Ilustración y liberalismo
en la diócesis de Cuenca (1750-1833).
Julián
Recuenco Pérez
Doctor en
Historia Contemporánea
Universidad
Nacional de Educación a Distancia. Madrid
A mediados del siglo XVIII, tanto la ciudad de Cuenca como el
territorio diocesano que dependía de ella estaba dominado por unos
condicionantes políticos, sociales y demográficos que eran propios del
siglo XVII. La reacción se había instalado en todas las estancias de
poder, hasta el punto de que se trataba de una sociedad anquilosada,
anclada aún en el Antiguo Régimen, falta de perspectivas sociales y
económicas que permitieran el paso hacia una sociedad al menos
preindustrial.
Aunque durante el siglo XVI Cuenca había llegado a
ser algo parecido a una metrópoli de la época, con una dicotomía social en
la que no faltaban ciertos elementos característicos de un cierto
multiculturalismo, sobre todo en el aspecto cultural (en Cuenca habían
abierto sus talleres algunos grandes artistas procedentes de Francia, de
Italia o de los Países Bajos, al mismo tiempo que algunas familias de
comerciantes genoveses se habían instalado en la ciudad del Júcar, al olor
de los importantes beneficios que podrían obtener de la ganadería), a
partir de la centuria siguiente la ciudad se vería sometida a una crisis
aguda. La población de la ciudad empezó también a decaer, sin duda por
culpa de las difíciles perspectivas económicas a las cuales estuvo
sometida, hasta el punto de que ya no sería posible hacer frente a la
caída demográfica hasta bien entrado el siglo XIX.
La
Iglesia conquense, como no podía ser de otra forma, se vio también
sometida a esa difícil perspectiva de la sociedad en su conjunto, anclada
ya en un pasado que por entonces, avanzado ya el siglo de las luces, era
más propio del siglo de oro. Se trataba en general de una iglesia
reaccionaria, oscura y en gran parte supersticiosa, y basada demasiado en
la conciencia como clase privilegiada. No obstante, y como no podía ser
menos tratándose de un periodo tan contradictorio como éste, en el cual se
están ya sentando las bases de una nueva sociedad, también la Iglesia
conquense se vio sometida a cierto juego de tensiones entre el Antiguo
Régimen y el movimiento ilustrado. Cuenca era en este momento una diócesis
empobrecida de interior, es cierto, pero no faltaron entre sus miembros
algunos representantes de esa nueva ideología, la Ilustración, que en ese
momento estaba poniendo las bases de la sociedad nueva.
Después, cuando la sociedad empezaba por fin a
enfrentarse más abiertamente con los elementos eclesiásticos por medio del
liberalismo, también en Cuenca se dio la existencia de algunos elementos
eclesiásticos que defendían las tesis liberales que, desde luego,
contradecía lo que siempre se ha dicho de Cuenca como una ciudad
conventual y demasiado monolítica, anclada en las tesis más reaccionarias.
En gran parte, la tradición que nos habla de una Cuenca arcaica, sometida
a los designios de una Iglesia primitiva y anticuada, es cierta; pero
junto a esa tradición no hay que olvidar que existía también una Iglesia
renovada, que veía bien los avances sociales propugnados primero por la
Ilustración y más tarde por el primer liberalismo.
1.- La Ilustración
Uno de los más firmes apoyos con los que pudo contar el despotismo
ilustrado para llegar a conseguir sus proyectos económicos y políticos fue
el de las llamadas sociedades económicas de amigos del país, que a
semejanza de la homónima sociedad vascongada que se había constituido en
1764, se fueron después creando en muchas ciudades de España. También en
Cuenca se aprobó una sociedad de estas características en 1782, siendo sus
constituciones aprobadas poco tiempo después por el rey Carlos III, tras
un informe favorable de la sociedad hermana de Madrid. Desde luego, la
importancia que la Iglesia conquense tuvo dentro del conjunto de esta
sociedad, de la que formaban parte tanto elementos eclesiásticos como
laicos, no puede dejarse de lado, sobre todo si se tiene en cuenta la
figura de su más importante valedor, el arcediano de Cuenca, después
prelado de la diócesis, Antonio Palafox. Junto a la figura de este
ilustrado, del que hablaré más profundamente en los párrafos siguientes,
hay que destacar también, dentro del mismo estamento eclesiástico, la
figura de Joaquín Quintana, tesorero de la catedral y censor de la propia
sociedad, y de algún elemento más que, como ellos, procedía de este
estamento de la sociedad.
Hay
que tener en cuenta también la actuación ilustrada de algunos de los
últimos obispos conquenses del siglo XVIII, José Flórez Osorio y Sebastián
Flores Pabón. Flórez Osorio (1737-1759), además de ordenar la construcción
del edificio actual del seminario, gastó abundantes sumas de dinero en la
edificación de algunas construcciones de carácter religioso, no solo
parroquiales, sino también algunos hospitales y conventos. Por su parte,
Flores Pabón (1771-1777) inició la obra de la Casa de Recogidas, o de la
Beneficencia, que terminaría a su muerte el todavía arcediano de Cuenca,
Antonio Palafox.
Pero sin duda, la figura
más importante de la Ilustración conquense fue el obispo Antonio Palafox y
Croy, que había nacido en Madrid en 1740 en el seno de una de las grandes
familias aristocráticas de la Corte, la de los marqueses de Ariza. Sobre
su educación, José Torres Mena dice que realizó los primeros estudios
mayores en Valencia, terminándolos más tarde en Roma bajo la dirección de
su tío, el cardenal de Gante, siendo nombrado monseñor por el Papa
Clemente XIII. Durante su estancia en Valencia coincidió con la corriente
jansenista e ilustrada que se había empezado a desarrollar ya por entonces
en la capital levantina, y en la cual destacó la figura de Gregorio
Mayans. Vuelto a España, fue nombrado el 22 de diciembre de 1762 arcediano
titular de la diócesis conquense, y canónigo tres años más tarde. Obtuvo
durante su carrera eclesiástica en la ciudad del Júcar nuevos beneficios,
incluida la Gran Cruz de Carlos III.
Sobre su labor ilustrada
en Cuenca destaca su colaboración en la construcción de la Casa de
Recogidas, que había iniciado en 1776 el entonces obispo, Sebastián Flórez
Osorio, y que a su fallecimiento terminó, tres años después, el propio
arcediano. Pero su labor no terminó ahí: protegió la industria y la
economía, de modo que Troitiño Vinuesa lo considera el motor indiscutible
que posibilitó un mínimo desarrollo de ambos aspectos en una ciudad que ya
estaba irremediablemente sumida en la crisis. Así, en 1774, traído por él,
llegó a Cuenca el valenciano Gaspar Carrión, maestro mayor de seda de la
ciudad de Murcia, para establecer aquí la enseñanza y la práctica de un
nuevo tipo de industria textil. Para la creación de esta nueva fábrica el arcediano
contribuyó además con la donación de trescientos mil reales de su propio
peculio personal, y otros cien mil provenientes de expolios y
vacantes. A todo ello hay que añadir además sus fundaciones en beneficio de
la educación infantil, en colaboración con la Sociedad Económica de Amigos
del País.
Antonio Palafox fue
propuesto para la silla episcopal de Cuenca el 6 de julio de 1800, y
aunque fue preconizado el 20 de octubre, no entró en el gobierno de la
diócesis hasta cuatro meses más tarde, cuando en algunos sectores de la sociedad española estaba ya
empezando a triunfar la reacción ultramontana. Desde el mes de junio anterior se encontraba ya en la ciudad,
invitado ex profeso por el propio Palafox, el jesuita Lorenzo Hervás y
Panduro, quien empezó a ordenar la biblioteca del Seminario, y reconoció
los archivos catedralicio y municipal. Sin embargo, una carta enviada en
octubre de aquel mismo año al Secretario de Estado Mariano Luis de Urquijo
por el conde de Cervera, regidor decano del municipio, en la que puede
apreciarse claramente el recelo que algunos sectores de la sociedad
seguían mostrando hacia los jesuitas, obligó al ilustrado de Horcajo de
Santiago a abandonar la ciudad y regresar otra vez a su pueblo natal, en
la Mancha conquense. El 24 de noviembre de 1800 el propio Urquijo remitía una
carta al gobernador del Consejo de Castilla, en la que se hacía eco de los
temores del Conde de Cervera.
Sus ideas ilustradas las
llevó el prelado además a las páginas impresas. Con el fin de contribuir a
la formación religiosa, moral, y también intelectual de sus diocesanos,
publicó un pequeño libro, titulado Libro de la urbanidad y cortesía
para enseñar a silabear y a leer a los niños de la ciudad de Cuenca y su
obispado, que fue impreso en la imprenta de Antonio de La Madrid.
Planteado como una serie de ejercicios de lectura, dedica la primera parte
al estudio y comprensión del abecedario, dando también importancia a todas
las reglas que entonces se llamaban de las buenas costumbres: la religión,
la cortesía con los padres y los profesores, el aseo del cuerpo, y la
prudencia.
En este período estuvo muy
vinculado a la tertulia ilustrada que en Madrid mantenía su propia cuñada,
la condesa de Montijo, a la cual asistían también, entre otros sacerdotes,
Antonio Tavira, obispo de Salamanca, y José Yeregui, preceptor de los
infantes. En sus pastorales se mostraba bastante duro con aquellos
ministros de la Iglesia que, de pobre instrucción, se desentendían de los
problemas sociales de sus feligreses. Aunque su etapa como obispo fue muy
breve, falleció el 9 de diciembre de 1802, todavía le dio tiempo a mostrar
una vez más su manera de pensar, muy cercana incluso al jansenismo, en el
proceso incoado contra María Isabel Herraiz, la llamada “beata de Villar
del Águila”.
Sin embargo, su muerte
impidió que algunos de sus proyectos pudieran convertirse en realidad.
Entre esos proyectos, y por lo que a la educación se refiere, figura la
construcción, junto al seminario conciliar, de una casa adjunta en la cual
se impartirían actividades formativas para el clero de la diócesis.
También pensaba ensanchar la calle de subida hacia el propio seminario,
con el fin de que su fachada pudiera ser vista desde los arcos del
ayuntamiento, y del mismo modo, pretendía derribar la manzana de casas que
aún separan las calles Colmillo y Clavel, y a ésta a su vez de la Plaza
Mayor, formando de esta forma una gran plaza en la que se inscribieran los
tres grandes edificios conquenses: catedral, ayuntamiento y palacio
episcopal. Finalmente, otro de sus proyectos que nunca dejaron de serlo
fue el arreglo del complejo urbano formado desde el puente de la
Trinidad hasta la Plaza Mayor, que en aquellos años se encontraba en un
estado lamentable.
El obispo Palafox se vio afectado por el enfrentamiento álgido entre el
Gobierno y los jansenistas, que se produjo a finales del siglo XVIII, tras
la llegada de Mariano Urquijo a la Secretaría de Estado y el posterior
conflicto con la Santa Sede, que provocó la destitución de éste en 1799 y
la publicación en España de la bula Auctores Fidei, que había sido
firmada por el Papa Pío VI el 28 de agosto de 1794, y por la que se
condenaban las ochenta y cinco proposiciones del sínodo de Pistoya. En
1801 se inició el proceso al prelado conquense, que tuvo que archivarse
por falta de pruebas, como lo hace constar en sus memorias uno de sus
amigos de aquella época, el futuro diputado a Cortes Joaquín Lorenzo
Villanueva.
La figura de Juan Antonio
Rodrigálvarez, natural de Sigüenza (Guadalajara), estará siempre ligada en
la historia de la Ilustración a la del obispo Palafox. Según Jean
Sarrailh, junto a él asistía asiduamente a la tertulia de la condesa de
Montijo, amiga de Jovellanos y, como he señalado anteriormente, cuñada
además del prelado conquense, y que fue uno de los focos más activos del
jansenismo a finales de la centuria. Cuando en 1800 Palafox fue propuesto por el Secretario de Estado
Urquijo obispo de Cuenca, Rodrigálvarez fue nombrado sucesor suyo en el
arcedianato; según consta en el expediente correspondiente a su
nombramiento, fue presentado a este puesto por el propio rey Carlos
IV el 1 de marzo de 1801, tomando posesión del mismo en el cabildo
correspondiente al día 28 de marzo de ese año.
Más tarde, en 1808, fue
uno de los componentes más destacados de la Junta Suprema de Cuenca, junto
al propio obispo, Ramón Falcón y Salcedo, al intendente Ramón Gundín de
Figueroa, al corregidor Baltasar Fernández, y a un grupo de empresarios y
secretarios de la provincia. Se trata de la misma persona que, según Elena
Sánchez de Madariaga, había publicado en 1785, con carácter bastante
crítico, el Tratado Histórico-Canónico de las
Cofradías de Christianos, donde se declara su origen, progresos,
abusos,.... Su ideología ya le había causado algunos problemas en 1797,
cuando era canónigo en el cabildo de San Isidro, en Madrid.Entre los papeles sueltos del Archivo de la Inquisición de Cuenca
se puede encontrar una pequeña carta, fechada en 1816, que no es otra cosa
que la notificación de que en la librería particular de este ilustrado se
encontraban algunos libros prohibidos por la Inquisición.
Junto a la figura de estos dos eclesiásticos se pueden destacar en este
periodo algunos otros religiosos destacados por su pensamiento ideológico,
cercano a la filosofía de los ilustrados. Del mismo círculo jansenista que
Palafox y Rodrigálvarez, Enrique de la Lama Cereceda, en su estudio
preliminar a la edición crítica que realizó de los “Discursos sobre el
orden de procesar en los tribunales de la Inquisición”, de Juan
Antonio Llorente, cita a dos religiosos procedentes de la diócesis de Cuenca, Ramón
Cabrera y Juan Crisóstomo Ramírez Almanzón. El primero era profesor de
Teología y Cánones, canónigo de la iglesia de Olivares, y visitador y
fiscal diocesano de la diócesis de Cuenca; el segundo, bibliotecario de la
Real Academia Española y catedrático de Disciplina Eclesiástica en el
seminario conquense. Ambos fueron además miembros de la Junta del Fuero
Juzgo y de la relación de eclesiásticos que en 1782 realizó el nuevo
inquisidor general, Manuel Abbad y Lasierra, para estudiar la reforma de
dicho tribunal eclesiástico.
No son los únicos
ilustrados que se pueden citar. También hay otros de menor relevancia
histórica, pero dignos también de ser tomados en cuenta. Ya a principios
del siglo XVIII, los presbíteros José Pérez Escobosa, párroco de Motilla
del Palancar, y Juan Lucas del Pozo, de Almodóvar del Pinar,
fundaron en sus respectivas poblaciones sendos colegios de primeras
letras. Y según Adelo Cárcel Ramos, autor de un trabajo inédito sobre el
clero de la diócesis de Cuenca en los siglos XIX y XX, una de cuyas copias
manuscritas se encuentran en el Archivo Diocesano de Cuenca, Antonio
Posada Rubín de Celis, quien en los años del Trienio Liberal fue nombrado
obispo de Cartagena-Murcia, fue en los años finales del siglo XVIII
canónigo de Cuenca, antes de que en 1796 fuera destinado como abad a la
colegiata de Villafranca del Bierzo.
Por su parte, Felipe
Manuel Montón, catedrático del seminario conciliar, es autor de un libro
titulado Paz y alianza entre los deberes de la Sociedad y de la
Religión, que fue publicado en Cuenca en 1803. El proceso que el
obispo Palafox mandó abrir contra Isabel Herraiz, la llamada “beata de
Villar del Águila”, movió al presbítero Vicente Navarro, que entonces se
hallaba destinado en el oratorio de San Felipe Neri de la capital
conquense, y que después sería nombrado capellán de honor, a realizar un
opúsculo en contra de la defensa que algunos clérigos y frailes habían
hecho de la acusada. También era oriundo de la capital de la diócesis Juan
Manuel Girón, religioso, doctor por la universidad parisina de La Sorbona
y traductor al español de diversos libros ilustrados.
También hay que nombrar aquí a algunos religiosos que, si bien nacieron
dentro de los límites de la diócesis conquense, llegaron a ocupar algunos
puestos de importancia en otras diócesis lejanas, o realizaron casi toda
su actividad científica e ilustrada fuera de los límites diocesanos. De
entre ellos cabe destacar la figura de Lorenzo Hervás y Panduro, jesuita
que había nacido en Horcajo de Santiago, ilustrado a pesar de que como
jesuita sufrió los designios de la Ilustración en forma de doble exilio;
poco es lo que queda por decir de este ilustre manchego.
De Villanueva de la Jara procedía la familia de los Clemente de Arostegui;
de entre los diferentes miembros de este linaje destacó Alfonso Clemente
de Arostegui, canónigo de Cuenca y catedrático en el colegio de San
Ildefonso de Madrid, quien llegó a ocupar importantes cargos políticos y
religiosos en los Estados Pontificios. Su hermano, Pedro Clemente de
Arostegui, fue tesorero de la catedral de Toledo y provisor de la diócesis
durante el episcopado de infante don Luis de Borbón. Más tarde sería
nombrado obispo de Larisa y, después de haber renunciado al episcopado de
Ciudad Rodrigo, prelado de Osma hasta su fallecimiento, acaecido en 1760.
También en Villanueva de la Jara había nacido Francisco Valero y Losa,
quien llegará a ocupar la cátedra metropolitana de Toledo en la primera
mitad del siglo XVIII.
Fray Julián de Gascueña
nació en este pueblo alcarreño en 1717. Tomó el habitó franciscano en el
convento que su orden tenía en Priego, y más tarde fue profesor en los
conventos de Cuenca, Priego y Auñón. Procurador de la orden en Roma, fue
promovido a la sede episcopal de Jaca en 1780, de donde fue trasladado a
la de Ávila cuatro años más tarde. Ordenó a todo el clero de la diócesis
que en las conferencias semanales, que se celebraban con carácter
obligatorio, se leyera una de las primeras obras de Joaquín Lorenzo
Villanueva, concretamente la titulada De la obligación de celebrar el
santo sacrifico de la misa con circunspección y pausa, que el futuro
diputado le había dedicado a él y a otros prelados. Falleció en la ciudad
castellana en 1796.
Otros eclesiásticos que
nacieron también en la provincia son: Andrés Marcos Burriel, jesuita
natural de Buenache de Alarcón, uno de los más importantes legalistas de
la época, y destacado por Juan Sempere y Gaurinos como uno de los que
fueron comisionados para reconocer los papeles del archivo de Toledo;
Alonso Cano y Nieto, trinitario de Mota del Cuervo, fundador de escuelas
de primeras letras y también de otras entidades de carácter caritativo,
como el hospicio y la casa de la misericordia, desde su cargo de obispo de
Segorbe (Castellón); Jácome Capistrano de Moya, de Hontecillas o de
Pinarejo según los diferentes autores, investigado por la inquisición
conquense en 1801 por algunos escritos suyos en defensa del sínodo de
Pistoya, presbítero destinado en Fuente de Pedro Naharro, uno de los
primeros en defender la situación de la ciudad romana de Segóbriga en las
ruinas de Cabeza de Griego, cerca de Saelices; Francisco Antonio Fuero, de
Cañizares, canónigo de la catedral de Cuenca y uno de los iniciadores de
la arqueología conquense en sus trabajos sobre la situación de las ruinas
romanas de Ercávica; Ángel Gregorio Pastor, de Horcajada de la Torre, que
simultaneó sus estudios de teología con sus investigaciones en los campos
de la física, la electricidad, las matemáticas y el derecho, y que fue
catedrático de la universidad de Alcalá de Henares; Alonso Núñez de Haro y
Peralta, de Villagarcía del Llano, obispo y virrey de Méjico, donde fundó
colegios, además de un hospicio, un hospital y una inclusa; Diego Antonio
de Parada y Vidaurre, natural de Huete, catedrático de la universidad de
Salamanca y arzobispo de Lima, donde renovó toda la diócesis; Juan
Bernardino Rojo, de Gascueña, religioso que investigó en el tema de las
piedras preciosas.
2.- El primer liberalismo
Las primeras décadas del
siglo XIX se caracterizan por un cierto enconamiento ideológico entre los
defensores de un incipiente liberalismo, que en estos momentos está
naciendo en el seno de la sociedad, y las élites que aún se mantienen
ancladas en el Antiguo Régimen. Si se estudia con detenimiento la
personalidad de muchos de los eclesiásticos ilustrados, se puede apreciar
que existe un cierto continuismo entre este movimiento, propio de la
segunda mitad del siglo XVIII, y el primer liberalismo, como lo demuestra
para el caso conquense la figura de Juan Antonio Rodrigálvarez, integrante
de la tertulia ilustrada de la condesa de Montijo en el siglo XVIII, y
destacado liberal en la centuria siguiente. No es éste el único ejemplo de
ello; el valenciano Joaquín Lorenzo Villanueva es otra muestra de lo que
acabo de decir, y si bien no ha sido citado en el apartado anterior, no es
mas que por el hecho de que su relación con la diócesis conquense no
llegaría hasta la década de los años veinte del siglo XIX, cuando fuera
nombrado canónigo del cabildo catedralicio.
No se puede obviar que el
religioso Joaquín Lorenzo Villanueva fue durante algún tiempo canónigo de
Cuenca, aunque su influencia entre los miembros de la Iglesia conquense
fue realmente escasa. Nacido en Játiva en 1757, se caracterizó desde muy pronto por un
espíritu jansenista e ilustrado. Emilio La Parra lo incluye en el grupo
valenciano de Gregorio Mayans; por su parte, Juan A. Sánchez Belén afirma que en 1810, durante
su estancia en Cádiz, fue miembro de la Capilla Real de la
Regencia. Fue diputado por Valencia en las Cortes de 1810, en las que
demostró su carácter abiertamente liberal en el turbio asunto del obispo
de Orense, que se había negado a prestar juramento de reconocer la
soberanía nacional, para quien propuso el valenciano una obligada
reclusión monástica que sin embargo en último momento no llegó a votar.
Se mostró a favor, en
febrero de 1811, de la exacción de la plata sobrante de los obispados
españoles, en beneficio de las necesidades del Estado, aunque era
partidario de que fueran los propios obispos los que la regularan. También
formó parte de la comisión eclesiástica que en agosto de aquel mismo año
presentó a las Cortes un dictamen que debía regular las relaciones entre
la Iglesia y el Estado, caracterizado según Fernández de la Cigoña por un
exaltado jansenismo. Publicó sus memorias sobre este periodo de su
biografía en el libro Mi viaje a las Cortes de Cádiz. Fernández de
la Cigoña, injustamente, le califica como una figura de carácter variable,
sin tener en cuenta que, en realidad, su ideología jansenista estaba ya
presente desde los primeros años de su vida. Desde luego, lo que sí está
claro en la personalidad de Villanueva es su posición antirromanista,
hecha pública en algunos libros suyos, como las Cartas a Roque Leal
y, sobre todo, su Política eclesiástica contra Monseñor Nuncio
y Política eclesiástica sobre el juramento de
la obediencia.
Junto a esa doble faceta
de político y eclesiástico, siempre hay que tenerlo en cuenta, destaca
también como escritor y polemista. Habiendo sido encarcelado durante
el primer sexenio absolutista, ya en los años del trienio reapareció
como una de las tres grandes figuras del nuevo regalismo español, junto a
Félix Amat y a Juan Antonio Llorente. En 1822 elaboró un plan para
reformar la Iglesia, en el cual “facultaba al
gobierno para llegar a un acuerdo con el papa y con los obispos cuando se
juzgara conveniente, lo que era abrir una vía para un posible concordato.
Pero este plan parecíales a los más exaltados demasiado generoso, y
lograron diferir la discusión”.
Después de todo esto, no
resulta extraño para el historiador la negativa de la Santa Sede a aceptar
el nombramiento que el Gobierno le había hecho como embajador de España
ante el papa, negativa que provocó la expulsión del nuncio, Giacomo
Giustiniani, en febrero de 1823. Así pues, el canónigo Villanueva se vio
obligado a regresar desde Italia, escribiendo en Génova una de sus obras
más polémicas, un largo poema compuesto por ochenta y un tercetos, que fue reimpreso en Murcia en abril de 1823, ciudad en la que
fue obsequiado junto a su hermano en la Sociedad Patriótica, en un acto
polémico, con el deán de la catedral, Blas de Ostolaza, de ideología
absolutista, escapando por los tejados de las casas cercanas de una muerte
de la que en determinados sectores de la ciudad se acusaba a los hermanos
Villanueva, acto que recogen tanto Gil Novales como Francisco Candel. Recuperado el poder por los absolutistas, se vio obligado a
exiliarse en Gran Bretaña, aunque allí tampoco fue bien acogido por el
grupo de exiliados españoles que le habían antecedido en su destino.
Falleció en Dublín en 1837.
En la educación ilustrada
y regalista de Joaquín Lorenzo Villanueva, como en la de su hermano Jaime,
con quien colaboró en diferentes empresas literarias y entre ellas, la más
importante de todas, el Viaje literario a las iglesias de España,
tuvo gran influencia la profesión de su padre, encuadernador de libros en
la villa valenciana de Xátiva, al igual que los estudios realizados en la
facultad de Artes de la Universidad de Valencia, en donde ingresó a la
temprana edad de doce años. Allí se graduó en esta disciplina en 1774, y
dos años más tarde obtuvo también el doctorado en teología. Su ideología
de carácter avanzado terminó de desarrollarse a partir de 1777, cuando
opositó para magistral de púlpito en la catedral de Orihuela,
“llamado por el obispo José Tormo, procedente del
círculo tomista valenciano, y que había llegado a la ciudad del río Segura
cargado de ideas regalistas y antijansenistas” Sin embargo, al no poder obtener la plaza
por no haber alcanzado aún la edad mínima para desempeñarla, fue nombrado
por el prelado profesor del seminario orcelitano de San
Miguel.
La obra más destacada de
los hermanos Villanueva fue, como se ha dicho, el Viage literario por
las iglesias de España, que es en realidad un completo trabajo sobre
los orígenes y el desarrollo de la liturgia y la disciplina ritual de la
primitiva Iglesia española. De esta forma, en sus veintidós volúmenes
publicados, algunos de ellos a mediados del siglo XIX, muchos años después
de que ambos religiosos hubieran fallecido, es al mismo tiempo que un
repaso histórico por las diferentes diócesis catalanas, valencianas y
baleáricas (el plan inicial de la obra pretendía ocuparse de todas las
diócesis de España), una tesis realizada con el fin de fundamentar y
legitimar los principios regalistas de la Iglesia en España. No es de
extrañar, pues, que las críticas coincidan en afirmar que se trata de una
obra realizada bajo el prisma de la Ilustración.
Germán Ramírez Aledón
afirma que Villanueva fue nombrado canónigo de Cuenca en 1809, cuando se
encontraba en Sevilla, formando parte de la comisión eclesiástica
encargada de estudiar las cuestiones que debían ser tratadas en las Cortes
que ya entonces se estaban preparando. El nombramiento se recogió en el acta del cabildo correspondiente
al día 22 de septiembre de ese año, aunque la toma de posesión efectiva no
se realizó hasta el cabildo del 5 de febrero del año siguiente, siendo su
apoderado en el acto el chantre de la catedral. Ocupó la canonjía que
había dejado vacante Juan José Fenaxa Lerín. Poco tiempo más tarde, y
según recoge también el citado Germán Ramírez Aledón, el 30 de abril de
1810 enviaba desde su ciudad natal, Játiva, una carta al cabildo
conquense, en la que le informaba de su nombramiento como diputado a
Cortes por Valencia, y se ofrecía para “quanto
juzgue oportuno”.
Todo parece indicar, por
lo tanto, que Villanueva no llegó a ocupar de hecho su canonjía en persona
hasta después de haber terminado su cautiverio en La Salceda, a donde fue
enviado por orden de Fernando VII durante los años del sexenio. En sus
memorias recogió sus deseos de marchar a Cuenca en 1814, una vez disueltas
las Cortes; sin embargo, no dudó en ponerse antes en manos de sus
perseguidores absolutistas, los cuales procedieron a su arresto. Por fin,
llegó a Cuenca en 1820, restituido en el poder el partido liberal y libre
él también de su cautiverio.
Poco tiempo iba a
permanecer sin embargo en la ciudad del Júcar, pues enseguida volvió a ser
nombrado diputado a Cortes, pero sí el suficiente para escribir aquí una
impugnación a la Apología del Altar y del Trono, del religioso
absolutista fray Rafael Vélez. Queda abierta la posibilidad de una segunda residencia en Cuenca
después de su fracasado intento por representar al gobierno liberal en la
corte del Sumo Pontífice, y antes de su definitivo exilio a las islas
británicas. Por un lado, así parece indicarlo esa mención a las dos
temporadas de que el literato y religioso valenciano hace mención en sus
memorias, y por otro, por una pequeña referencia que vuelve a hacer al
final de éstas. En el libro de provisiones a curatos, canonjías y dignidades, que
se halla también en el archivo diocesano de Cuenca, se dice que fue
desposeído de su cargo en la diócesis conquense tras su exilio a las islas
británicas, siendo sustituido por Juan Sáez Gamboa.
Entre los eclesiásticos
liberales que nacieron en la diócesis de Cuenca destaca por su especial
relevancia Nicolás García Page. Éste había nacido en 1771 en
Ribagorda, pequeña población en la comarca del Campichuelo Después de haber terminado sus estudios eclesiásticos en el
seminario conquense, fue nombrado en 1799 catedrático de Filosofía en este
centro educativo, y dos años más tarde, catedrático de Física y Química
Experimental. Finalmente, ya en 1804 obtuvo por oposición la cátedra de
Teología Moral, siendo dos años más tarde nombrado párroco en la
iglesia de San Andrés, en la capital de la diócesis.
Elegido como uno de los
diputados que deberían representar a Cuenca en las Cortes de Cádiz, su
labor allí fue bastante importante, formando parte del grupo de diputados
liberales, y de diversas comisiones, entre ellas las de Ultramar y de
Instrucción Pública. Formando parte de ésta última, el 9 de diciembre de
1813 presentó al conjunto de las Cortes una serie de cinco proposiciones
para mejorar este aspecto de la sociedad, tan abandonada por el poder
civil en los años del Antiguo Régimen. Exigía en ellas la preparación de
un plan uniforme, solicitaba asimismo que hasta la preparación de este
plan pudiera regir el que en su día había preparado el afrancesado marqués
de Caballero, que había sido Ministro de Gracia y Justicia. Asimismo,
propugnaba la extensión de dicho plan a los centros educativos propios de
la Iglesia, incluidos los seminarios, obligando a éstos a dar cuenta al
Gobierno de su puesta en ejecución. Finalmente, solicitaba la publicación
de un nuevo catecismo nacional, que debería ser aprobado por una comisión
formada por seis obispos, y solicitaba además el establecimiento de
una junta de censura para la corrección de costumbres, que debería
depender del poder civil.
Dos días más tarde se
admitieron a discusión las cuatro primeras proposiciones, acordándose que
fuera trasladado el debate, para su aprobación definitiva, a la propia
Comisión de Instrucción Pública. Aunque se puede tildar este hecho como de
intromisión del Estado en las competencias de la Iglesia, es importante no
olvidar el carácter eclesiástico del autor de estas cinco proposiciones.
Además, y a pesar del carácter confesional de la propia Constitución de
1812, la sociedad laica en la que la nueva España se pretendía convertir
exigía que la instrucción de la sociedad en su conjunto no estuviera en
manos del poder eclesiástico, como hasta entonces había ocurrido, sino en
las del poder civil, que la quería hacer residir en el propio
pueblo.
Una vez terminada la
Guerra de la Independencia y ocupado otra vez el trono por Fernando VII,
los liberales fueron violentamente reprimidos por un monarca que pretendió
hacer tabla rasa de todo lo aprobado por las Cortes. Como ejemplo de las
medidas represivas impuestas, se encuentra la orden de arresto de
veinticuatro diputados que debía llevar a efecto el General Eguía, entre
los que se encontraba Nicolás García Page. tras recibir el
decreto que contenía su condena por sus actividades
políticas.
Tras ser liberado en 1820 gracias
al triunfo de Riego, su figura fue exaltada por el
Cuerpo
de Ingenieros Zapadores, que
le visitó en la localidad de Alcalá de Henares. Igual reconocimiento recibió,
junto a otros políticos liberales, por la Sociedad Patriótica de Amigos
de la Libertad, que poco tiempo antes había sido fundada en el
madrileño café de Lorenzini. En esos años fue nombrado canónigo de
Cuenca. Ya durante los años del Trienio, el gobierno liberal le premió
con un canonicato en Cuenca, siendo provisto por rey Fernando VII el 15 de
junio de 1820. No pudiendo asistir él personalmente a la toma de posesión de su
nuevo cargo, otorgó poder en Madrid al párroco de la iglesia de San Gil
para que lo hiciera en su nombre. Algunos días más tarde, el canónigo
Segundo Cayetano García, uno de los que varios años más tarde sería
procesado por su ideología liberal, fue quien lo hizo el 26 de junio de
ese año, previo jurante de guardar la Constitución.Se trata del último nombramiento del período que fue recogido en
el libro de provisiones que había sido iniciado a prncipios de siglo,
durante el mandato del obispo Antonio Palafox; a partir de esete momento hay un paréntesis, obligado por orden
gubernativa, que se termina en 1824, fecha en la que se reabre el mismo
libro de ordenaciones.
.
A pesar del duro
cautiverio sufrido por el religioso conquense en los años anteriores,
volvió a la política, al ser elegido de nuevo en 1820 como Diputado a
Cortes por la provincia. Ello le provocaría en los años de la “década
ominosa” nuevos sufrimientos. Así, ya antes de que el liberalismo hubiera
sido derrotado, fue atacado por una partida de exaltados realistas, que le
condenaron a muerte, aunque logró escapar con la ayuda de un regimiento de
soldados liberales, del cual fue capellán. Cercado el ejército leal al
Gobierno liberal en Cádiz, y dándose cuenta de que las esperanzas de
triunfo para esa ideología estaban de momento perdidas, emigró primero a
Francia, y más tarde a Inglaterra. El 13 de septiembre de 1824, el cabildo
conquense le denegó la canonjía que durante el Trienio le había dado,
nombrando para sustituirle a Bartolomé Garcimartín y Lalastra. Un opúsculo de carácter liberal titulado Condiciones y
semblanzas de los Diputados a Cortes para la legislatura de 1820 y
1821, publicado en Madrid en 1821, dice del conquense lo siguiente:
“Clérigo franco, clarito, valiente y despreocupado.
Hiere bien las dificultades; habla liso y llano; no gusta de echarse a
dormir a humo de pajas, y siempre se tira al grano, a la sustancia, al
trigo, al higo, al garbanzo. Si le irritan, llega a ser elocuente; y donde
va, levanta chichones. Venera a San Ignacio de Loyola como el que más,
pero no las máximas de sus hijos; de modo que difícilmente podría hallarse
un centinela más despierto contra el jesuitismo, ni tampoco otro a quien
le cayesen mejor los capisallos de obispo.”
Vuelto a España por fin en
1834, una vez recuperado el poder por los liberales tras la muerte de
Fernando VII, fue nombrado abad de Santa Leocadia, dignidad de la
archidiócesis de Toledo, y Visitador de los hospitales y establecimientos
benéficos, siendo también el responsable de la organización del Hospital
General de Madrid. Dos años después fue elegido miembro de la Academia de
Ciencias Eclesiásticas, falleciendo ese mismo año de 1836. En el libro de
pleitos del Tribunal diocesano, hay una noticia importante sobre el
fallecimiento de esta figura del liberalismo conquense: en 1840 se
adjudicaba a Santos Page la capellanía colativa que en la iglesia
parroquial de Ribagorda había fundado Juan Page Collados, y que se hallaba
vacante por el fallecimiento de su anterior propietario, nuestro religioso
liberal.
No fueron Joaquín Lorenzo
Villanueva y Andrés García Page los únicos religiosos liberales que
ocuparon algún cargo eclesiástico o político en este tiempo de
enfrentamiento. Hay que destacar al grupo eclesiástico entre los miembros
de la Junta de Censura de Cuenca, creada en 1811 a
partir de lo que se había decretado en las propias Cortes. Tres de sus
miembros eran eclesiásticos: Manuel Fernández Manrique, canónigo lectoral
de la catedral; Ignacio Fonseca; y sobre todo el maestrescuela Cristóbal
Amat, quien fue también el encargado de pronunciar en 1813, en la iglesia
de San Felipe, la oración fúnebre por los patriotas muertos en Madrid
cinco años antes. Fermín Caballero destaca de él su gran capacidad como
orador. Asimismo, en la renovada junta de 1813 figuraban por el estado de
los eclesiásticos, el racionero de la catedral, Antonio Forriol, y el
presbítero de la iglesia parroquial de San Juan, Nicolás Noriega; éste
último debe ser el mismo que en la documentación inédita del Archivo
Diocesano se cita como Nicolás Escolar y Noriega, a quien a partir de 1823
se le abrió expediente en el Tribunal de Curia por su ideología liberal.
Así mismo, el miembro suplente de la junta por el sector eclesiástico era
Juan José Aguirre, a quien también se le incoó expediente después del
Trienio por su relación con el partido liberal.
He hablado ya de Santos
Page, sobrino del diputado Nicolás García Page, quien fue excluido del
concurso parroquial en la diócesis toledana en 1823. Había sido ordenado
de menores en 1817, y a pesar de que el Provisor diocesano de Cuenca no
había podido exponer nada contra él, informes llegados desde la vecina
diócesis de Sigüenza “le culpaban de ser sobrino carnal del diputado
liberal y cura de Cuenca, D. Nicolás García Page”, según recoge
Higueruela del Pino. No obstante, esa relación carnal con un conocido liberal no le
privó, ya a finales de la década, de poder recibir las órdenes mayores, de
Epístola, Evangelio y Misa, en 1827, 1828 y 1829, según recoge el libro
registro del Tribunal de Curia Diocesana. Este fue primero militar en los
convulsos años de 1822 y 1823, y después destacado religioso, hasta llegar
a combinar ambas profesiones al ser nombrado párroco castrense, primero en
el cuerpo de Guardias de Corps y más tarde en el de Húsares de la
Princesa; su carácter liberal también quedó de manifiesto al ser nombrado
por el político progresista conquense Fermín Caballero, a la sazón
ministro de Gobernación, oficial subalterno de la Biblioteca
Nacional
Habría que destacar
también a algunos eclesiásticos que desde el liberalismo representaron a
la provincia de Cuenca en las Cortes de Cádiz. Ya se ha mencionado más
arriba al más importante de ellos, Nicolás García Page. También
pertenecían al estamento eclesiástico Felipe Miralles y Juan Antonio
Domínguez. El primero era canónigo de la catedral y de tendencia liberal.
Fue éste también uno de los que juraron su cargo el 24 de octubre de 1810.
Sin embargo, apenas cinco meses más tarde, en la sesión del 31 de marzo
del año siguiente, se daba cuenta de su fallecimiento, así como de que su
sustituto, el ilustrado militar Fernando Casado Torres, no se había podido
presentar por hallarse en país ocupado. La situación se complicó aún más
por el hecho de que el segundo suplente, Pedro Pinuaga, también había
fallecido. El problema se saldó con el nombramiento de José Lucas Ortega
como diputado.
También es compleja la
filiación personal, no ideológica por cuanto también está contrastado su
carácter liberal, del cuarto diputado de las legislaturas de 1813 y 1814,
Juan Antonio Domínguez, que otros historiadores llaman Juan María Domingo
o Juan María Domínguez. No obstante, las propias actas, tanto las
correspondientes a este periodo como las de las Cortes del Trienio
Liberal, de las que también fue diputado, resuelven una vez más el
problema; se trataba de la misma persona. Juró su cargo en la sesión
correspondiente al día 5 de octubre de 1813.
Finalmente, hay que citar
también a algunos eclesiásticos liberales que sirvieron en el bando
afrancesado. Mariano Agustín, canónigo de Cuenca, asistió con cierta
asiduidad a las reuniones de la Sociedad Económica Matritense de Amigos
del País. Si tenemos en cuenta el carácter afrancesado de muchos de sus
miembros, así como el hecho de que las fases más duras de su historia
coincidieron precisamente con los años en que el rey José estuvo fuera de
la capital, parece desprenderse que también el sacerdote del cabildo
conquense participaba de esta ideología, si no de forma activa, si al
menos como simpatizante de ella. El mismo autor menciona también a Antonio
Piñeiro, arcediano de Cuenca, que fue uno de los más de doce mil españoles
que se vieron obligados a abandonar el país tras la derrota de las tropas
francesas.
Leandro Higueruela del
Pino, en su estudio sobre la archidiócesis de Toledo, señala también como
afrancesado a Pedro Estala, presbítero, exregular, canónigo de Cuenca y de
la colegiata de Almagro, redactor de la gaceta del Gobierno intruso, y
masón, donde llegó a alcanzar el tercer grado. En compañía de otros
religiosos, entre ellos José de Salcedo y Jaramillo, se vio obligado a
abandonar el país y huir a Francia. Éste, canónigo de Toledo, había nacido
en Tarancón a mediados de la centuria anterior, y en los años anteriores
había sido administrador de los bienes de la mitra; amigo de Juan Antonio
Llorente, pertenecía también a la logia masónica de Santa Julia, que se
había establecido en Madrid en esa época.
3.- Cuenca en el Trienio Liberal
También
entre los diputados conquenses del Trienio aparecen algunos miembros de la
Iglesia. En las primeras legislaturas figuran algunos miembros que ya
fueron diputados en los años de las Cortes de Cádiz: Juan Antonio
Domínguez y Nicolás García Page. Entre los representantes de la última de
las legislaturas del periodo, la de 1822, destaca la figura
política de
otro eclesiástico, Nicolás Escolar, que fue también uno de los vocales de
la primera Diputación provincial y más tarde, a partir de 1823, sufriría
las represalias de los absolutistas, siendo uno de los religiosos
expedientados por el tribunal diocesano de curia por sus ideas
políticas.
En los primeros meses de
1823 se abría un expediente de oficio contra varios sacerdotes destinados
en Sisante, el párroco Tomás García Pérez y sus tenientes Juan
Martínez Chacón, Juan Francisco Herrera, Juan Carvajal y Pedro Antonio
Roda, por suponérseles cómplices de un proyecto de conspiración contra el
sistema liberal. Estos fueron conducidos antes a La Roda, capital del
partido judicial al que entonces pertenecía este pueblo de la Manchuela,
con el fin de obligarles a que prestaran declaración ante el
tribunal de primera instancia. El expediente enlaza sin duda con otro
documento de 1820, y que refleja ciertos problemas entre el párroco de
este pueblo de la Manchuela y algunos revolucionarios, que llegaron
incluso a entrar armados en el convento de clarisas.
Declarados desde un primer
momento culpables por Francisco de Paula Pérez, Juez de Partido, fue el
propio Cayetano Izquierdo, Jefe Político de Cuenca, quien presionó para
obtener la sustitución de estos religiosos por otros que fueran más
partidarios de la ideología liberal. Sin embargo, en marzo de 1823 todos
ellos eran declarados inocentes por auto del Provisor
eclesiástico.
Por lo que se refiere en concreto al conjunto de eclesiásticos
represaliados en la diócesis de Cuenca a partir de la victoria absolutista
de 1823, cuya documentación, bastante interesante, se conserva entre los
fondos del Archivo Diocesano, los procesos abiertos pueden ser divididos
en dos grupos claramente diferenciados, aunque a la hora de la verdad los
efectos provocados en los sacerdotes expedientados fueran en esencia
similares. Por una parte, los religiosos acusados de pertenecer a la
sociedad secreta de los Comuneros, célula que debió resultar muy activa en
una pequeña ciudad de provincias como Cuenca, si tenemos en cuenta por lo
menos la documentación conservada en los fondos de la sección de Audiencia
de dicho archivo; por otra parte, los que fueron acusados sólo de haber
participado en algunas actividades públicas, llevadas a cabo por los
miembros de la ideología liberal, o en defensa de ésta.
Tanto en un caso como en
el otro, las primeras averiguaciones fueron llevadas a cabo por el general
Jorge Bessieres, cuando ocupó militarmente la capital de la diócesis; éste
solicitó y logró del obispo el permiso necesario para registrar hasta el
último rincón de las iglesias de la ciudad. Como resultado de este
registro pudo encontrar interesante documentación que, convenientemente
requisada por sus tropas, permitió detener a un grupo relativamente
numeroso de liberales, eclesiásticos y laicos. Creó entonces una junta con
el encargo de juzgar a todos los detenidos, nombrando como notario de la
misma a Felipe Ramírez de Briones, escribano de la
ciudad.
Entre los eclesiásticos acusados de formar parte de la sociedad secreta de
los comuneros figuraba Manuel Molina, capellán de coro de la catedral,
natural del pueblo cercano de Poveda de la Obispalía; a este lugar es a donde se había trasladado la Junta Suprema de
Cuenca en 1810, cuando la ciudad había sido tomada por las tropas
francesas. A pesar de que en su declaración negó haber pertenecido a la
comunería, las tropas de Bessieres le habían incautado sellos y diferentes
papeles comprobatorios del delito.
Los otros dos expedientes
incoados contra sacerdotes comuneros dan alguna información más completa
sobre la actividad de esta sociedad secreta en la capital de la provincia.
Uno de estos eclesiásticos es Isidro Calonge, religioso mercedario
exclaustrado, natural de Campo de Criptana, en la provincia actual de
Ciudad Real, al cual se le habían retenido también algunos efectos que el
sacerdote tenía en su poder, y que eran propios de la sociedad, y entre
ellos los libros de ésta y un sello. Consecuencia de ello, se había visto
obligado a pasar algunos meses retenido en las cárceles públicas de la
ciudad, de las que salió tras el exhorto librado por el Provisor de la
diócesis el día 27 de abril de 1824.
Pero el expediente que más
datos nos aporta es el abierto contra Juan José Aguirre, racionero de la
catedral. Éste se inicia con el testimonio de confesión del propio
eclesiástico, tomado ante la Junta creada por el general Bessieres, para
tratar sobre los acuerdos referidos a los conquenses acusados de liberales
y de comuneros. En el testimonio, fechado el 11 de julio de 1823, el acusado,
natural de la aldea de Gellano, dependiente de la villa guipuzcoana de
Eskoriatza, Doctor en Teología por la universidad de Oñate, miembro de la comisión encargada de la custodia y administración
de las dehesas propias del cabildo catedralicio, reconocía entre otras
cosas que, como era su obligación, y había hecho antes el propio obispo de
la diócesis, había jurado la Constitución aprobada por el Gobierno del
Trienio, periodo en el que había sido nombrado miembro de la Junta de
Beneficencia de la diócesis, así como elector parroquial.
Reconocía asimismo que en
una de las habitaciones inmediatas a la capilla de Caballeros, una de las
más importantes y suntuosas de la catedral había guardado en los años del
gobierno constitucional algunos efectos y documentación, del todo punto
inocente según el propio declarante, aunque una vez encontrada allí por
los soldados absolutistas de Bessieres, sirvieron de prueba en la causa
abierta contra el sacerdote. Entre esos efectos destacaban algunos libros
“dudosos”, y entre ellos los titulados El Citador y Las ruinas
de Palmira, libros que Aguirre declaraba no haber leído, y ni siquiera
tener noticia de ellos; sobre todo el asunto se defiende aduciendo que
esos documentos deberían ser propiedad de Eusebio Rubio, medio racionero
de la catedral, ya fallecido en esos momentos, cuya familia había guardado
también en ese mismo lugar algunos efectos que habían sido propiedad
suya.
Junto a estos cuatro
religiosos, acusados de comuneros por las instituciones absolutistas y por
el propio tribunal diocesano, otro numeroso grupo de eclesiásticos del
obispado conquense formaron parte a su pesar de la causa general abierta
contra el conjunto de los liberales conquenses. Este grupo, como ya he
dicho muy numeroso si se compara con la situación real de Cuenca y su
obispado en aquellos momentos (según se desprende de la documentación
conservada estaba formado en su inicio por algo mas de cien personas,
entre religiosos y seglares), comprendía en su seno a un total de
diecinueve eclesiásticos; se mencionan individualmente los siguientes:
Segundo Cayetano García y Juan Nepomuceno Fuero, canónigos de la catedral;
Francisco González y Vicente Ayllón, prebendados de ésta; Gabriel José
Gil, dignidad de Tesorero; José Frías, Capellán de Coro; Prudencio del
Olmo, presbítero destinado en la iglesia parroquial de San Miguel;
Valentín Collado Recuenco, en la de Santa María; Nicolás Escolar y
Noriega, en la de San Juan; Manuel Lorenzo de Cañas, en la del Salvador;
Francisco Anguix, beneficiado de la de San Andrés y Jerónimo Monterde,
rector de la casa de la Misericordia. Junto a todos ellos, y sin abandonar
la capital de la diócesis, hay que incluir también algunos otros, de los
cuales sólo se menciona su calidad de presbíteros: Bernardo Pérez, Manuel
Salcedo, Nicolás María Grande, Paulino de Julián, Víctor Martínez y
Sebastián Villegas.
El proceso general fue
iniciado ya en julio de 1823, poco tiempo más tarde de que fuera tomada la
ciudad por las tropas realistas de Bessieres. La Junta de Seguridad
Pública creada por éste incoó, sin pérdida de tiempo, un proceso contra el
conjunto de los liberales conquenses, eclesiásticos y laicos, quienes por
orden del aventurero francés fueron internados en la cárcel pública de la
ciudad y en la de la Inquisición. No obstante, los religiosos detenidos a
su vez fueron trasladados al tribunal diocesano, solicitando que, tal y
como les correspondía por su propio fuero, pudieran ser juzgados por ese
tribunal. A esta petición le siguió un primer informe del fiscal
diocesano, el licenciado Tomás Antonio Saiz, según el cual, al tribunal
diocesano no le constaba aún el hecho de que los religiosos firmantes de
la petición estuvieran en prisión preventiva, así como tampoco los motivos
de esa prisión, instando al propio tribunal a que enviara un exhorto a la
Junta para que el tribunal fuera informado adecuadamente del
asunto.
Como contestación a este
exhorto del tribunal diocesano, la Junta de Seguridad Pública enviaba el
18 de agosto un escrito al propio fiscal diocesano, informando que el
arresto de todos los religiosos citados había sido decretado por el
general Bessieres, quien también había ordenado su traslado al Seminario
Conciliar. Pocos días mas tarde, el 3 de septiembre, estaba fechado un
primer auto del Provisor diocesano, según el cual se prohibía a todos los
eclesiásticos acusados que salieran de la ciudad sin permiso previo, así
como que pudieran ejercer el ministerio eclesiástico. Estas quejas se
reprodujeron otra vez, ahora por el hecho de que los guardias que
prestaban servicio en el seminario no les dejaban recibir visitas con
regularidad. estas quejas que fueron contestadas por el tribunal diocesano
con un nuevo decreto, firmado éste el 6 de junio, en términos no demasiado
favorables para los religiosos.
Otro foco importante de
liberalismo dentro de la diócesis conquense fue Iniesta. El 17 de
septiembre de 1823 el obispo, Ramón Falcón y Salcedo, ordenaba la
retención del presbítero Francisco de Burgos, destinado en esta villa de
la Manchuela, porque dicho sacerdote “ha
manifestado la mayor exaltación por el sistema constitucional, que se
alistó por individuo de la milicia voluntaria, que a su cabeza proclamó al
general Riego, que persiguió a los realistas que se hallaban en
Minglanilla al mando del comandante don Bartolomé Rausel, que con una
pistola quitó la vida a uno de ellos en estado de estarle pidiendo le
confesase.”
También en Iniesta estaban
destinados los sacerdotes Joaquín Blanes, Pedro Tórtola, Antonio Armero
García y Pedro Ortiz, procesados de forma conjunta en otro expediente del
mismo tribunal. Estos sacerdotes habían sido separados de su cargo también en el
mes de agosto de 1823, aunque en el mes de febrero de 1825 el expediente
no había llegado aún a manos del tribunal diocesano. Así pues, los cuatro encausados solicitaron al obispo, que era
quien había ordenado retirar temporalmente las licencias sacerdotales de
estos, que enviara al tribunal los antecedentes relativos a dicha
suspensión, antecedentes que, una vez recibidos por éste, permitieron que
se iniciase por fin la causa contra ellos.
Otro presbítero expedientado por el tribunal eclesiástico debido a su
ideología fue Manuel de Julián, natural de Collados y teniente de cura de
la iglesia parroquial de La Cierva. En este caso el sacerdote, al que se acusaba también de haber
pertenecido a sociedades secretas, fue indultado sin dificultad por el
provisor, quien con fecha 20 de febrero de 1826 devolvió al religioso
todas las licencias propias de su oficio, licencias que habían sido
limitadas por el tribunal dos años antes sólo a la propia de celebrar el
sacrificio de la misa.
El último sacerdote expedientado fue Cecilio Martínez Hidalgo, natural de Valera de Abajo,
destinado en Gascueña, quien había sido desprovisto de su curato por decreto del
obispo en 1824, por ser uno de los religiosos nombrados en la lista
confeccionada por la Junta Reservada de Estado. Esta institución era la
encargada de realizar a finales de 1823 las listas de comuneros como punto
de partida para iniciar la represión contra ellos, “algunos de cuyos datos han de ser considerados con algunas
reservas.”
4.- Conclusiones
De la documentación
estudiada se desprende que, como sucedió también en el vecino obispado de
Sigüenza, las autoridades eclesiásticas de este periodo no fueron demasiado
duras con este tipo de delitos. El motivo de esta excesiva debilidad en
los autos del provisor, independientemente de la personalidad de estos, lo
encontramos en la levedad de los delitos enjuiciados, y que estos se
limitaran en realidad, como afirmó alguno de los acusados, a seguir el
ejemplo del propio prelado de la diócesis, quien también había jurado la
Constitución como lo hicieran asimismo la mayor parte de los obispos
españoles. De todas formas, no está de menos el considerar que esa levedad
de las sentencias estaba en parte provocada también por el espíritu
corporativista que siempre ha caracterizado a la jerarquía eclesiástica, y
el juicio de Francisco de Burgos, acusado éste sí de asesinato, cometiendo
por ello un delito de cierta gravedad, y que tampoco significó a pesar de
todo ninguna condena importante para el sacerdote, es una prueba
definitiva de ello.
Así mismo, se rechaza la
tesis de una ciudad y una diócesis monolítica, anclada aún demasiado en el
Antiguo Régimen, reaccionaria ante las nuevas ideas propias de las etapas
históricas anteriores; por lo menos en lo que se refiere a las tres
primeras décadas de la centuria. Sería a partir de entonces, tras la
llegada a la capital episcopal de otros prelados que tenían una ideología
política mucho más marcada, y progresivamente reaccionarios, cuando la
tendencia de toda la jerarquía eclesiástica conquense osciló más en esa
dirección. Primero fue Jacinto Rodríguez Rico (1826-1847), quien había
sido en 1812 diputado a las cortes de Cádiz, y dos años más tarde uno de
los firmantes del famoso “manifiesto de los persas” a favor del
absolutismo. Fernando VII le premió en los años siguientes con varios
cargos, culminando su carrera eclesiástica en 1826, tras el fallecimiento
de Ramón Falcón y Salcedo, con el obispado de Cuenca. Muerto el monarca en
1833, y recuperado el poder por los liberales, vio limitadas sus
actividades por disposición gubernativa, aunque permaneció hasta su
fallecimiento en su sede, sin sufrir ningún tipo de violencia por parte
del Gobierno.
Los siguientes obispos
conquenses se caracterizaron por una ideología política aún más
reaccionaria, cercana a los postulados carlistas. Fermín Sánchez Artesero
(1849-1855), religioso capuchino, se encontraba en Roma en 1835, como
delegado de las provincias capuchinas españolas al capítulo general de la
orden, lo que fue aprovechado durante la primera guerra carlista por los
defensores del pretendiente como embajador oficioso de sus tesis ante la
Santa Sede. Se constituyó así en un importante agente, que influyó en la
visión que desde Roma se tenía del conflicto bélico. Por lo que se
refiere a Miguel Payá Rico (1858-1874), fue también un destacado
tradicionalista, que en 1865 publicó en el Boletín Eclesiástico de
la Diócesis de Cuenca, cuya creación él mismo había impulsado poco
tiempo antes, el Syllabus, el manifiesto contra el liberalismo
firmado por el papa Pío IX, advirtiendo además que la publicación tenía
carácter oficial. Pocos años más tarde, durante el Concilio Vaticano II,
fue uno de los más encarnizados defensores de la teoría de la
infalibilidad papal.
“Estando en
Sevilla, fue nombrado por la Junta Central canónigo de la catedral de
Cuenca, noticia que le agradó sobremanera, como consta en la carta que le
remitió a dicho Cabildo en septiembre de ese año”. Villanueva, Joaquín Lorenzo.- Vida literaria. Edición, introducción y
notas de Germán Ramírez Aledón. Alicante, Instituto de Cultura Juan Gil
Albert, 1996, p. 55.
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