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HISPANIA NOVA

Revista de Historia Contemporánea

Fundada por Ángel Martínez de Velasco Farinós

ISSN: 1138-7319    DEPÓSITO LEGAL: M-9472-1998

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RECENSIONES
(2009)

          Esta sección, coordinada por Mariano ESTEBAN, está dedicada a reseñar brevemente en cada uno de sus números anuales algunas de las novedades bibliográficas más relevantes aparecidas durante el año en curso y el anterior. Aunque la selección de las obras corre a cargo del Consejo de Redacción de la revista, la sección se encuentra abierta a las sugerencias y aportaciones de los lectores.

 

Sergio RIESCO ROCHE, La reforma agraria y los orígenes de la Guerra Civil (1931-1940). Cuestión yuntera  y radicalización patronal en la provincia de Cáceres (1931-1940). Prólogo de Julio Aróstegui. Madrid, Biblioteca Nueva, 2006. 419 páginas, por Ricardo Robledo (Universidad de Salamanca)

 

La historia contemporánea de la provincia de Cáceres, que cuenta desde hace tiempo con varias investigaciones de historia política y social  sobre la revolución liberal, los grandes terratenientes o la represión en la guerra civil  se amplia ahora con la publicación de este libro que  constituye también una aportación al debate sobre  la viabilidad de  la reforma agraria en España.

La obra se estructura en ocho capítulos. En el primero se aborda el origen moderno del problema agrario, el de los beneficiarios de la reforma agraria liberal, un “neolatifundismo” donde destaca el caso del Marqués de Comillas propietario de más  de 20.000 hectáreas; este proceso se relaciona con los condicionantes derivadas  del sistema de explotación de las dehesas donde podía intensificarse la faceta agrícola, pecuaria o forestal en función de la coyuntura. La agricolización que tuvo lugar en las primeras décadas del siglo XX sería difícil  de explicar sin el recurso de una mano de obra abundante pero también especializada como era la de los yunteros.  Ocupa el segundo capítulo la reivindicación de los comunales, una de las aspiraciones de mayor impacto social que obligaba a revisar la reforma agraria liberal; la documentación del IRA demuestra cómo pervivía la memoria histórica de las usurpaciones del común. Julio Aróstegui, director de la tesis doctoral que dio origen a este libro,  se refiere en el prólogo a la conocida expresión del “inmenso latrocinio “ de Menéndez Pelayo para afirmar que el latrocinio consistió no tanto en el despojo de las manos muertas como en la apropiación que hicieron  los poderosos de los pueblos a costa del patrimonio colectivo (p. 18).

  A continuación se expone el reformismo laboral del primer bienio cuando Largo Caballero irrumpe en la política social agraria; la denostada ley de términos municipales recibe un juicio menos negativo en función de las correcciones que sufrió; también se detalla el recurso a otras medidas en espera de la ley agraria. El cuarto capítulo se centra precisamente en las medidas de intensificación de cultivos, la reforma agraria antes de la reforma impulsada por el Gobernador general de Extremadura, el gallego Peña Novo  que demostró la oportunidad social y política de los decretos de Azaña de  diciembre de 1932. El objetivo de las autoridades republicanas era disponer del mayor número de tierras posibles antes de que acabara el año para conseguir en el plazo de vigencia del decreto al menos dos cosechas que a medio plazo frenasen la grave crisis social. La oposición de los grandes propietarios-ganaderos y la presión  política desembocaron en las invasiones de fincas de enero de 1933. Por parte de los propietarios nadie quería oír hablar de yunteros impuestos en las fincas y realmente fueron los intentos de mantenerlos en las fincas los que  provocaron el  cese de Giménez Fernández.

 Es en el siguiente capítulo donde se narran los interminables preparativos de la ley de bases que explican  que no se pudiera realizar el primer asentamiento hasta marzo de 1934. De la importancia de la gran propiedad,  perteneciente a la rancia aristocracia como a la advenediza, nos da una idea el hecho de que salvo el Duque de  Medinaceli los grandes expropiados de España durante la reforma agraria de la Segunda República lo fueron por sus posesiones en la provincia de Cáceres. En el Inventario de la Propiedad Expropiable  trece grandes declarantes  sumaban unas 134.000 hectáreas, pero   la aplicación de la reforma durante 1934-35, sumando ofrecimientos voluntarios, expropiaciones de la Grandeza y ocupaciones temporales ascendió a tan sólo 42.000 hectáreas donde se asentaron 1.874 campesinos. Es decir, como resume el autor, tan sólo proporcionó trabajo a menos de 2.000 yunteros cuando había problemas de tierras para más de 20.000 familias, sólo intervino sobre las fincas de 20 personas cuando había más de 3.000 inventariadas y tan sólo se actuó sobre 40.000 hectáreas en una provincia en que había más de un millón útiles (p. 230).

 El capítulo 6 plantea el proceso de asentamiento y el funcionamiento, complicado, de las comunidades de campesinos. El atractivo de este capítulo reside en la exposición de cómo se realizaron los asentamientos sobre las propiedades de ocho representantes de la Grandeza de España: Casa Comillas, Montijo, Montellano (Fernández de Córdoba), Marqués de Guadalcázar (Salamanca Wall), Conde de Torre Arias, Duque de Arión (Fernández de Córdoba y Osma)sma)IOos, Marqués de Santa Cruz (Silva y Carvajal), y Duque de la Victoria (Montesino y Fdez. Espartero). En mayor o menor medida, según la disponibilidad de la documentación,  vemos expuesta la formación y gestión de la gran explotación, el papel de los grandes arrendatarios, las estrategias para librarse de la reforma y  las fincas afectadas por los asentamientos. La Casa Comillas-Güell con 14.000 hectáreas afectadas –nada menos que un tercio de la superficie sobre la que recayó la expropiación y ocupación temporal- merece una atención especial que se extiende al protagonismo que desempeñaban los grandes arrendatarios-ganaderos.

 El penúltimo capítulo está dedicado a la bipolarización social, radicalización patronal por una parte con el reflejo político de la CEDA que tumba la reforma; por la otra, la ofensiva del Frente Popular centrada especialmente en el rescate de los comunales y en el modo de “optimizar” la cláusula de utilidad social de la ley de contrarreforma de 1935 en la que se basaron los decretos de marzo de 1936: se ocuparon 71.435 hectáreas y se colocaron 25.933 yunteros.    El libro se cierra con el día después de la reforma, cuando la guerra civil se encarga de restaurar el viejo orden agrario. El hecho de disponer de varias investigaciones sobre la represión en Cáceres influye seguramente para que estas páginas tengan más un planteamiento institucional de política agraria: el de la evolución de la contrarreforma en el primer franquismo lo que no obsta para detenerse en ese importante episodio de la continuidad de las comunidades campesinas creadas  durante la guerra. No hay conclusión  si bien puede suplirla la forma de resumir los argumentos en cada capítulo.

 El libro de Sergio Riesco, autor que cuenta con varias investigaciones sobre la reforma agraria,  se abre con citas de Miguel Hernández que nos retrotraen a un escenario de niños hambrientos y hombres jornaleros propios de un tiempo que parece mucho más alejado  de nosotros de lo que es en la realidad. No se trata de un recurso meramente estético.  Los vecinos del pueblo de Membrío (2.294 habitantes) se dirigieron en el verano de 1930 al Ministro de Trabajo “pidiendo por caridad (…) se les proporcione el pan con que poder mitigar el hambre (…) pues el hambre, Excmo. Sr. es mala consejera”. El término municipal ascendía a 20.600 hectáreas de las que 18.750 pertenecían a dos o tres familias de la burguesía madrileña  que se habían encumbrado a costa de las antiguas encomiendas de la Orden de Alcántara (pp. 94-95). Es decir los casi 400 braceros que figuraban en el Censo de Campesinos dependían de la demanda de mano de obra de unas grandes explotaciones que no se distinguían por dedicaciones que aumentaran el  producto bruto. Este pueblo cacereño podía considerarse un caso algo excepcional por el grado de concentración de la propiedad territorial, pero lo que no era infrecuente es que el obrero local sólo tuviera empleo garantizado en las faenas de recolección del cereal y de la aceituna, aproximadamente unos 4-5 meses. En esa carta los vecinos apuntan que el ayuntamiento no disponía de más ingresos propios que los del reparto de utilidades, es decir, como ocurría en tantos municipios se  carecía de capacidad fiscal para aliviar el paro. En estas circunstancias es cuando cabe preguntarse qué otras medidas, aparte de la  reforma agraria, entendida en un sentido amplio, podrían aplicarse en la década de 1930 en España para solucionar los problemas básicos de aquellos vecinos extremeños.

Es evidente que no  sólo presionaban las necesidades sociales sino las motivaciones políticas. Si había algo en descrédito en la Segunda república era el paternalismo disfrazado o no de caridad cristiana al modo que la practicaba el Marqués de Comillas. Claudio López Bru  no entendía “cómo en estos campesinos pudieran tener cabida las ideas marxistas” (p. 238). A la descalificación de la reforma  porque los campesinos habían sido contagiados por “gentes extrañas” que estimularon “los más bajos apetitos” se sumó siempre el juicio negativo que mereció la reforma por acabar supuestamente con la riqueza regional extremeña de los  pastos y la ganadería. En el libro de Riesco, que se ha apoyado en la rica documentación del Archivo del IRA, se exponen informes de ingenieros que demuestran la viabilidad económica y social al transformar el agro a favor de un sector del campesinado verdaderamente necesitado. Había algo más que reparto pues cabía incluso la política de repoblación forestal y cuando se produjo la gran oleada de roturaciones en marzo de 1936 la  superficie de aprovechamientos espontáneos afectada no llegó al 2 % (pp. 197, 213-214, 315).

Sergio Riesco demuestra la falacia del “repliegue ganadero” que más que defensa medioambiental avant lettre era muestra del boicot al reformismo agrario republicano. Grandes de España y medianos propietarios, nobles y burgueses, cultivadores directos y absentistas se unieron en torno a la Agrupación de Propietarios de Fincas Rústicas para entorpecer todo lo posible la sustitución de su paternalismo por el intervencionismo del Gobernador General de Extremadura al llevar a cabo los decretos de intensificación de cultivos. Cuando en la primavera de 1936  la  reforma se hizo imparable por la vía de los decretos de yunteros y de la declaración de utilidad social de miles de hectáreas, la única salida  de estos propietarios para echar a los yunteros de sus fincas estuvo en la solución armada. 

Se produce entonces una situación ciertamente paradójica: está naciendo un régimen entre cuyos objetivos estaba acabar con cualquier reforma agraria y en depurar a quienes más creyeron en ella mientras estaban funcionando varias comunidades de campesinos asentados sin anticipos del IRA y que seguían siendo rentables para el Estado en las circunstancias de guerra; un argumento adicional  para tener en cuenta al hablar de la viabilidad de la reforma agraria republicana. Esa peculiar situación provocada por el vacío legal que pervivió hasta el invierno de 1939 no se dio en el poder político municipal. Los grandes propietarios que trataban de recuperar sus fincas controlaban de inmediato los ayuntamientos: volvía el viejo caciquismo o se instauraba uno de nuevo cuño y la Casa Comillas restauraba su influencia, ahora  en pro de “la patria, una, grande, libre, católica” (p. 353). Se cumplía así en negativo la aspiración de Ruiz-Funes, el Ministro de Agricultura que con más convicción creyó y luchó por la reforma en 1936: “la definitiva consolidación en España de una República democrática es la obra fundamental de la Reforma Agraria”.

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