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HISPANIA NOVA Revista de Historia Contemporánea Fundada por Ángel Martínez de Velasco
Farinós
ISSN:
1138-7319 DEPÓSITO LEGAL: M-9472-1998
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RECENSIONES
(2005)
Esta sección, coordinada por Mariano ESTEBAN, está dedicada a reseñar brevemente en cada uno de sus números anuales algunas de las novedades bibliográficas más relevantes aparecidas durante el año en curso y el anterior. Aunque la selección de las obras corre a cargo del Consejo de Redacción de la revista, la sección se encuentra abierta a las sugerencias y aportaciones de los lectores. |
Jacqueline COSTA-LASCOUX;
Émile TEMIME, Les hommes de Renault-Billancourt. Mémoire ouvrière de
l'île Seguin, 1930-1992, Paris, Autrement, 2004, 231 págs., (ISBN:
2-7467-0483-8),
por
Esther M.
Sánchez Sánchez
(Instituto
de Historia-CSIC y Universidad de Paris VII-Denis Diderot)
El fundador de la
empresa francesa de automóviles Renault, Louis Renault, construyó su
primer automóvil en Billancourt, a las afueras de París, en 1898. Al año
siguiente unió su capital al de sus hermanos para constituir la compañía
Renault Frères, que en 1908 adquirió el apelativo de Société des
Automobiles Renault (SAR), y en 1922, convertida en sociedad anónima, el
de Société Anonyme des Usines Renault (SAUR). Desde finales de los años
veinte Renault concentró en la isla Séguin, situada en el Sena a su paso
por las localidades de Meudon y Billancourt, todas sus instalaciones
industriales, en un complejo integrado capaz de asegurar las distintas
fases del ciclo productivo, desde la transformación de la materia prima
hasta la elaboración de los accesorios. La segunda guerra mundial marcó un
punto de inflexión en la historia de la empresa. Para castigar la
colaboración de Louis Renault con la Alemania nazi, en 1942 y 1943 los
aliados bombardearon la isla Séguin, y a finales de 1944, el gobierno de
la Francia libre decretó la nacionalización de la compañía. Desde
entonces, el Estado, único accionista, intervino en la planificación de su
trayectoria, designó directamente a sus responsables, y le atribuyó el
papel de "empresa-piloto", es decir la misión de mostrar a las demás
empresas francesas el camino a seguir para la recuperación y expansión de
la nación. Al abrigo del Estado y del contexto occidental de crecimiento,
Renault, que pasó a denominarse Régie Nationale des Usines Renault (RNUR),
vivió una etapa de fuerte desarrollo, reflejado, entre otros aspectos, en
el incremento de sus tasas de producción y productividad, y en la
multiplicación de sus filiales por la geografía francesa y extranjera.
En 1990, nuevamente transformada en sociedad anónima, Renault abrió al
mercado el 25% de su capital social, y en 1994 se privatizó, aunque casi
la mitad de sus acciones continuaron en manos del Estado. La
reestructuración de la empresa se completó con la simplificación de su
entramado industrial, la reducción de su personal y la descentralización
de sus fábricas. La isla Séguin es hoy un espacio verde, con paseos y
centros de ocio, dónde apenas unos pocos vestigios testimonian sus más de
sesenta años de vida industrial.
El libro de
Jacqueline Costa-Lascoux, investigadora del CNRS, y Émile Temime, profesor
emérito de la Universidad de Provence, traza la historia de los hombres y
mujeres que, desde finales de los años veinte y hasta principios de los
noventa, trabajaron en la isla Séguin. Este lugar, que las instalaciones
industriales de Renault llegaron a ocupar enteramente, se convirtió en un
símbolo del movimiento obrero francés. Las protestas de sus trabajadores,
lideradas por el sindicato Confédération Générale du Travail (CGT),
próximo al Partido Comunista, precedieron y alentaron las de otros
trabajadores industriales franceses. Muchas de las reformas internas de la
empresa, como la reducción de la jornada laboral, la retribución de los
días festivos o el incremento de las vacaciones pagadas, se exportaron a
otras industrias del país. Si las reivindicaciones obreras forzaron a los
dirigentes de Renault a aprobar determinadas mejoras sociales y laborales,
la naturaleza pública de la empresa obligó al gobierno a trasladar buena
parte de estas mejoras al ámbito de la economía nacional.
Desde finales de los
años cuarenta, coincidiendo con el crecimiento de la economía francesa y
la generalización del trabajo en cadena, Renault procedió a la
contratación masiva de obreros no cualificados. Ante el déficit del
mercado nacional de mano de obra, Renault recurrió, como otras muchas
empresas francesas, a los trabajadores de origen extranjero, en un
principio procedentes de Europa oriental, y después del norte de África y
de Europa meridional (polacos, argelinos, marroquíes, italianos, españoles
y portugueses, fundamentalmente). Los emigrantes realizaron los trabajos
más repetitivos y extenuantes de la cadena productiva, en un marco de
disciplina rigurosa, y soportando, sobre todo los norte-africanos, la
actitud discriminatoria de los franceses, tanto de los jefes como de los
subordinados de su misma categoría profesional. Duras condiciones de
trabajo que, sin embargo, consideraron compensadas, o al menos mitigadas,
por la obtención de salarios superiores a los de sus países de origen, una
cierta garantía de estabilidad en el empleo, y la posibilidad de
beneficiarse de mejores prestaciones sociales, en particular en materia de
asistencia médica. Renault contrató sobre todo a trabajadores extranjeros
varones, con la excepción de unas pocas mujeres que se emplearon en la
cantina, los talleres de costura y los servicios de limpieza. La mayoría
fueron reclutados a través de un pariente o conocido en la empresa, por lo
general de su misma nacionalidad. Muchos llegaron a Renault con una edad
relativamente alta, después de ocupar uno o dos empleos en Francia, y
permanecieron allí hasta la jubilación. En materia de residencia, Costa-Lascoux
y Temime documentan casos muy diferentes, desde los trabajadores solteros
que se alojaron en Billancourt y las localidades limítrofes, en hoteles o
viviendas de alquiler sin condiciones mínimas de higiene y seguridad,
hasta los casados que fijaron su residencia en París, incluso en los
barrios más burgueses, dónde sus mujeres disponían de habitaciones cedidas
a cambio de empleos domésticos. Los emigrantes de una misma nacionalidad
tejieron estrechos lazos de solidaridad entre ellos, pero se relacionaron
mucho menos con los franceses y con los emigrantes de otras
nacionalidades. Las diferencias lingüísticas, religiosas y culturales, así
como la perspectiva de un retorno más o menos rápido al país de origen,
desincentivaron la integración en la sociedad de acogida. De esta forma,
la afiliación sindical de los extranjeros, y su participación en las
grandes huelgas que sacudieron a la empresa en 1947, 1952-53 y 1968,
resultaron minoritarias y dispersas. No obstante, los autores han
constatado la existencia de amistades y solidaridades internacionales,
creadas en los puestos de trabajo y, sobre todo, en los cafés, jardines y
otros lugares de sociabilidad que los obreros frecuentaban durante sus
horas de descanso.
La contratación de
trabajadores extranjeros por Renault mantuvo un ritmo de crecimiento
sostenido hasta mediados de los años setenta, en consonancia con el ritmo
general de la entrada de extranjeros en Francia. En 1970 los emigrantes
representaban en torno al 30% de los efectivos totales de la empresa,
concentrándose más del 80% en las cadenas de montaje de la isla Séguin. En
la década de los sesenta, época en que las cifras de la emigración a
Francia registraron sus índices de crecimiento más elevados, Renault
constituyó uno de los destinos preferidos por los extranjeros, efecto
conjugado de su amplia oferta de empleo y de sus mayores retribuciones
salariales. Efectivamente, en aquellos años, Renault ofrecía salarios
hasta un 30% superiores a los de otras empresas del sector metalúrgico en
Francia, aparte de que pagaba más por las horas extras, disponía de más
primas complementarías (por nacimiento, antigüedad, lanzamiento de nuevos
modelos…), y proporcionaba numerosos servicios fuera del trabajo
(transporte, formación y promoción, ocio y deportes…).
Estas condiciones favorables se modificaron a partir de 1973-74. La
ralentización de la expansión económica, unida a la introducción de nuevas
técnicas de producción, provocaron el recorte de los efectivos, que afectó
sobre todo a los obreros extranjeros de baja cualificación adscritos al
trabajo en cadena. La victoria de la izquierda en las elecciones
legislativas de 1981 originó muchas esperanzas de cambio. Pero la
reducción del personal no hizo sino acentuarse, en paralelo a la
robotización, al recurso a las subcontratas y a la caída continua de la
producción y de las ventas, en un contexto de saturación del mercado
francés y de creciente competencia internacional, en particular de la
industria japonesa. Renault perdió terreno frente a los concurrentes
nacionales y extranjeros, e incluso rozó la quiebra, a la que sin embargo
sobrevivió gracias a la diversificación productiva y a la ayuda
gubernamental. A principios de los noventa, inició la descentralización de
su entramado industrial y el desmantelamiento de sus instalaciones de la
isla Séguin. Sus fábricas se trasladaron a zonas de Francia más extensas y
alejadas de los núcleos urbanos, y a países donde la mano de obra era más
barata, como los de Asia o Europa del este. Desde la patronal y los
sindicatos, se lanzaron campañas para promover la jubilación anticipada,
con prima, de los obreros de más de 55 años. Las salidas voluntarias
fueron sin embargo insuficientes, y hubo que recurrir al despido de los
trabajadores de entre 40 y 50 años. La respuesta de los afectados, muchos
de ellos en paro y con grandes dificultades para encontrar un nuevo
empleo, se expresó en forma de huelgas descoordinadas y poco apoyadas por
los sindicatos, que se saldaron con concesiones limitadas. Costa-Lascaux y
Temime señalan que ni la empresa, ni el Estado, y ni siquiera los
sindicatos, supieron apreciar el enorme drama humano que originó el cierre
de las plantas industriales de la isla Séguin a principios de los años
noventa.
Este trabajo de Jacqueline Costa-Lascaux y Émile Temime ofrece, en
definitiva, un recorrido por la historia obrera de una de las empresas que
más contribuyeron al desarrollo industrial de Francia, y que vivieron más
de cerca las trasformaciones sociales acaecidas en ese país en el
transcurso de la pasada centuria. A partir de una limitada selección
bibliográfica y de varios testimonios orales, fundamentalmente de
trabajadores extranjeros, los autores reconstruyen la política social de
la empresa y las condiciones de vida y trabajo de los obreros empleados en
la isla Séguin en los años de mayor apogeo del taylorismo y el fordismo.
El libro viene a agregarse al renovado interés que la historia
empresarial, la historia oral y la historia de la emigración económica a
Francia han despertado en el panorama historiográfico actual, tanto
francés como extranjero. Ahora bien, sus autores ofrecen un marco
meramente impresionista, centrándose en la evocación reiterada de unas
pocas cuestiones, en las que en ningún momento profundizan. El tema
promete, pero el contenido decepciona. Sin duda la utilización de fuentes
de archivo, de una bibliografía más amplia y de los testimonios de un
mayor número de protagonistas franceses hubiesen ayudado a analizar el
tema de forma más rigurosa, y a ampliar cuestiones tan sólo esbozadas, y a
veces ni siquiera mencionadas, como las diferencias socio-económicas entre
franceses y extranjeros, el destino de los trabajadores tras su marcha de
la empresa, o la trayectoria de la segunda y tercera generación de
emigrantes. Es de esperar, eso sí, que este libro anime a continuar el
esfuerzo investigador, y que constituya el detonante de nuevos trabajos
sobre un tema tan interesante como poco conocido, que en absoluto agota
aquí todas sus posibilidades.
Esther M. Sánchez
Sánchez
Instituto de
Historia-CSIC y
Universidad de Paris
VII-Denis Diderot