HISPANIA NOVA

Revista de Historia Contemporánea

Fundada por Ángel Martínez de Velasco Farinós

ISSN: 1138-7319    DEPÓSITO LEGAL: M-9472-1998

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NÚMERO 4 (2004)

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AUTOR: Irene CASTELLS OLIVÁN; Jordi ROCA VERNET

TÍTULO: NAPOLEÓN Y EL MITO DEL HÉROE ROMÁNTICO. SU PROYECCIÓN EN ESPAÑA (1815-1831) 

 

RESUMEN: Este trabajo estudia el desarrollo del mito de Napoleón como héroe romántico, forjado durante la Europa de la Restauración. La importancia del mismo radica en que este mito reforzó las luchas de los liberales españoles y europeos contra la Santa Alianza. Se subraya cómo el episodio de los Cien Días llevó al campo liberal a los bonapartistas y a los partidarios del culto a Napoleón. En España, los liberales, aunque siguieron criticando la invasión napoleónica de 1808, en 1821 ya habían revitalizado políticamente la figura del Emperador, antes incluso de su muerte. Después de la misma, el mito del general español Rafael del Riego se asimiló al de Napoleón y potenció el alcance que tuvo el liberalismo español en la Europa de los años veinte del siglo XIX.

PALABRAS CLAVE: Napoleón, Liberalismo, Mito romántico, Romanticismo.


ABSTRACT: This article studies the development of the myth of Napoleon as a romantic hero, forged during the time of the Restoration in Europe. The importance of this lies in the fact that the myth reinforced the struggle of the Spanish and European liberals against the Holy Alliance. The discussion emphasises how the episode of the Hundred Days took the Bonapartists and those in favour of the cult of Napoleon over to the liberal camp. Although the liberals in Spain continued to criticise the Napoleonic invasion of 1808, they had politically revitalised the figure of the Emperor in 1821, even before his death. After his demise, the myth of the Spanish general Rafael del Riego was assimilated to that of Napoleon and provided impetus to the influence obtained by Spanish liberalism in the Europe of the 1820’s.

KEY WORDS: Napoleon, Liberalism, Romantic Myth, Romanticism.

 


Napoleón y el mito del héroe romántico. Su proyección en España (1815-1831)

Irene CASTELLS OLIVÁN; Jordi ROCA VERNET *
Universitat Autònoma de Barcelona

A la memoria de Ángel Martínez de Velasco Farinós

 

Napoleón, más que pertenecer a la historia, ha sido dominado durante mucho tiempo por la mitología, ese mundo ideal en que las figuras históricas dejan de ser hombres para convertirse en héroes: más que personas son semidioses[1]. Hay sin embargo diversos elementos que componen el mito napoleónico, ya que en el mismo convergieron la leyenda dorada sobre el Emperador, el culto napoleónico y el bonapartismo, aspectos todos ellos que, aunque se mezclaron durante la Europa de la Restauración, exigen un tratamiento diferenciado y seguir su particular cronología, si es que queremos calibrar la proyección real del personaje en la época que siguió a su derrota y durante la década inmediatamente posterior a su muerte, ocurrida en mayo de 1821. Por ello nos ocupamos del contenido de estos términos en el primer apartado de este trabajo. No obstante, el objetivo del mismo se centra en un aspecto concreto del mito napoleónico: el de la configuración del mito del héroe romántico en torno a su persona, y en la trascendencia que esto tuvo en la revitalización de la lucha de los liberales españoles y europeos contra la Santa Alianza.  

1. Leyenda, mito, culto napoleónico y bonapartismo

Conviene clarificar la variedad de acepciones que pueden darse a estos términos[2], coexistentes en el tiempo, para entender cómo cada uno de ellos convergió en el mito del héroe romántico. La leyenda, el mito napoleónico y el culto a Napoleón, aunque formaron parte de la acción política, constituyen tres fenómenos singulares en sí mismos, mientras que el bonapartismo tiene un carácter polisémico que puede referirse tanto a una doctrina, a un partido, a un sistema de gobierno o, simplemente, a una corriente política que perseguía la restauración de la dinastía imperial. La principal diferencia entre los mismos es que Napoleón no creó su leyenda, aunque sí el culto hacía sí mismo y el mito, y fue también el inventor del bonapartismo. Sin embargo, lo que hubo en la Francia de la Restauración, fue sobre todo un bonapartismo popular, lo que se ha llamado Los Napoleón del pueblo, que no era en absoluto una tendencia política bien definida. Este bonapartismo popular estaba ideológicamente orientado a la izquierda, se basaba en la nostalgia, y apareció al día siguiente de la batalla de Waterloo. Por entonces, el eclipse de la idea republicana hacía del Imperio la única alternativa posible; veía en Napoleón el salvador y heredero de la Revolución, al tiempo que borraba el recuerdo del autoritarismo y del antiparlamentarismo. Sus difusores fueron el pueblo y sobre todo los militares, los veteranos de la Grande Armée, confinados en sus hogares, condenados a contar la epopeya vivida al lado del héroe. Del mismo modo, la memoria espontánea de los humildes, transformaba el pasado a la luz del triste presente, para añorar el Imperio y el episodio de los Cien Días. Bonapartismo, para los vencidos, era sinónimo de patriotismo, tal como señaló el escritor francés Stendhal, al enterarse de la derrota de Waterloo: Es la primera vez en mi vida que siento el amor a la patria[3]. Sin embargo, este bonapartismo tampoco se identifica totalmente con la leyenda napoleónica. Los mecanismos de la misma hay que seguirlos a partir del episodio de los Cien Días, es decir, cuando Napoleón consiguió huir de su prisión en la isla de Elba y llegar a las costas de Francia a primeros de marzo de 1815, acompañado de unos pocos soldados, para entrar triunfalmente en París la noche del 19 al 20 de marzo. Se redactó entonces una Carta constitucional más liberal que la de Luis XVIII, cuya elaboración corrió a cargo del antiguo oponente a Napoleón, el liberal Benjamin Constant. Como se sabe, fue un episodio efímero -aunque de gran densidad política, como veremos- que acabó en junio de 1815, en Waterloo. Los ingleses impusieron de nuevo a Luis XVIII y Napoleón fue confinado en Santa Elena. En un primer momento no fue la leyenda dorada la que apareció, sino la leyenda negra[4], atizada por los ingleses, pero que tuvo gran éxito en Alemania y Rusia. No fue espontánea, sino obra de algunos panfletistas que hicieron de Napoleón una caricatura sistemática para mostrarlo como un individuo cargado de todas las taras morales. Era una propaganda destinada a las mentalidades populares para convertir al Emperador en un monstruo. Esta corriente de opinión fue perdiendo audiencia mientras que la leyenda dorada se imponía. Ésta fue en su primera fase algo muy improvisado, aunque tuvo un alcance internacional. Surgió a partir de una tradición transmitida desde 1815. Las autoridades francesas, siempre temerosas de un complot bonapartista, amplificaron involuntariamente el fervor popular a Napoleón. No fue en absoluto producto de una invención individual y chocaba, además, con toda la interpretación racional de los comportamientos políticos, ya que, después de Waterloo, era bastante improbable el regreso de Napoleón o la restauración de su heredero. Pero ni las masas populares ni los conspiradores, hacían este análisis, sino que creían que si el retorno de la isla de Elba había ocurrido, podría repetirse. Porque efectivamente, ese episodio excitó la imaginación popular, multiplicándose noticias de la aparición de falsos napoleones. La leyenda se nutrió de los fieles al culto de Napoleón, que eran los campesinos, pero también los artesanos y obreros, unidos a la fracción popular de los sectores burgueses, y cuyas manifestaciones aparecían en exposiciones, venta de grabados, retratos del emperador o su familia, expuestos tanto en reuniones clandestinas como en actos colectivos. El dictador se metamorfoseó poco a poco en rey del pueblo, al igual que un Mesías cuya llegada se esperaba con impaciencia. Entre 1817 y 1821, la memoria popular confluyó con las primeras obras biográficas napoleónicas para implantar la leyenda a través de canciones, rumores, narraciones e imágenes.

La diferencia entre leyenda y mito radica en que la primera es heteróclita, surge de un pasado idealizado y supone una mayor simpatía hacia Napoleón. Por su parte, el mito napoleónico aparece como algo más depurado y tiene su específica cronología y vertientes diversas. Y sobre todo, tiene la característica de que fue creado por el propio Napoleón, aunque la imagen idealizada del proscrito no fue inicialmente una creación suya, sino que surgió tras los Cien Días, acontecimiento que tuvo también la virtud de dar un contenido liberal al bonapartismo. Napoleón fabricó el mito del joven héroe ya durante la Revolución francesa, durante sus campañas de Italia; después, la maquinaria de la propaganda imperial dio paso al mito de Napoleón como jefe carismático, representante de Dios en la tierra, y, en tercer lugar, antes de morir, en el Memorial de Santa Elena recogió y cristalizó el tercer elemento del mito: el de Prometeo encadenado a su roca, es decir, el mito del héroe romántico. En resumen, el mito napoleónico procede de una acumulación de temas creados en gran parte por el propio Emperador, lo que dio lugar a un mito en el sentido moderno del término, es decir, un sistema de fabulación que se convirtió en un fenómeno colectivo, basado en la imaginación y en la afectividad, más que en el razonamiento o la inteligencia.

Leyenda, culto napoleónico, los Napoleones del pueblo, el bonapartismo liberal y el mito de Napoleón, incidieron políticamente en contra de los Borbones y eran reflejo del presente, por lo que no deben confundirse con el bonapartismo, que tenía claramente un componente esencial de doctrina política, la cual seguía manteniendo el antiparlamentarismo, tal como aparece incluso en el Memorial, donde Napoleón quiso fijar su ideal político para dejarlo como herencia a su hijo. Había abdicado en él en 1815, cuando éste apenas tenía cuatro años. No fue él sin embargo, -muerto en 1832- quien se benefició del bonapartismo, sino el sobrino de Napoleón, Luis Napoleón Bonaparte, el cual utilizó para su poder, durante el Segundo Imperio, todos los elementos que confluyeron en la leyenda, el culto napoleónico y el mito.

 

2. La génesis del mito: Napoleón como héroe romántico (1815-1823)

La construcción del mito romántico de Napoleón, surgió ya antes de su muerte, y tuvo una importancia que no se suele tener en cuenta para entender la oleada revolucionaria de los movimientos liberales de 1820, fecha que puso en primer plano la realidad de una revolución europea. La tesis que sostenemos es la de que Napoleón, tras su reclusión en la isla de Elba, fue consciente de que se enfrentaba a una realidad nueva: la del liberalismo emergente. Por ello se decidió a realizar su gesta, a riesgo de sacrificar su vida, para poder asegurar el futuro de su heredero. Su objetivo era el de asegurar en el mismo la continuidad de su dinastía, pero antes era necesario alejarla de un pasado marcado por las guerras y el despotismo imperial. Por ello se sometió durante el episodio de los Cien Días a una Carta constitucional. Pero sus coetáneos vieron en la acción de “vuelo del Águila” la señal del inicio de un nuevo proceso revolucionario de alcance europeo[5]. No sólo cristalizó entonces la leyenda napoleónica, sino que el acontecimiento fue fundamental en la efervescencia del bonapartismo popular y liberal y en la alianza entre bonapartistas y carbonarios franceses y europeos. Se inició así el último paso para la transformación del mito napoleónico en el mito de Napoleón como héroe romántico, antes de que los escritores se apoderaran del mismo, después de su muerte.

Las consignas subversivas se extendieron, apelando al restablecimiento de la familia Bonaparte encabezada por el hijo del emperador, aclamado como Napoleón II. Las conspiraciones de liberales y bonapartistas se sucedían y entrecruzaban ya desde 1815, no sólo en Francia, sino en Italia, Portugal y España, donde se estaba ensayando en estos años la estrategia de los pronunciamientos liberales. Esta fórmula subversiva antiabsolutista, original de liberalismo español, pudo muy bien haber tenido la influencia del procedimiento utilizado por Napoleón para el restablecimiento del Imperio de los 100 días. Al fin y al cabo, el prodigio que supuso la hazaña de Napoleón[6] estaba teñido -al igual que los pronunciamientos españoles de esa etapa- por la concepción romántica del cambio histórico, basada en la idea de que la virtud, la fuerza movilizadora del ejemplo, la acción heroica de unos hombres, eran elementos necesarios para dar fuerza y estímulo a quienes les siguieran.

Conviene situar en este contexto de transformación del mito napoleónico en mito romántico, la publicación en Inglaterra, en 1818, de la novela Frankenstein o el moderno Prometeo, cuya autora, Mary Wollstonecraft Shelley, era la esposa y musa de Percy B. Shelley, uno de los poetas románticos más conocidos de su generación. El paralelismo entre Frankenstein y el Napoleón de esa época es notorio, ya que, durante los años que van de 1815 a 1823, abundaron las múltiples verdades, muy contradictorias entre sí, sobre el Emperador, de igual manera la percepción sobre el monstruo de Frankenstein en la novela es indirecta y contradictoria, y resultado de la acumulación de distintas y contradictorias verdades. Hasta la aparición de El Memorial en 1823, resultaba difícil encontrar el hilo conductor de una vida política tan contrapuesta. Como Frankenstein, Napoleón es interpretado de una manera por los liberales y de otra por los conservadores. Como ha señalado Isabel Burdiel[7], “para el conservadurismo político el monstruo (Frankenstein) era el producto de la transgresión (de la manipulación artificial de las leyes de la naturaleza y de la sociedad); concebidas como orgánicas e inmutables. Para la tradición radical, por el contrario, era la tiranía y el respeto irracional por el orden establecido el que producía monstruos (…) Mary Shelley creó un monstruo que es un híbrido de formas y de contenidos procedentes de dos tradiciones. La fealdad monstruosa y dañina de los productos de la revolución tal y como los veía la tradición conservadora, y el monstruo como producto de la injusticia y de los excesos del gobierno, tal y como lo definían los liberales. El resultado de ese híbrido fue un tercer ser que se diferenciaba de los dos anteriores en que, por primera vez, pensaba y hablaba por sí mismo”. Como Frankenstein, Napoleón reunía en él las dos tradiciones: la que venía del Antiguo Régimen y la revolucionaria, y dio lugar en su persona a una nueva: la romántica. Finalmente, el otro elemento que nos acerca más allá de la soledad y el martirio -elementos ligados al romanticismo-, es la nueva estética que rompía con la belleza neoclásica y encumbraba lo sublime y la fealdad como un nuevo modelo ético, en un momento en que estética y ética apenas habían comenzado a separarse. Se nos sitúa ante nuevos Prometeos que han dado a los hombres las nuevas ideas para hacerlos libres, pero también para enfrentarlos entre sí. Estamos ante dos hombres que son castigados por sus progenitores: la ciencia y la revolución; dos personajes desubicados, solos, incómodos, torturados y divinizados por sus virtudes, pero son precisamente esa multitud cualidades humanas las que les alejan y marginan del mundo, haciéndoles casi suprahumanos. Frankenstein era el espejo, el reflejo de Napoleón, en un mundo burgués marcado por los fracasos de la Revolución francesa y del Imperio. Frankenstein fue ideado por su creador como una criatura dotada de las mejores virtudes humanas. También a Napoleón se le atribuyeron cualidades casi sobrenaturales, como decía un folleto español de la época[8], del que reproducimos algunos extractos por parecernos paradigmáticos: (la negrita es nuestra)

Nació de muger y volvió a la tierra: he aquí lo único en que Napoleón se asemejó a las criaturas, por donde no puede quedarnos duda de que perteneció a la especie humana, y no a otra superior que acá bajo no conocemos (…) Destinado por el Omnipotente a cambiar la faz de la tierra y mudar el órden de las cosas humanas, fue provisto de los medios, necesarios para ello, y cumplió su misión (…) Como militar todo lo concibe, todo lo emprende, todo lo ejecuta. No hay para él obstáculos, ni estaciones, ni circunstancias, ni climas, ni terrenos, ni cualidades: siempre y en todas partes halla coyuntura para hacer lo que el mundo y los demas hombres habian canonizado de imposible. (p. 3)

El sorprende siempre la expectación del mundo, porque acomete y ejecuta lo que ninguno imagina ni espera: sus cálculos son de otra esfera que la ordinaria (…)

No hay en él accion pequeña, ni mediana, ni parecida a las de los demás hombres: sus obras son parecidas como su fisonomia a él mismo; llevan impreso el sello de la originalidad: hasta sus estravíos y crímenes, si los tiene son peculiares: grande en todo, es todo Bonaparte y no mas (p. 4)

En su elevación es superior a todos los héroes; en su caída ninguno puede comparársele (…)

La historia de Napoleon será su escuela: su gobierno el modelo: sus hazañas el estímulo, y su ejemplo una muda pero energica reprension que despertará el adormecimiento hasta del mas apático y afeminado. Napoleon les ha enseñado que han nacido para sacrificarse enteramente por el mundo si han de merecer su consideración y su respeto, y ser contados en el catálogo de los hombres. (p. 5)

Los héroes todos han desaparecido de la consideracion de los hombres: al lado del nombre Bonaparte todos se anonadan, ninguno puede inscribirse: su estátua ha de colocarse en el templo de la inmortalidad esenta: las mas famosas de que hacen suntuosa conmemoracion los anales de la especie humana, le servirán de lejano y tosco pedestal (...)

En orden a las cosas humanas se asemeja a la Providencia: todo lo abarca, todo lo cobija, en todas partes se halla (p. 7)

Regenerada la especie humana, cambiada la faz de la tierra, y llegado este último punto, le cortó por sí mismo los buelos el Todopoderoso, y envió fuego del cielo para que su destruccion no fuera obra de otros hombres: asi se verificó, y ninguno tendrá la loca temeridad de presumir siquiera que fué capaz de vencerle. (p. 13) Grande y sin igual aun ántes de pertenecer al siglo que se llamará suyo por excelencia: magnífico sobre toda magnificencia en su elevacion; fué todavía mas grande en su abatimiento. (…) Su destrucción (lo repetimos cien veces) fué obra de la Providencia; sus faltas, si algunas tuvo, no están al alcance de los demas hombres.

El mundo le hizo la guerra porque no le conoció: tambien se la hizo a su Salvador y Redentor. Desdicha, condenacion parece de la humanidad la ingratitud contra sus bienhechores a que tiene una tendencia tan imperiosa, y la resistencia a sus mejoras que siempre ha hecho desde que hay memoria de lo pasado (…)

¡Oh espíritu sublimado! Hay quienes se atreven a medirte! Acostumbrados a comparar las cosas por su propia pequeñez, osan criticar las operaciones que a su parecer contribuyeron a tu descenso. ¡Fátuos! Calificais el mérito de las acciones por sus resultados. Condenad al Salvador porque se dejó crucificar; y a vosotros mismos porque hacíendo la guerra con insensatez a quien os preparaba un camino de gloria y de grandeza, os labrásteis una senda de espinas y abrojos que no pocas veces habeis pisado y maldecido despues, acreditando asi la volubilidad y estulticia de vuestros juicios. (p. 14) Vosotros, habiéndole denigrado y hecho la guerra, invocásteis despues en multiplicadas ocasiones su nombre y el de sus dinastías, cuando al fin os convencísteis de que las dinastías viejas teniendo identificados sus intereses con las viejas instituciones, no podian amalgamarse con otras; y que la de Napoleon, hija de las nuevas, era la única que tenia interes, convencimiento y gratitud para consolidarlas. ¡Contemplad ahora vuestra obra, y avergonzaros! (....)

Tu sabes, alma verdaderamente gloriosa, que el exceso de la virtud, que poseistes tan eminentemente, ha sido el único y mayor crimen de que has tenido que arrepentirte (p. 15).

Acusánte tambien de que ejerciste el despotismo. Pero era el despotismo liberal, el despotismo benéfico, creador, vivificador, ordenador, saludable; era el despotismo enemigo de la supersitición, el protector y salvaguardia de la libertad verdadera y de la tolerancia civil y religiosa; el que destruia con mano fuerte lo pernicioso a la sociedad (p. 16)

Allí, Océano, respetarás tú al que no cabiendo en la Europa, ni mereciéndole ninguno de sus distritos, fué por último a morir en tu anchuroso espacio: tú venerarás sus cenizas: tú te mostrarás agradecido al único mortal que ha tentado extender sobre tí las ideas liberales y la libertad, para que convirtiéndote en patria comun arrancado de las garras de unos menguados traficantes, sirvieses de tránsito libre y de vehículo de union entre todos los habitantes del globo (p. 20)

Este folleto, fechado el 8 de agosto de 1821, cuando ya se había conocido la muerte del Emperador, indica claramente que en 1821 el mito romántico de Napoleón ya había calado en la opinión pública europea. La prensa española, francesa e inglesa reflejaba la idea de que se consideraba excesivo el castigo que se le había impuesto al mismo y que el gobierno británico había usado al preso de Santa Elena como medio de presión hacia el gobierno francés, bajo la amenaza de liberarlo[9]. El juicio sobre el personaje, ya antes de su muerte, se mostraba bastante favorable al mismo, aunque la mayoría de los escritos reflejaban que se tenía en cuenta las diversas caras del régimen napoleónico. Por las mismas fechas, los griegos, a través de sus contactos diplomáticos en Londres, solicitaban permiso para ver a Napoleón y ofrecerle el liderazgo de su lucha contra los turcos para convertirlo después en su monarca[10].

Por su parte, los militares españoles tenían ya en Napoleón, un referente militar e incluso político, aunque los más liberales no le perdonaban su despotismo para con los pueblos. En el exilio, españoles y bonapartistas franceses e incluso ingleses (como el general Sir Robert Wilson), conspiraban en Londres, Bruselas, Estados Unidos e Iberoamérica, tanto en planes siempre fallidos para liberar al Emperador de Santa Elena, como para preparar el restablecimiento en España de su hermano José Bonaparte. Eso ocurría al tiempo que el navarro Francisco Javier Mina, “el Mozo”, perdía su vida en 1817 en México, tratando de ayudar a los independentistas americanos, no sin antes haber rendido pleitesía, en Estados Unidos, a José Bonaparte como “rey de España y de las Indias”[11].

En ese clima teñido por la “atmósfera” romántica, triunfó en España la revolución liberal de 1820, desencadenada por el pronunciamiento de Riego, que tuvo su prolongación en los pronunciamientos que implantaron igualmente el liberalismo en Portugal, Nápoles y el Piamonte. La esperada revolución europea era ya una realidad. El liberalismo español se convirtió en un ideal de libertad para el liberalismo europeo, en el que confluían fuerzas de muy distinto signo (liberales, bonapartistas, republicanos).

La investigación que hemos hecho sobre la publicística (prensa, folletos, aleluyas, grabados) de la Barcelona del Trienio Liberal[12], nos muestra que, entre los círculos liberales, la figura de Napoleón estaba redimensionándose hasta llegar a convertirse en esos años, al igual que ocurría en Europa, en su mito romántico. Se llegaba incluso a afirmar que el desarrollo constitucional español no se hubiera producido a no ser por la difusión que Napoleón hizo de las ideas de la Revolución[13]. Aunque tampoco se eliminaban las críticas a las guerras de agresión, a la opresión de los pueblos o a su voluntad de unirse con las clases privilegiadas del Antiguo Régimen. Se tendía a destacar sin embargo los aspectos positivos de la reforma napoleónica: su política anticlerical, la igualdad del voto masculino o ante los impuestos, y se le calificaba de hombre extraordinario, de la talla de un Cesar o Alejandro Magno. Lo que se constata es que los liberales barceloneses, en poco menos de cinco años, habían logrado la rehabilitación política de Napoleón, el personaje más odiado y temido durante la guerra de 1808-1814.

Los periódicos se hacían eco a principios del verano de 1821, de los rumores que corrían sobre la libertad de Napoleón, basados, entre otras cosas, en que como individuo de la orden Masónica, no puede estar en prisión más de seis años[14]. La prensa más liberal dio a lo largo de 1821 abundante información sobre el Emperador, al tiempo que numerosos rumores se extendieron en Francia de que Napoleón estaba en España[15]. Este rechazo a la aceptación de la muerte del Emperador, se anclaba en la mitificación del pasado, pero era también reflejo del presente, ya que, para los adeptos al Emperador, éste era una figura mesiánica e inmortal, y con su presencia la guerra volvía a empezar, lo que explica que esta creencia cobrase vigor en el contexto de la intervención francesa de 1823 en España.

Cuando se dio la noticia de la muerte de Napoleón, ocurrida el 5 de mayo de 1821 y conocida en París el 6 de julio, los diarios barceloneses se mostraban muy preocupados por las muestras de alegría que pudieran darse entre la población, bajo el argumento de que eso sería muy beneficioso para los facciosos realistas, y emitían el mensaje que lo que había que hacer es no dar muestras de indiferencia, sino de dolor.

En agosto de 1821, el Diario Constitucional, Político y Mercantil de Barcelona, reproducía una carta enviada desde París, en la que transmitía su convicción de que los españoles sabrían perdonar, y respetarían la memoria de Bonaparte, para conseguir que se concluyera felizmente la nueva revolución europea, cuyo principio debe buscarse (…) en la batalla de Waterloo[16].

En las crónicas de los diarios se recogían noticias de los periódicos extranjeros, se daban descripciones de la enfermedad y muerte del Emperador, así como de la preocupación del moribundo para que se detectase exactamente de qué iba a morir, a fin de preservar a su hijo de un posible mal hereditario, un cáncer de estómago, que había ya acabado con la vida de su padre[17]. Aparecía así, una vez más, que la gran esperanza de Napoleón era su hijo, en quien cifraba su proyección personal, su única oportunidad: era el llamado “rey de Roma”, custodiado junto con su madre en la corte austriaca. En él depositaba su esperanza de que perpetuara las victorias que él había conseguido durante el Imperio. Vemos en este hecho un ejemplo clásico del romanticismo, es decir, una idealización de un pasado heroico y brillante, al tiempo que se construía una utopía hacia un futuro cargado de esperanzas, para evadirse de un presente melancólico y marcado por el fracaso. O sea, que en las narraciones de los últimos días del Emperador afloraron multitud de elementos románticos que dieron su fruto en la construcción de este aspecto del mito.

En las publicaciones de Barcelona aparecieron algunas imágenes para dar un contenido visual de la muerte de Napoleón, las cuales reflejaban los pormenores de las descripciones del cortejo funerario aparecidas en la prensa. De todas ellas, reproducimos esta imagen[18] que muestra muchos más detalles de los que publicitaron las crónicas periodísticas del momento, con el fin de enfatizar el carácter liberal o revolucionario del Emperador. En el séquito mortuorio es visible la bandera tricolor que recubre el ataúd, lo que nos hace vincular con la figura de Napoleón con la Revolución, de la que había surgido. Otros elementos, como la montaña coronada por árboles, podrían querer reforzar su memoria unida a los cambios revolucionarios, ya que la montaña y el árbol de la libertad, habían sido elementos emblemáticos del mundo simbólico-festivo de la Revolución. Sin embargo, la distancia que separa el féretro de la montaña arbolada, deja patente la lejanía temporal del proceso revolucionario. Del mismo modo, se constata que la muerte del Emperador genera un desánimo entre los bonapartistas, que ven como con la desaparición de su líder se desvanecían sus planes de restitución inmediata del poder napoleónico.

Durante los años 1822 y 1823, no hay eco en los periódicos de celebraciones del aniversario de su muerte, lo cual es lógico, pues las noticias se centraban en las conspiraciones de liberales españoles y europeos para hacer frente a la invasión de los Cien Mil Hijos de San Luís. La figura que se exaltaba era la de Napoleón II. El bonapartismo liberal resurgió momentáneamente, pese a la muerte de su líder, pues llegaban noticias desde Londres, del embarco de José Napoleón en los Estados Unidos, rumbo al continente europeo, para reunirse con los hermanos del Emperador, junto con otros altos dignatarios del régimen imperial. El punto de reunión general era la costa de Francia donde debe enarbolarse la bandera tricolor, proclamar al emperador constitucional Napoleón II, y sostener los derechos de la nación usurpados bajo la influencia de las bayonetas estrangeras; valiéndose para llevar a cabo tan noble empresa de las armas de los jóvenes, mezclados con los valientes veteranos de Jemmape, Marengo, Austerlirz y Moscovva[19]. El Diario de la Ciudad de Barcelona daba la noticia el 16 de diciembre de 1822[20] de que el espíritu público de las provincias meridionales limítrofes de la Francia, y señaladamente, el del antiguo Rosellón es bueno. La mayoría de todas las clases, menos la de nobles y clérigos, está en oposición a la marcha del gobierno. El proyecto de hacer la guerra a la libertad de los españoles llena de indignación no solo a los liberales, sino a todos los propietarios, comerciantes y generalmente a todas las personas honradas en independientes (…). En cuanto al egército, está compuesto de quintos. Los que han servido a Napoleón, casi todos se han ido a sus casas, pero los pocos que quedan, influyen bastante en el espíritu de sus jóvenes compañeros, y estos adquieren un modo de pensar, que no está en el sentido que quisieran los ultras. También se informaba en otro periódico, el 25 de mayo de 1823, de las noticias que daba la prensa inglesa de la movilización que se estaba produciendo en Londres de los liberales europeos a favor de la causa de la península, que es hoy la de todos los pueblos civilizados. Numerosas embarcaciones se arman, y se disponen a darse a la vela para correr con pabellón español a hostilizar a los buques franceses. Entretanto el general Wilson, tan conocido en Europa por su patriotismo y sus brillantes conocimientos militares, está haciendo sus preparativos para embarcarse con dirección a la Coruña a la cabeza de una división de 3.000 hombres que ha organizado y equipado a espensas de una sociedad de liberales ingleses. Esta legión estrangera cuenta en sus filas con gran número de ingleses e irlandeses. El general napolitano Gillermo Pepé y todos los proscritos italianos y franceses que estan en el día en Inglaterra marchan a defender la libertad y la independencia de España[21].

Pese a la fuerza mostrada del internacionalismo liberal europeo en la defensa del régimen liberal español, éste fue derrocado por la fuerza de las armas. Como símbolo de la derrota quedó el martirio de Riego, ejecutado en la plaza de la Cebada de Madrid el 7 de noviembre de 1823. La imagen del mismo construida por el litógrafo francés Engelmann, que reproducimos[22], contenía todos los elementos típicos del héroe romántico, cuya referencia inequívoca era la de Napoleón: el general español aparece con la mano en la casaca, signo distintivo del gran estadista europeo; al ejército se le divisa en el horizonte, reunido en un pequeño grupo al lado del fuego, símbolo al tiempo del Ejército de la Isla, colectivo identificado con el liderazgo de Riego, y expresión también de la unión de militares y civiles en las sociedades secretas carbonarias; la mirada aparece perdida y los cabellos alborotados por el viento, dos elementos característicos del romanticismo pictórico. Finalmente el sable en la mano muestra la fuerza y la lucha, con la Constitución de 1812 a sus pies, que nos recuerda la primacía de lo civil sobre lo militar: el ejército debe someterse al imperio de la ley, que debe defenderse con las armas en la mano. Lo patético del martirio de Riego, su soledad ante la muerte, su sufrimiento ­que le llevó hasta implorar que le perdonasen la vida-, acabó de transformarlo en héroe romántico, en el mismo momento en que Napoleón ya lo era. El mito romántico de Riego tuvo su vertiente literaria, y su hermano Miguel del Riego[23] lo compara a Cristo, como la víctima que muere por nuestra redención. También el símil Napoleón-Cristo aparece creado por el propio Napoleón en el Memorial de Santa Elena y en la obra de Balzac. La vinculación de Riego con el Emperador a partir ya de mediados de 1822, potenció la incidencia política que tuvo el liberalismo español en la Europa de los años veinte, y dinamizó los movimientos revolucionarios de los liberales hasta la revolución francesa de 1830.

3. El Memorial de Santa Elena. La proyección literaria y política del mito de Napoleón como héroe romántico (1823-1831)

El Memorial[24] de Santa Elena es una de las varias obras de los Memorialistas de Napoleón, es decir, de varios amigos del emperador que aceptaron compartir el exilio con él y escribieron lo que él les dictó. Algunas de esas obras se publicaron poco después de la muerte del Napoleón. Pero de todas ellas, la que causó más impacto fue el Memorial del conde E. de Las Cases, publicado en 1823. Fue traducido a todas las lenguas de Europa y el mayor éxito de las librerías de la época. El relato de Las Cases empieza desde la abdicación de Napoleón, o sea, antes de la llegada a Santa Elena y termina a finales de 1816, cuando Las Cases fue expulsado de Santa Elena por las autoridades inglesas, que le confiscaron sus notas, devolviéndoselas en 1821. La obra no está estructurada en capítulos, sino cronológicamente, día a día. Como Las Cases no había tenido un lugar relevante durante el Imperio, esta ausencia de pasado político y militar dio al Memorial una apariencia de objetividad.

El Memorial difundió la imagen de un prisionero tranquilo y resignado a su suerte, maltratado por sus carceleros. Pero la finalidad esencial era dar a conocer el carácter del Emperador, lo cual significaba también salir al paso de todos los tópicos de la leyenda negra. Las Cases presenta no a un semidiós, ni a un ogro ni a un tirano, sino a un soberano autocrítico, racional y realista proponiendo a la posteridad que resuma su obra en la frase ¡qué novela ha sido mi vida! A partir de aquí, encarnó al héroe romántico que hacía política movido por ideales, sueños y sentimientos, convertido en un agente de la Providencia y recluido finalmente en el aislamiento del destierro.

El Memorial no creó el mito del héroe romántico, que -como hemos explicado- existía ya. Pero los años 1824-1831 son fundamentales para comprender cómo Napoleón, quien había sido rechazado hasta entonces por los poetas y escritores de la primera generación romántica, se impuso al romanticismo. Por su parte, la leyenda, vehiculada hasta entonces sobre todo en el ámbito popular, se fundió durante estos años en el mito del héroe, que dominó la literatura de la época. Y no sólo la literatura, sino también la política, porque el romanticismo como movimiento cultural se transformó también en movimiento político. Eso en lo que se refiere a Francia, pues en los países ocupados por el Imperio napoleónico, como fue el caso de España, ese fenómeno ya había ocurrido desde 1808.

Aunque Napoleón dejó en el Memorial de Santa Elena una doctrina más o menos coherente, sin embargo, durante los años que siguieron a su publicación entre 1824 y 1830, no se manifestó en absoluto un renacer del bonapartismo liberal. Hasta 1848 lo característico fue el auge de la leyenda y el declive del bonapartismo en todas sus vertientes. Porque para los bonapartistas -liberales o no- la muerte de Napoleón significaba el abandono de toda esperanza política en lo inmediato. El Memorial contribuyó sobre todo a desarrollar la leyenda napoleónica, para la cual, poco importaba el contenido político de la obra. Lo que contaba más era la evidencia del tercer aspecto del mito: el del proscrito que muere poco a poco como el moderno Prometeo encadenado a su roca. El mito de Prometeo, cruza toda la historia de occidente, hasta nuestros días, pero era especialmente importante su recuerdo para que los románticos identificaran a Napoleón con esta figura, porque Prometeo se identifica con Dios por su poder y con los hombres por su debilidad y sufrimiento. El martirio de Santa Elena borró de los románticos la imagen del conquistador. Este sacrificio impuesto a Napoleón al final de su vida hizo del destino imperial de Napoleón el héroe de una epopeya: héroe y epopeya[25] son dos características del imaginario romántico. El auge del mito romántico, notable desde 1827, aseguró a largo plazo al bonapartismo un potencial sentimental que sabrá utilizar el II Imperio. La pasión de la gloria y el egocentrismo son dos características del héroe romántico que Napoleón las tuvo en sumo grado. Fue un hombre realmente de su época, situado en la encrucijada de dos siglos, entre la Ilustración y el romanticismo, pero abocado a la acción y a lo sublime, lo que le da ciertamente unos rasgos reales de héroe romántico. A los ojos de sus contemporáneos la concordancia entre el régimen imperial, el principio de siglo y una nueva era, hizo ver en el episodio napoleónico una epopeya, aunque cada vez más intemporal a medida que iba dominando el mito romántico.

La paradoja es lo que caracteriza la acuñación del mito de Napoleón como héroe romántico: la dictadura napoleónica aplastó la vida literaria durante el Imperio, y sin embargo, el romanticismo, al dar un sentido a la epopeya napoleónica, al revalorizar el papel de individuo en la historia y al fijarse como programa la glorificación del héroe, respondió al ideal que Napoleón había querido imponer a los escritores y artistas del Imperio. Los románticos afianzaron el mito de Napoleón sobre el plano literario mientras la canción y la imagen lo imponía en un plano más popular: hicieron de Napoleón un héroe, un semidiós y este culto a Napoleón tenía al tiempo el carácter de protesta contra la nueva sociedad burguesa moderna. Napoleón, padre del neoclasicismo, se convirtió en estandarte de los románticos, y el dictador coronado que fue, se convirtió en símbolo revolucionario.

Un ejemplo del mito literario forjado por los románticos es la obra de Víctor Hugo, quien había escrito anteriormente a 1827 tres obras contrarias a Napoleón y sin embargo, en 1827, con su Prefacio de Cromwell[26] hace un manifiesto a favor del romanticismo y acuña a Napoleón como héroe romántico: habla del papel de la Providencia, del Destino, de la Fatalidad, de la Voluntad y de la Libertad, pero para centrarse en pintar un Napoleón redimido por la Libertad. Víctor Hugo nunca se adhirió al bonapartismo, pero se convirtió al culto de Napoleón y a la leyenda dorada, lo que le permitió evolucionar del realismo al liberalismo. Víctor Hugo fue quien dio, además, la dimensión épica a la imagen de Napoleón e hizo de Napoleón un héroe a la manera de Hernani (o el honor castellano), drama estrenado en 1830. Hugo había nacido con el siglo, durante las guerras del Imperio, y descubrió que Francia con Napoleón había sido la cabeza del mundo, por lo que ensalza su figura con una mezcla de chauvinismo nacionalista y de mesianismo europeo. Víctor Hugo, como Alfred de Musset, quien escribió Confesiones de un hijo del siglo (1836), pertenecían a una generación sin valores, que se aburría en la Francia gris de la Restauración. Heredaron un mundo en ruinas y quedaron impactados por el recuerdo de las gestas napoleónicas. Necesitaban emociones fuertes, y el Memorial de Santa Elena les proporcionó un abundante material. Porque el romanticismo se entusiasmaba a la vez por los grandes hombres y por lo patético de la soledad, pero estaba también fascinado por la historia, y la de Napoleón le ofrecía la oportunidad de volver a un pasado idealizado. Víctor Hugo no fue nunca bonapartista y criticó el régimen de Luis Napoleón. Siempre habló del buen Napoleón y del Napoleón malo, y sobre el primero siguió construyendo el mito en sus obras de madurez, aunque nunca perdonó al buen Napoleón, el haber liquidado la libertad el 18 brumario, pese a toda la veneración que le profesó.

Stendhal es también uno de uno de los principales escritores liberales del romanticismo literario. Sus héroes en sus novelas de Rojo y Negro y la Cartuja de Parma, son fervientes admiradores de Napoleón. El héroe de Rojo y Negro vive ya en una época, anterior a 1830 (la obra apareció en noviembre de 1830) en que Napoleón ha muerto, pero sus lecturas son El Memorial y el Contrato social de Rousseau. Está claro pues que la admiración de Stendhal por Napoleón no le venía de sus ideas políticas, por deformadas que estuviesen en el Memorial. La fascinación se debía a que Napoleón se ofrecía como modelo de ascenso social en esta novela, donde también aparece sin embargo la admiración por sus hazañas militares heroicas, por el éxito, en suma. El contraste entre el Imperio y la Monarquía asqueaba a Stendhal, quien sin embargo admiraba más al personaje que al Imperio. Cuando escribe una vida de Napoleón[27], lo hacen pensando que la vida de ese hombre era un himno a favor de la grandeza de alma.

Un tercer ejemplo de los escritores franceses responsables del mito es el de Balzac, el más interesante desde el punto de vista sociológico: en La Comedia Humana (1830-1848) nos pinta el Bonaparte de los aristócratas y de la burguesía, pero sobre todo, a El Napoleón del pueblo. Fue Balzac quien acuñó la expresión. Balzac comentó la voluntad inquebrantable del héroe: Napoleón lo podía todo porque lo quería todo.

El retrato común que hacían los escritores franceses era el de un genio omnipotente cuya acción fue determinante. Los románticos europeos, como los italianos y polacos lo convirtieron en un héroe defensor del renacimiento nacional. Por su parte, los liberales españoles siguieron intentando aplicar durante toda la década el modelo de Riego, como ejemplifica el general Torrijos, arquetipo del conspirador romántico[28], que luchó hasta dejar la vida en su intento insurreccional, y murió ejecutado en las playas de Málaga en diciembre de 1831.

El mito romántico, si no fue operativo políticamente desde el punto de vista del bonapartismo, si lo fue desde el punto de vista del liberalismo y del nacionalismo, lo que ha contribuido enormemente a desfigurar la imagen de Napoleón.

Los errores políticos de la Restauración contribuyeron en gran medida a que la época napoleónica fuera idealizada como una edad de oro, en la que los empleos administrativos no dejaban de multiplicarse con las conquistas, época de altos salarios y en la que las subsistencias no faltaron. La coyuntura económica depresiva de los precios agrarios afectó a toda Europa desde 1817. La Restauración de las Monarquías legítimas por la Santa Alianza, aglutinó en una misma oposición[29] las corrientes liberales, unidas al nacionalismo: se combatía no solo un sistema opresivo sino un sistema europeo regido por la Europa de los reyes, de quienes había sido Napoleón su principal víctima. Incluso, la idea de dictadura, lejos ser reprobada, tomó un significado progresista, manifestado por ejemplo en Bentham quien le propuso al general español Espoz y Mina que estableciera una dictadura militar contra el Absolutismo de Fernando VII. Respecto al despertar de los nacionalismos, es lógico que en Francia resurgiera una patriotismo imperial, que había sido nacional, pero no podía ocurrir lo mismo en Alemania o España, sometidas por Napoleón. El caso italiano es más complejo, pues aunque la idea nacional no pudo afirmarse durante el Imperio, los italianos idealizaron las instituciones que habían tenido bajo el imperio. Lo importante era que la experiencia napoleónica había hecho posible unificar las luchas, lo que se puede verificar en las crisis revolucionarias que sacudieron primero la Europa latina en 1820 y luego en 1830, y que tuvo también su expresión en el movimiento de los “Decembristas rusos” en 1826.

El romanticismo como hecho político y cultural, estuvo muy ligado al expansionismo napoleónico. El patriotismo romántico se unió al fenómeno cultural y conspirativo de la estrategia insurreccional de los liberales, que retomó los valores militares de la época napoleónica, remodelados por la primacía de lo civil. El espíritu romántico se apoderó de la figura de Napoleón-Prometeo, a quien aplicaron la concepción de genio propia de la cultura de la época. Semejante transfiguración incidió en el mundo ideológico de las naciones en lucha contra el régimen de la Restauración. Y en todo ello fue fundamental, claro está, el clima de la época, la sensibilidad romántica. Hubo un romanticismo reaccionario y otro liberal, pero la mitificación de Napoleón por los románticos dio un impulso al liberalismo y acuñó por mucho tiempo la imagen de un Napoleón liberal y progresista, pese a que las ambigüedades del personaje en todos los terrenos podían prestarse a todo tipo de interpretaciones. Pero no fue sólo el mito. Napoleón estuvo perfectamente al corriente de las necesidades de su época que él había marcado a su vez con su obra y sus campañas militares. Tras su fracaso, pudo modelar su mito en función de su siglo, y no al revés. Un mito, para imponerse, tiene además que ser simple y el mito napoleónico podía acoger los “yoes” más contradictorios: Napoleón podía ser el rey-sol o el ogro; el héroe o el tirano. De ahí la fascinación que ejerció sobre sus contemporáneos y sobre todo, sobre la generación que siguió a Napoleón. Su figura se sitúa en la encrucijada de todas las grandes corrientes del siglo XIX. Por eso, muchos han calificado el mito de Napoleón cristalizado por los románticos como peligroso. Lo han calificado más concretamente como un mito “contra-contra-revolucionario[30]”, es decir como un mito construido por gentes que querían utilizarlo como un arma para luchar contra la reacción, contra la Restauración borbónica. Si lo califican de “contra-contra-revolucionario” es porque ven en él un mito cuyas prolongaciones en el siglo XX son peligrosas, ya que vehicula el militarismo, la ambición personal y la energía individual. Lo cual puede ser cierto, aunque el individualismo de los románticos no tiene el porqué tener una connotación negativa, sino que está ligado a la reevaluación del yo, del estatuto del hombre en el mundo. No hay que hacer una lectura reduccionista del mito del héroe romántico. Según Isaiah Berlin[31], la esencia del movimiento romántico era la voluntad y una concepción del hombre volcada a la acción, y el gran logro del romanticismo fue el de transformar los valores del viejo mundo ilustrado, pero sin oponerse frontalmente a éstos. Revalorizó el que los hombres son ante todo voluntad y necesidad de libertad (lo que también preconizaban Kant y Fichte) por lo que el motivo cuenta más que las consecuencias, ya que las consecuencias no pueden ser controladas mientras que los motivos sí pueden serlo. El fracaso podía ser más valorado que el éxito. Por eso, para convertirse en mito, Napoleón tuvo que fracasar, sufrir el martirio y morir. El tema del Napoleón del pueblo de Balzac, también ha tenido una lectura en clave pre-fascista por la fascinación que ejerció el mito del imperio en las capas más humildes de la sociedad. Pero todo esto es ambiguo y reduccionista. Sí es cierto, sin embargo, que la razón por la que el fascismo le debe algo al romanticismo se funda en esta cuestión a la que rendían culto los románticos: la noción de voluntad imprevisible de un hombre que avanza a grandes pasos de un modo que no puede predecirse ni racionalizarse, o la destrucción nihilista de instituciones. Pero el movimiento romántico, en su versión liberal, como fue la del mito romántico napoleónico durante los años veinte del siglo XIX, era una visión progresista, sólo comprensible en el contexto de la época.

El romanticismo, tanto en su versión reaccionaria como liberal, funcionó en las sociedades que se levantaron contra el dominio napoleónico. Y es natural, porque Napoleón fue como una especie de chivo emisario de toda una época. Y como tal tuvo el destino de ser más que un hombre, un militar o un gobernante: se convirtió en un hecho cultural y en un símbolo. El caso de España es claro: el romanticismo tuvo su expresión política antinapoleónica, y funcionó como mito negativo, tanto en el campo absolutista como en el liberal. Pero los liberales españoles, sobre todo los militares, que habían luchado contra Napoleón, no pudieron sustraerse a su sugestión. Los románticos españoles, como los italianos, también hicieron del emperador un emblema, una imagen y una inspiración. Lucharon contra su presencia despótica durante la guerra de 1808, pero enaltecieron su figura, tras su exilio y muerte en Santa Elena. Porque un mito no es popular más que si este mito recuerda a los hombres su condición de mortales. 


[*]
Este trabajo, que ofrecemos a la memoria de Angel Martínez de Velasco, se inscribe en el proyecto de investigación BHA2001-2509 del PNICDIT


[1] G. MINART, Les opposants à Napoléon, 1800-1815, Toulouse, Privat, 2003; p.7. Para ver el paso de la historia mitológica al surgimiento de una historia científica, véase el trabajo de N. PETITTEAU, Napoléon. De la mythologie à l´histoire, Paris, Seuil, 1999;

[2] La historiografía no suele distinguir nítidamente el significado de estos términos, que aparecen frecuentemente mezclados. Para el tema genérico del mito napoleónico, la obra clásica es la de J. TULARD, Le Mythe de Napoléon, Paris, Armand Colin, 1971; Para el culto a Napoleón, J. LUCAS-DUBRETON, Le culte de Napoléon, 1815-1848, Paris, Albin Michel, 1960; y J. O. BOUDON, “Grand homme ou demi-dieu? La mise en place d’une religion napoléonnienne”, Romantisme, n. 100 (1998-2), pp. 131-141. El especialista del Bonapartismo es F. BLUCHE, Le Bonapartisme (Aux origines de la droite autoritaire (1800-1850), Paris, Nouvelles Editions Latines, 1980; A. JOURDAN, en su L’Empire de Napoléon, Paris, Flammarion, 2000; pp. 151-152, hace la observación de que la obra de BLUCHE no precisa mucho la definición del término bonapartismo, debido a su carácter polisémico, pero esta autora lo separa claramente de los otros términos: mito, culto y leyenda. Nosotros hemos añadido además el de la corriente popular de los Napoleón del pueblo, cuyo estudioso, B. MÉNAGER, Les Napoléon du peuple, Paris, Aubier, Collection Historique, 1988; afirma que este fenómeno no se confunde con la leyenda, sino que remite a un estudio de las mentalidades y requiere para su comprensión un análisis socio-político.

[3] J. LUCAS-DUBRETON, Le culte de Napoléon… op. cit., p.67

[4] J. TULARD, L’Anti-Napoléon. La Légende noire de l’Empereur, Paris, Archives, 1965;

[5] En España se publicó en 1820 la obra de Frédéric LULLIN DE CHATEAUVIEUX, Manuscrito o resumen de la vida política de Napoleón Buonaparte, escrito por él mismo en la Isla de Santa Elena, traducido al español y adornado con notas, 2ª edición corregido por L.C.C. y M., Madrid, Impreso por Espinosa, 1820, 146 páginas. Se vendía en la librería del Brusi, de Barcelona, en 1820. Es la traducción del famoso Manuscrit venu de Sainte-Hélène d’une manière inconnue, publicado en francés en 1818 y atribuido al propio Napoleón. Según A. GIL NOVALES, “Napoléon, anti-Napoléon en Espagne, à partir de 1815” (en prensa), la segunda edición de esta obra fue anunciada en la Miscelánea de Comercio, Política y Literatura, Madrid, núm. 118, 26 de junio de 1820. Según el mismo autor, se publicó también durante el Trienio Liberal español, Máximas y pensamientos del prisionero de Santa Elena, (traducido al español), Madrid, 1820, Barcelona, 1821 y México, 1822. Agradecemos a A. Gil Novales que nos permitiera leer su manuscrito inédito, y a Lluís Roura, coordinador del dossier sobre Napoléon et l’Espagne, del que este artículo forma parte, y que aparecerá próximamente en la revista Annales Historiques de la Révolution Française, el que nos facilitara su lectura.

[6] En la obra citada en la nota anterior, Frédéric LULLIN DE CHATEAUVIEUX, Manuscrito o resumen de la vida política de Napoleón Buonaparte, escrito por él mismo en la Isla de Santa Elena, el propio Napoleón explica esta hazaña, que nos revela el profundo alcance del episodio de los Cien Días:

Esperaba hallar alguna resistencia de parte de los realistas, pero me equivoqué: no me opusieron alguna y entré en París sin verlos. Nunca empresa más temeraria en apariencia costó menos trabajo en su ejecución, y fue porque estaba conforme con el voto de la Nación, y porque todo se hace fácil cuando se sigue a la opinión (…) La revolución terminó en veinte días sin haber costado una gota de sangre (…) La Nación vuelta en sí recobró su vigor. Era libre, pues acababa de hacer, colocándome en el trono, el acto más grande de espontaneidad que pertenece a los pueblos. Yo no me encontraba en aquella situación sino por su elección, pues no la hubiera conquistado con mis seiscientos soldados (p. 140)

Jamás el todo de una nación se ha expuesto a una situación más peligrosa, con tanto abandono e intrepidez, sin calcular el peligro y las consecuencias (p. 141)

Quise sin embargo hacer una parte de esta revolucion, como si hubiera dudado que nada valen cosas a medias. Ofrecí a la Nación su libertad porque se quejaba de haberla perdido bajo mi primer reinado, y esta libertad produjo su efecto ordinario, pues dio a las palabras el valor de las acciones. La clase Imperial se disgustó porque destruia el sistema a que estaban unidos sus intereses. El cuerpo de la Nacion se manifestó indiferente porque apreciaba poco la libertad, y los Republicanos desconfiaban de mi proceder, porque no era conforme con el que hasta entonces me habian observado (p. 144)

Prisionero en otro hemisferio, nada tengo que defender, sino la reputación que la historia me prepara. Ella dirá, que un hombre, a cuyo favor se declaró todo un pueblo, no debe ser tan escaso de mérito como lo pretenden sus contemporáneos. (p. 146)

[7] M. W. SHELLEY, Frankenstein o el moderno Prometeo, Edición de I. BURDIEL, Madrid, Cátedra, 1996; pp. 76-81

[8] Un español agradecido. A la buena memoria de Napoleon el benéfico. Barcelona. Imprenta de Francisco Ifern. Año 1821. Biblioteca de Catalunya, Follets Bonsoms 11298, 21 páginas. En todos los documentos que transcribimos, hemos conservado la grafía original.

[9] Diario Constitucional, Político y Mercantil de Barcelona “Constitución o Muerte”, (25/7/1821) n. 196, p. 1, reproduce en el apartado Noticias Extranjeras la carta de un particular, desde París, en el que se afirmaba que no hay duda que Napoleón era entre las manos de los ingleses un medio para dictar la ley al gabinete de las Tullerías.

[10] Diario Constitucional, Político y Mercantil de Barcelona “Constitución o Muerte”, (10/6/1821) n. 181 p.1

[11] J. LUCAS-DUBRETON, Le culte de Napoléon, 1815-1848, op. cit., pp. 97, 103-104

[12] Hemos consultado, para los años 1821-1823, los periódicos El Diario Constitucional, Político y Mercantil de Barcelona, el Diario de Barcelona y el Diario de la Ciudad de Barcelona, y para el año 1822, El Indicador catalán. Además, hemos manejado materiales diversos (grabados o un pañuelo, sin fecha, conmemorativo del traslado de los restos de Napoleón desde Santa Elena a Francia) del Archivo Histórico Municipal de Barcelona, del Museo de la Indumentaria y Textil de Barcelona, y de la Biblioteca de Catalunya, como el “Auca” (Aleluya) número 102, La vida de Napoleón Bonaparte reproducida en la página LXI del Vol. II de la obra de AMADES, J. COLOMINAS, P. VILA, Les auques imatgeria popular catalana, Barcelona, Editorial Orbis, 1931. Esta aleluya no es nada critica con la figura del Emperador y glorifica sus hazañas y talante personal; la penúltima de sus casillas es un Napoleón acostado en su lecho, contemplando un retrato de su hijo, lo que recuerda el impacto que causó a sus contemporáneos el que Napoleón fuera separado de su familia, incluidos su mujer y único hijo, hecho que también favoreció el mito romántico sobre el personaje.

[13] Diario Constitucional, Político y Mercantil de Barcelona “Constitución o Muerte”, (10/6/1821) n. 181, p. 1:

Jamás olvidarémos que hemos debido una CONSTITUCION inmortal a su injusta agresión. Con respecto al resto de Europa, diremos francamente que su despotismo militar franco y abierto valía mucho más que ese otro de Laibach, en que bajo ciertas fórmulas y palabrotas de legitimidad y de derechos reales, se nos quisiera hacer retrogradar hasta el tiempo de Atila (…)

[14] Diario Constitucional, Político y Mercantil de Barcelona “Constitución o Muerte”, (23/6/1821) n. 174, p. 1: Nuestros déspotas, y nuestros asesinos se han acobardado estos días con las voces divulgadas de la libertad de Napoleón (…)

[15] B. MENAGER, Les Napoléon du peuple, op. cit, pp.29-33 y 61-83

[16] Diario Constitucional, Político y Mercantil de Barcelona “Constitución o Muerte”, (1/8/1821) n. 213 Noticias estrangeras. Francia. París 10 de Julio. Extracto de una carta particular (…)

Hay aquí mucha curiosidad sobre el efecto que habra causado en España la noticia del fallecimiento de Bonaparte; pero los que tenemos algun motivo para conocer la nobleza del carácter español no dudamos que habrán dado Vdes. un nuevo egemplo a la admiración e imitación de las demas naciones, no permitiéndose el menor desahogo contra la memoria de un hombre que tantas calamidades atrajo sobre esta tierra de libertad se sabe perdonar los agravios, y se compadece a sus autores cuando llegan a ser víctimas de una horrorosa desgracia; y asi creemos que la muerte de Bonaparte no habrá sido un motivo de júblilo para los generosos españoles a quienes tantos males hizo, y que le aborrecian de muerte cuando se hallaba en la cumbre del poder, como lo ha sido para estos inmorales ultras, colmados por él de beneficios, y viles aduladores suyos cuando era supremo dispensador de todas las gracias. Aun me atrevo a decir mas: los verdaderos liberales de España, los hombres iustrados de ese país, a quienes no podia ocultarse que el prisionero de Sta Elena pesaba todavia mucho en la balanza política de Europa, no habrán mirado su muerte con indiferencia; y estoy persuadido que muchos de ellos la habrán sentido vivamente.

[17] Diario Constitucional, Político y Mercantil de Barcelona “Constitución o Muerte”, (25/7/1821) n. 196 pp. 1-2 y Diario de Barcelona, del 25 de julio de 1821, p.1435, reproducían este mismo extracto: Al fin murió Napoleón Bonaparte, aquel hombre estraordinario, objeto por tanto tiempo de admiración de los hombres (…) Bonaparte ya no existe, pues falleció el 5 de mayo a las seis de la tarde de una enfermedad que le tenía en cama hacia ya cuarenta días. Es fácil adivinar que causas habían producido aquella dolencia, considerando los reveses de fortuna que experimentó, principalmente la dolorosa separación de su amada y tierna esposa, y de su adorado hijo, y por otra parte el injusto destierro que estaba padeciendo seis años hace (…) Antes de espirar, pidió que se abriese su cadáver para ver si su enfermedad procedía de la misma causa que puso fin a la vida de su padre; esto es, de un cáncer d estómago. Hiciéronlo así los facultativos, y hallaron que el enfermo no se había engañado en su pronóstico. Conservó su conocimiento hasta exaltar el último suspiro, y murió, al parecer, sin dolor.

[18] La imagen del funeral de Bonaparte se encuentra en la Biblioteca de Catalunya, se trata de una xilografía de los funerales de Napoleón en Santa Elena. Registro 1467 y referencia topográfica: XI.2C. Diario Constitucional, Político y Mercantil de Barcelona “Constitución o Muerte”, (3/8/1821) n. 215 p. 1: Noticias Estrangeras. El funeral de Buonaparte (…) El órden del entierro fué el siguiente: Napoleon Bertrand hijo del mariscal, el sacerdote revestido, el doctor Arnott del regimiento 20, el médico de Buonaparte, el cuerpo en un coche tirado por cuatro caballos, doce granaderos por cada costado para bajar el cuerpo en el descenso de la colina que el coche no podía transitar, el caballo de Buonaparte conducido por dos criados, el conde Montholon y el mariscal Bertrand llevaban las borlas de paño; de madama Bertrand y su hija en el coche descubierto, criados a ambos lados y destras los oficiales de la marina y del estado mayor.

[19] Diario Constitucional, Político y Mercantil de Barcelona “Constitución o Muerte”, (22/5/1823) n. 142. Año IV, daba estas noticias enviadas desde Londres el 14 de abril.

[20] Diario de la Ciudad de Barcelona, (16/12/1822) n. 194. p. 569

[21] Diario Constitucional, Político y Mercantil de Barcelona “Constitución o Muerte”, (22/5/1823) n. 142. Año IV. p. 1

[22] La litografía la cita A. GIL NOVALES, Diccionario Biográfico del Trienio Liberal, Madrid, Tecnos, 1991; La asociación iconográfica de Riego y Napoleón, la trata con más detalle J. ROCA VERNET, “Las imágenes en la cultura política liberal durante el Trienio (1820-1823), el caso de Barcelona”, Cuadernos de Ilustración y Romanticismo (2002), n. 10 (en prensa)

[23] A. GIL NOVALES, “La fama de Riego”, Ejército, Pueblo y Constitución. Homenaje al General Rafael del Riego. Madrid, 1997, Anejos de la Revista Trienio, pp. 365-383, y del mismo autor, “Prisión y muerte de Riego” Trienio (1996), n. 27, pp. 27-54.

[24] Hemos manejado la edición de, Conde de LAS CASES, Memorial de Napoleón en Santa Elena, México, Fondo de cultura económica, 1990;

[25] L. CELLIER, L’Épopée romantique, Paris, Presses Universitaires de France, 1954;

[26] V. HUGO, Manifiesto romántico, Barcelona, Edicions 62, 1971;

[27] STENDHAL, Napoleón, Madrid, Aguilar, 1989;

[28] I. CASTELLS, “José María Torrijos (1791-1831): Conspirador romántico”, I. BURDIEL - M. PÉREZ LEDESMA (eds.), Liberales, agitadores y conspiradores, Madrid, Espasa, 2000; pp.73-98

[29] CH. CHARLE, Los intelectuales en el siglo XIX, Madrid, Siglo XXI, 2000, pp. 58-64

[30] BENGIO, “De Néron à Osiris. Le mythe de Napoléon dans la littérature romantique”, en La invasió napoleònica, Bellaterra, Publicacions de la Universitat Autònoma de Barcelona, 1981; pp. 99-131.

[31] I. BERLIN, Las raíces del romanticismo, Madrid, Taurus; 2000;

 

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