había sufrido la oposición del ultramontanismo durante el breve periodo de Aranda en el poder.

     En 1797 arreció la oposición a Godoy, quien, a diferencia de lo que hiciera Floridablanca en 1789, buscó amparo en los ilustrados partidarios del reformismo religioso e incluyó en su gobierno a dos de los más caracterizados entre ellos, Jovellanos y Saavedra, colocó en cargos de relevancia a muchos otros calificados de jansenistas y acogió con buena disposición parte de las demandas provenientes de este sector. Al mismo tiempo endureció su postura hacia el Papa. Al embajador Azara le ordenó incrementara el acoso a Pío VI para conseguir mayores poderes para el episcopado español y en enero de 1797 escribió al secretario de Estado Casoni en términos inequívocos: "S. M. no se había propuesto con ella [alude a una nota enviada por Carlos IV al Papa el 5-11-1796] entrar en questión sobre la lexitimidad con que los Papas poseían sus Estados; prescinde enteramente de esta materia, pero sabe que las circunstancias de los tiempos varían a veces la distribución de los países, que el gobierno espiritual de la Iglesia constituye al Papa su Cabeza y que esto debía conservarlo a costa de qualquier sacrificio a que le pudiera obligar alguna fuerza irresistible, y últimamente , que el bien espiritual de las almas que le están confiadas por Jesucristo de quien es Vicario Su Santidad es el negocio primario y por el qual debería abandonar todos los temporales"[13] Tanto en sus palabras como en sus actos, Godoy osaba exponer a las claras al propio Papa la posición de la facción jansenista. Era de esperar, en consecuencia, que se abriera una brecha con los ultramontanos y que se radicalizará la profunda divergencia entre dos formas de entender la política y, a su vez, la Iglesia española, en una coyuntura realmente comprometida para la pervivencia de la monarquía hispana. Godoy y los ilustrados en general, cuyo alineamiento con el gobierno es indudable, tratan de fortalecer a la monarquía mediante la adopción de reformas de acuerdo con el ideario ilustrado, apoyados en la alianza con Francia, por considerarla ineludible y la más conveniente en aquel momento. El ultramontanismo, encabezado por influyentes personalidades en la corte, como el confesor de la reina y futuro arzobispo de Santiago, Múzquiz, y por relevantes prelados, como el arzobispo de Toledo, Lorenzana, coincidía con los anteriores en su deseo de mantener el absolutismo real, pero divergían por completo en dos campos de la mayor importancia: en los asuntos religiosos deseaban que el Papa ejerciera un poder indiscutido en la Iglesia española y, en las relaciones internacionales rechazaban con todas sus fuerzas la alianza con Francia, por estimar que de este país procedían los mayores peligros para la religión y la Iglesia. No aceptan éstos, por tanto, la reforma deseada por el gobierno, sino otra de signo muy distinto, predicada por religiosos, entre los cuales ha trascendido la fama de fray Diego José de Cádiz, lanzados en misión por todo el territorio español en una auténtica cruzada. En 1797-98, por tanto, se dibuja de forma nítida un doble frente político-religioso:

     1. El grupo ilustrado (y jansenista), empeñado en proseguir la reforma eclesiástica en sentido episcopalista y regalista y proclive a mantener la alianza con Francia. Este sector contaba con el apoyo del gobierno dirigido por Godoy.

     2. El ultramontanismo, constituido por muchos arzobispos y obispos, por casi todos los miembros de las órdenes religiosas y por el clero en general, movido éste más por la inercia que por motivaciones doctrinales profundas. Su apoyo fundamental proviene de la Santa Sede y de la efectividad de la Inquisición. Este sector cuenta de modo coyuntural con la colaboración del "partido aristocrático", que por oposición a Godoy rechaza la alianza con Francia y trata de aproximarse a Inglaterra y a Nápoles. Esta mezcla temporal de intereses propicia que los ultramontanos adquieran cierta influencia política en los círculos cortesanos a través del entonces denominado "partido inglés " o "italiano", que no es más que el tradicional "aristocrático" con algunos aliados de circunstancias.
     Este panorama se prolonga en los años sucesivos, aunque a partir de marzo de 1798, cuando Godoy se ve obligado a abandonar el poder[14], se produce un cambio de protagonistas. A la Secretaría de Estado accede Francisco Saavedra, pero debido a una grave enfermedad casi no ejerce su cargo, ocupado de hecho por Mariano Luis de Urquijo, un hombre situado en el sector más avanzado de la ilustración y decidido partidario de lanzar una auténtica ofensiva reformista en materia religiosa. En dos años, entre 1798 y 1799, Urquijo no repara en enfrentarse a la Inquisición y a la Santa Sede, los dos pilares del ultramontanismo. La decisión de Urquijo tiene mucho que ver con la lucha política entre las élites españolas y con el incremento de la pugna entre jansenistas y ultramontanos. Urquijo precisa de apoyos para contrarrestar la ofensiva en su contra y, como pensó años antes Godoy, cree hallarlos en el sector jansenista y en Francia, muy interesada en estos momentos en que se produzca la reforma religiosa en España, porque de esta manera se daría un paso fundamental para comenzar el cambio político necesario para hacer más provechosa la alianza entre ambos países, como repetidas veces manifestó Talleyrand, ministro francés de Exteriores. Las disputas religiosas, a su vez, alcanzaron en 1798 una envergadura desconocida a causa de la carta del obispo Grégoire al inquisidor general Arce criticando la Inquisición, de la traducción de la obra del abate ultramontano Rocco Bonola: La liga de la Teología moderna con la filosofía en daño de la Iglesia de Jesucristo, y de los planes de Jovellanos y el obispo Tavira para reformar el Santo Oficio[15]. Los ultramontanos se envalentonaron y al tiempo que condenaron la injerencia del obispo constitucional Grégoire en la Iglesia española presentaron la Inquisición como el mejor baluarte para salvar a España de los intentos desestabilizadores de los revolucionarios. La polémica alcanzó un tono agrio y al mismo tiempo que los jansenistas reaccionaron, también con publicaciones, contra la doctrina de Bonola, el gobierno se veía continuamente presionado por su homólogo francés para proceder a la deseada reforma religiosa. El "partido aristocrático" no dejó pasar la ocasión para incrementar su oposición a Urquijo y trató de constituir un frente político apoyado en Inglaterra y en Nápoles.

     Este confuso panorama, en el que se mezclaron las disputas de signo religioso y estrictamente político, se agravó en 1799, año decisivo por varias razones. En los primeros meses, se difunde por España, parece que en abundancia, un folleto redactado por significados miembros de la Iglesia constitucional francesa, Grégoire entre ellos, inmediatamente traducido al castellano, en el que se alentaba a los jansenistas españoles a llevar a cabo su programa. El título del escrito es elocuente: "Observaciones sobre las reservas de la Iglesia de España por los obispos reunidos en Paris"[16]. En el verano de ese mismo año Urquijo tomó dos decisiones inequívocas en esta dirección. A causa de ciertas desavenencias con la Inquisición de Barcelona, destituyó a todos los miembros de aquel tribunal y el 5 de septiembre publicó el famoso y controvertido decreto por el que se permitía a los obispos españoles conceder dispensas matrimoniales reservadas, hasta el momento, a la Santa Sede. No podía ser más clara la orientación de la política española: debilitamiento de la Inquisición, fortalecimiento del episcopalismo nacional, interrupción de los pagos a Roma por las dispensas matrimoniales. El programa jansenista, desarrollado en estrecha colaboración con Francia[17], comenzaba a cumplirse con toda claridad. Pero la reacción actuó con no menos poder.

     Una vez más, de Roma provino una de las más importantes llamadas de atención al monarca español. A los pocos meses de acceder al pontificado, Pío VII transmitió a Carlos IV su firme condena de la política de Urquijo y aconsejaba al rey que "cerrase sus oídos a los que, so color de defender las regalías de la Corona, no aspiraban sino a excitar aquel espíritu de independencia que, empezando por resistir al blando yugo de la Iglesia, acababa después por hacer beberse todo freno de obediencia y sujección a los Gobiernos temporales."[18] El Papa, como los diplomáticos franceses y de otros países destacados en España, interpretaba que la reforma religiosa constituiría el primer paso para el cambio político. Exactamente igual pensaba el clero español en general, para el cual la monarquía española -según transmitió a su gobierno el embajador danés Schubart- se sustentaba en la superstición y en la hegemonía eclesiástica[19]. Pero junto a estas apreciaciones y, en definitiva, la oposición contra Urquijo orquestada con amplitud por el episcopado ultramontano[20], apareció una vez más la lucha por el poder político en España. En esta ocasión la encabezará Godoy alineándose con los ultramontanos, sus enemigos de antaño.

     Tras su cese en la Secretaría de Estado, la influencia de Godoy en los asuntos políticos declinó un tanto durante un breve tiempo, pero en 1800 resurgió de nuevo en todo su auge. Godoy captó el cambio internacional operado tras el 18 brumario en Francia y se percató de la rentabilidad de la aproximación al romano pontífice, toda vez que Napoleón, el nuevo hombre fuerte indiscutible en los asuntos europeos, acababa de entablar conversaciones amistosas con Pío VII. Al mismo tiempo, el nuncio de Su Santidad en España, monseñor Casoni, se movió cuanto pudo en los círculos de poder para derribar a Urquijo y al ministro español ante la Santa Sede, Gómez Labrador, por las gestiones de éste por conseguir permiso de Roma para obtener subsidios económicos del clero español. La ofensiva eclesiástica, al más alto nivel, se combina con la que practican en España los obispos ultramontanos, con Múzquiz de nuevo a su cabeza, aliados con el inquisidor general Arce y contando con el apoyo de Godoy y, por consiguiente, con el de la reina, tan enemiga de Urquijo como los ultramontanos, aunque por razones diferentes. El resultado de esta ofensiva fue la destitución de Urquijo, el nombramiento de Cevallos, protegido por Godoy, para la Secretaría de Estado y para la de Gracia y Justicia, competente en materia eclesiástica, de José Antonio Caballero, un oscuro funcionario claramente situado en el frente ultramontano y fiel, por el momento, a las directrices de Godoy. En todos estos manejos resultó determinante la permanente pugna por el poder entre las facciones cortesanas españolas, pero no puede pasarse por alto el papel jugado por la Iglesia. El propio nuncio Casoni así lo daba a entender. Al poco del cese de Urquijo, comunicaba al secretario de Estado Consalvi el doble triunfo ultramontano: el cese del ministro y la publicación de la bula Auctorem fidei, documento que simbolizaba la pugna entre jansenistas y ultramontanos[21]. Con buena dosis de la característica jactancia clerical, Casoni adornaba la noticia con la siguiente anécdota: "...Ayer mañana, en el acostumbrado círculo de los Ministros de Exteriores, el Rey me dijo al oído: "Espero que estará contento de mí"[22] En sucesivos despachos, Casoni insistió ante sus superiores en el relevante papel jugado por él mismo en la caída de Urquijo. Al margen de la ponderación de su influencia, sin duda apreciable, es evidente que el sector ultramontano se movió cuanto pudo para evitar que en 1799 los jansenistas llevaran a término su programa reformista.

     El paso dado en 1800 resultó determinante. A partir de este momento Caballero controló desde Gracia y Justicia los movimientos de los jansenistas y comenzó una persecución sistemática de sus más caracterizados miembros, comenzando por la condesa de Montijo, en cuya tertulia se reunía la plana mayor de la "secta", al decir de los ultramontanos. Godoy, por su parte, encumbrado al año siguiente al cargo de generalísimo de los ejércitos, recobró todo su poder y en materia eclesiástica actuó de forma equívoca, según soplaran los vientos, pero siempre atento hasta el extremo a los procedentes de Roma. La clara aproximación de Napoleón a la Santa Sede, tras la firma del concordato, y la fuerza demostrada en el interior de la monarquía española por el nuncio y el sector ultramontano determinaron una orientación favorable, al menos formalmente, hacia Roma y, en consecuencia, el gobierno abandonó la puesta en práctica del programa reformista de los jansenistas. Pero esta forma de actuar no estuvo tanto determinada por las ideas, cuanto por la necesidad para Godoy y los nuevos ministros de mantenerse en el poder. Se trata, por tanto, ante todo, de una táctica para navegar en medio de la pugna por el poder político en la crítica situación atravesada por España en el primer decenio del siglo XIX. Las miradas de Carlos IV, de su gobierno y de Godoy, el nexo entre uno y otro, se dirigieron por una parte a Napoleón y, por otra, a Roma, sabedores de que el partido romano disponía en España de suficiente fuerza como para derribar al gobierno si no contaba con el firme sostén de Francia, como había sucedido a Urquijo, a Jovellanos y Saavedra, al propio Godoy, a Aranda y a Floridablanca, es decir, a todos los responsables de la política española durante el reinado de Carlos IV. Como Napoleón no estaba dispuesto a estas alturas a apoyar hasta el final cualquier opción enfrentada de plano a Roma, el margen de maniobra de los políticos españoles quedaba sumamente limitado.

     Lo dicho no significa que Godoy -y, por consiguiente, Carlos IV- renunciara a partir de 1799 a sus convicciones regalistas. Las mantuvo con toda claridad e intentó, cuanto pudo, aplicarlas, pero procurando, en un difícil equilibrio, no enajenarse la voluntad de Roma. Así, mientras en su correspondencia privada con la reina y en la más oficial mantenida con Azara las manifiesta con claridad y critica a los ultramontanos, en la oficial con Roma es prudente en exceso y procura en todo momento mostrarse obsequioso con las autoridades eclesiásticas. El 19 de diciembre de 1800, por ejemplo, en plena vorágine por la disputa de territorios en Italia, Godoy escribía a la reina: "El Papa mismo no puede revocar los designios de Vs. Ms. aunque se tratase de despojarle de un estado que le perteneciere" y un año antes, durante la conjura contra Urquijo y en situación de alianza táctica con los ultramontanos, la reina daba cuenta a Godoy de ciertas pretensiones económicas de los eclesiásticos españoles, apostillando que si se les satisficiera en este punto: "...vendrían a ser más Reyes que el mismo Rey y en quinientos años no lo volveríamos a percibir [se refiere a las rentas pretendidas por los eclesiásticos], mucho más con esa Bula por la que nos sujetarán al Papa y se acaba toda la regalía"[23] En la cúspide del poder de la monarquía española no se renuncia al regalismo, incluso si por mantenerlo peligrara la pervivencia de los Estados Pontificios, como manifiesta Godoy en la carta citada, pero oficialmente se ofreció otra imagen que agradeció sobremanera Roma. El 25 de marzo de 1801 el secretario de Estado de la Santa Sede comunica al nuncio en España que el Papa tiene la mayor confianza en Godoy por el bien de la religión y del Papa; poco más de una año después, la misma fuente expresa la alegría del romano pontífice porque los asuntos pendientes con España quedaban en manos de Godoy, en 1803 la Santa Sede envía una carta de agradecimiento a Godoy por su actuación a favor del nuevo nuncio monseñor Gravina y en 1806 Godoy expone a éste la disposición de Carlos IV de conceder a Consalvi una prebenda en Cuenca en caso de que abandonara la secretaría de Estado[24]. Bastan estas muestras para constatar lo que venimos diciendo acerca de las magníficas relaciones oficiales entre la corte española y la Santa Sede durante el primer decenio del siglo XIX, sin que se convirtieran en obstáculo para ello las concesiones económicas sobre el clero español conseguidas del Papa por el gobierno de Carlos IV. Probablemente, a estas alturas, lo que más interesaba a Roma y a la Iglesia española era controlar al gobierno español, es decir, evitar la puesta en práctica del programa jansenista. Con Caballero en Gracia y Justicia y con Godoy titubeante y dedicado, ante todo, a obtener algunos subsidios económicos, parecía garantizada la seguridad en este sentido.

     Antes de la invasión de España por las tropas de Napoleón en 1808 hubo ocasión, aún, de un nuevo vaivén político, dirigido contra Godoy. Se trata de la ofensiva protagonizada por el grupo articulado en torno a Fernando VII, compuesto fundamentalmente por representantes del antiguo "partido aragonés", ahora denominado "fernandino", en el cual tuvo parte relevante el canónigo Escoiquiz. En este caso la lucha estuvo motivada sustancialmente por estrictas razones políticas y no parece relevante la participación, como en anteriores ocasiones, del nuncio y del episcopado ultramontano. Sin embargo, el resultado fue claramente favorable al ultramontanismo. Llegados a 1808 el grupo jansenista quedaba situado más lejos del poder de lo que había estado durante las décadas anteriores, pues en el gobierno dominaban Caballero, Escoiquiz y los aristócratas que habían protagonizado el motín de Aranjuez y la intentona precedente conocida como la conspiración de El Escorial. El clero en general, por su parte, se apresuró a celebrar la caída de Godoy y en sermones y declaraciones (también en folletos de distinta factura) lo presentó como decidido enemigo de la Iglesia, recordando ahora las numerosas exacciones económicas practicadas durante sus años de privanza (de la desamortización de 1798 a las bulas de 1805-1807).

     Gracias a su participación en las luchas políticas durante el reinado de Carlos IV, el sector ultramontano de la Iglesia española llegó al momento clave, el sexenio 1808-1814, con una capacidad de acción más que notable. También el grupo jansenista había conseguido a pesar de todo mantener su cohesión doctrinal y no había abandonado la esperanza de aplicar su programa de reforma. Creyeron llegada su oportunidad con las Cortes de Cádiz y trataron de desarrollar sus ideas apoyados en el grupo liberal. El intento, sin embargo, resultó vano a causa de la ruidosa, pero efectiva, oposición de los ultramontanos, bien representados en el parlamento por los diputados reaccionarios o "serviles". Como sucediera en el siglo XVIII, también ahora las disputas políticas entre dos bandos aplazaron la reforma de la Iglesia. A diferencia de lo sucedido en Francia, donde en buena medida triunfa el programa jansenista, o en el imperio austríaco, donde el regalismo (allí llamado josefinismo) se impone a la Iglesia, en la España de comienzos del siglo XIX los eclesiásticos continúan gozando de una influencia política más que apreciable, al estilo del Antiguo Régimen. Ello constituyó un evidente obstáculo para la secularización de la sociedad y, por consiguiente, para su modernización.

Notas
[1] R. HERR, España y la revolución del siglo XVIII, Madrid, Aguilar, 1971, p. 335.
[2] Véase una buena muestra de ello en las diputadas habidas en Lérida por una parroquia en E. GIMÉNEZ LÓPEZ, "La devoción a la "Madre Santísima de la Luz": un aspecto de la represión del jesuitismo en la España de Carlos III", en Revista de Historia Moderna. Anales de la Universidad de Alicante, 15, 1996, pp. 213-232.
[3] Publica la carta C. LASALDE, "Dos cartas del príncipe de la Paz", en Revista Contemporánea, año XXIV, , octubre 1898, p. 13.
[4] Vid. la interesante aportación de C. MORANGE, "El conde de Montijo. Reflexiones en torno al "partido" aristocrático de 1794 a 1814", en Trienio, 4, 1984, pp. 33-68 y los estudios clásicos de C. CORONA, Revolución y reacción en el reinado de Carlos IV, Madrid, Rialp, 1957; R. OLAECHEA, El conde de Aranda y el partido aragonés, Zaragoza, Departamento de Historia Contemporánea de la Facultad de Letras, 1969; R. OLAECHEA-J.A. FERRER BENIMELI, El conde de Aranda (Mito y realidad de un político aragonés), 2 vols., Zaragoza, Librería General, 1978; J.A. FERRER BENIMELI, El conde de Aranda y el frente aragonés en la Guerra contra la Convención (1793-1795), Zaragoza, 1965.
[5] Un planteamiento de los grupos políticos en liza durante esta coyuntura realiza C. MORANGE, "Las estructuras de poder en el tránsito del Antiguo al Nuevo régimen", en J. PÉREZ y A. ALBEROLA (Eds.), España y América entre la Ilustración y el Liberalismo, Alicante-Madrid, Inst. de Cultura Juan Gil-Albert-Casa de Velázquez, 1993, pp. 35-37.
[6] A. MORALES MOYA, Reflexiones sobre el Estado español del siglo XVIII, Alcalá de Henares-Madrid, I.N.A.P., 1987.
[7] El giro de Floridablanca, conocido como "pánico", ha sido bien estudiado por R. HERR, A, GIL NOVALES y otros. Véase, además, el planteamiento de A. ELORZA, "Hacia una tipología del pensamiento reaccionario en los orígenes de la España contemporánea", en Cuadernos Hispanoamericanos, nº 203, 1966, p. 370. A pesar de todo, Floridablanca no renunció por completo a sus convicciones regalistas y episcopalistas y en 1791 escribió a Azara, agente en Roma de la monarquía española, que hiciera lo posible para ampliar las facultades de los obispos españoles para conceder dispensas, en vistas del mucho dinero que por este motivo salía de la monarquía (Cfr. R. OLAECHEA, Las relaciones hispano-romanas en la segunda mitad del siglo XVIII. La Agencia de Preces, Zaragoza, 1965, pp. 463-464.
[8] Del grupo aragonés, o al menos de personas relacionadas con él y con la alta nobleza, salieron, entre 1788 y 1792, múltiples anécdotas, hablillas y rumores acerca de los amores de Mª Luisa con diversos personajes, entre ellos algunos guardias de Corps. El objetivo, por estas fechas, no consistía en dañar a Godoy (aunque con cierto ascendiente ya en la corte, aún no era el enemigo número uno a batir), sino la influencia de Floridablanca sobre los nuevos monarcas. A partir de 1792 fue Godoy el blanco de todas las invectivas y pronto se le identificó como el guardia de Corps preferido de la reina.
[9] Vid. E. LA PARRA, "La inestabilidad de la monarquía de Carlos IV", en Studia Historica. Historia Moderna, vol. XII, 1994, pp. 30-31.
[10] Cit. por R. OLAECHEA-J.A. FERRER BENIMELI, El conde de Aranda..., p. 103.
[11] C. SECO SERRANO, Godoy, el hombre y el político, Madrid, Espasa-Calpe, 1978.
[12] R. OLAECHEA, Las relaciones hispano-romanas..., pp. 461-463
[13] Cit. por R. OLAECHEA, Las relaciones hispano-romanas..., p. 472
[14] Los motivos de este cambio político los he expuesto en mi libro: La alianza de Godoy con los revolucionarios. España y Francia a fines del siglo XVIII, Madrid, CSIC, 1992.
[15] Un buen resumen de todo ello realiza R. HERR, La revolución..., pp. 335 ss.
[16] Este texto va firmado por los obispos de Dax (J.S. Saurine), Amiens (E.M. Desbois), Blois (Grégoire) y Cayenne (Jacquemin). La traducción española incluyó un resumen de la Historia de la Inquisición de Sicilia escrita por el danés Münster y publicada ese mismo año. Las intenciones eran bien claras: rebatir, por una parte, los derechos pontificios sobre la Iglesia española y criticar la existencia de la Inquisición, es decir, se atacaba los dos fundamentos del ultramontanismo.
[17] Es importante reparar que las medidas en materia de política religiosa adoptadas por Urquijo y, ante todo, el decreto sobre dispensas matrimoniales, estuvieron muy determinadas por el deseo del ministro español de ganarse el beneplácito del gobierno francés (así lo interpreta, creo que con acierto, J. SAUGNIEUX, Un prélat éclairé: Don Antonio Tavira y Almazán (1737-1807), Toulouse, 1970, p. 199.) Ello demuestra el cariz político del asunto: Urquijo sabe que sin el apoyo francés peligraría su permanencia en el poder, como en efecto sucedió un año después (la caída de Urquijo se debió, en buena medida, a la falta de este apoyo a finales de 1800: vid. L. SIERRA, "La caída del primer ministro Urquijo en 1800", Hispania, pp. 556-580.)
[18] Cit. por PRÍNCIPE DE LA PAZ, Memorias, Madrid, 1965, I, pp. 308-309.
[19] Vid. E. LA PARRA, "La crisis política de 1799", en Revista de Historia Moderna. Anales de la Universidad de Alicante, nº 8-9, 1989-90, pp. 228 ss.
[20] La ha estudiado con detenimiento L. SIERRA, La reacción del episcopado español ante los decretos de matrimonios del ministro Urquijo de 1799 a 1813, Bilbao, 1964.
[21] La Auctorem fidei, publicada por Pío VI en 1794, condenaba la doctrina del Sínodo de Pistoya, uno de los puntos básicos de referencia para el jansenismo europeo. El gobierno español, presidido por Godoy, rehusó darle el "placet" y, por tanto, la bula no tuvo aplicación en España. El 10 de diciembre de 1800, coincidiendo con el cese de Urquijo, se publicó la bula en España, una vez hubo concedido el "placet" Carlos IV, aconsejado por Godoy. El cambio de táctica no puede ser más evidente.
[22] Despacho de Casoni a Consalvi, cit. por L. SIERRA, "La caída del primer ministro Urquijo...", p. 572.
[23] Godoy a Mª Luisa (19-10-1800), en C. PEREYRA, Cartas confidenciales de la reina Mª Luisa y don Manuel Godoy, Madrid, Aguilar, s/f, p. 360 y Mª Luisa a Godoy (28-8-1799, Ibid., pp. 222-223).
[24] Archivio Segretto Vaticano, SS, Spagna. Correspondencia entre el nuncio Casoni y la Secretaría de Estado (Vid. F. DÍAZ DE CERIO, Noticias sobre España..., pp. 12, 16-18 y 83).